Drama en la Sierra de Perijá

19/03/2013
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En memoria del Cacique Sabino Romero Izarra,
defensor de la vida y la sierra.
 
En el año 1991 un amigo nos había invitado a pasar un fin de semana en una cabaña que había construido en medio de las montañas de la Sierra de Perijá, al noroccidente de Venezuela, relativamente cerca de la localidad de Kunana, en plena serranía de los Motilones.
 
Guiados por unos compañeros indígenas, a través de una tupida y frondosa selva nublada, llegamos a la cabaña luego de una caminata de más de cuatro horas desde ese poblado. La noche cayó rápido en la montaña, obviamente la cabaña no tenía luz eléctrica y habíamos encendido una fogata para preparar la cena y calentarnos ya que hacía un frío bastante intenso. La magnificencia de la noche más estrellada que recuerde haber contemplado en años, limpia de toda contaminación lumínica, fue la marquesina que sirvió para anunciar la obra, la tragedia, en su acepción griega original, que la madre naturaleza estaba a punto de escenificar frente a nosotros.
 
Cerca de las diez de la noche, mientras conversábamos y admirábamos la grandiosidad del cielo estrellado, de repente la montaña quedó en un silencio sepulcral. Los insectos y las aves nocturnas callaron al unísono; apenas comenzábamos a comentar sobre lo extraño de ese silencio cuando nos sorprendió y sobrecogió un profundo y poderoso rugido, al que casi inmediatamente le siguió otro, tan potente y feroz como el primero, pero de timbre y características distintas. En ese momento la montaña pareció estallar ; Se desató en lo más profundo de la selvática fronda un atronador contrapunto de rugidos y ramas quebrándose; unos titanes luchaban en medio del bosque y la oscuridad mientras nosotros sentíamos que se nos helaba la sangre y tomábamos conciencia de nuestra pequeñez y debilidad como especie. La lucha duró cerca de 8 o 10 minutos (o eso nos pareció a todos posteriormente) y cesó tan abruptamente como se había iniciado. La montaña volvió a quedar en un silencio absoluto, y poco tiempo después aves e insectos nocturnos reiniciaron sus nocturnos sonidos y reclamos.
 
La curiosidad nos carcomía por dentro, pero el miedo, la prudencia y el sentido común impidieron que esa misma noche intentáramos adentrarnos en la oscuridad de la selva a investigar que, o quienes, habían sido los protagonistas de aquel poderoso enfrentamiento.
 
Apenas al amanecer del siguiente día, precedidos por los compañeros indígenas que nos habían guiado hasta la cabaña, nos adentramos en la montaña para intentar develar aquel misterio. A menos de un kilómetro de la cabaña encontramos la respuesta. Entre dos gigantescas ceibas la fronda había sido limpiada de vegetación en un redondel casi perfecto; a la orilla de dicho redondel yacía muerto uno de los protagonistas de la lucha de la que habíamos sido testigos auditivos la noche anterior: Un Oso Frontino (Tremarctos Ornatus) enorme y magnífico. La visión de aquel hermoso animal (llamado Mashiramo por nuestros compañeros indígenas), terriblemente desgarrado y herido, nos impresionó hondamente.
 
Cuando apenas nos comenzábamos a preguntar quien o qué podría haberle matado, y como había sido posible que el oso se hubiera dejado sorprender en tierra ya que ellos acostumbran dormir en refugios en lo alto de los árboles, uno de los indígenas baqueanos nos llamó, había conseguido un rastro de sangre que se alejaba del lugar del combate. Lo seguimos no sin cierta aprensión y reservas; aquello que hirió tan salvajemente al oso podía aun estar cerca, y si estaba herido, las perspectivas de encontrarnos con él no eran para nada tranquilizadoras; sin embargo, no hubo mucho tiempo para desarrollar nuestros temores, a menos de treinta metros del lugar donde se había desarrollado aquel enfrentamiento estaba el cadáver de un poderoso Jaguar (nuestro tigre criollo, Panthera Onca); él había logrado matar al oso, pero en la lucha había sufrido graves heridas en sus flancos (al parecer las garras del oso le perforaron los pulmones), heridas que finalmente también le produjeron la muerte. 
 
Pasamos buena parte de la mañana contemplando los restos mortales de aquellas dos soberbias criaturas; frente a sus cuerpos inermes, en medio de la densa selva lluviosa, nos sentimos, quizás como en pocos momentos de nuestra existencia, parte de la inconmensurable trama de la vida. A ninguno de los presentes nos pasó por la mente la idea de profanar los cuerpos de aquellas bestias hermosas y magníficas. En la montaña vivieron y murieron, y sus restos ahí debían quedarse para fundirse con su hábitat, ese fue el homenaje que en silencio les rendimos. La admiración silenciosa es la caricia que entrega quien admira a lo admirado, y que, a su vez, es acariciado por esto.
 
 A pesar de la honda pena que nos produjo a todos la pérdida de aquellos seres extraordinarios, sentimos que en aquella lucha no había habido crueldad ni odio. Pelearon porque así se los ordenó su instinto. Cuan diferentes a la conducta de la mayoría de los seres humanos que le quitan la vida a otros seres sólo por placer, interés u ocio.
 
Fue aquella una tragedia sin odio y sin maldad. La agonía majestuosa de un ser hermoso, aniquilado por otra criatura semejante que sucumbió a su propia victoria. Una orestiada dramática y ecológica.
 
- Joel Sangronis Padrón  es profesor de la Universidad Nacional Experimental Rafael Maria Baralt (UNERMB), Venezuela. Joesanp02@gmail.com
 
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