Moral y poder. El discurso de la lucha anticorrupción como un recurso del poder

29/04/2004
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Introducción

Durante la Administración Bush (2000-2004), el diplomático norteamericano de origen cubano Otto Reich, quien se desempeñó como jefe de la diplomacia de EE UU para Latinoamérica, afirmaba en una entrevista que se habían acabado los tiempos en los que EE UU abría alegremente el grifo del dinero para los países al sur del río Bravo sin pedir nada a cambio. A partir de ahora, decía: "se va a condicionar la ayuda a la lucha contra la corrupción, porque la corrupción es la raíz de todos los problemas". Reich, de 57 años, es un diplomático conservador, que se opone al levantamiento del embargo en Cuba, su tierra natal. Varios congresistas objetaron en enero de 2001 su nombramiento como subsecretario de Estado, señalando que cuando trabajaba en el Gobierno de Ronald Reagan trató de influir en la opinión pública a favor de la Contra nicaragüense, con propaganda encubierta, desde su puesto de director de la Oficina Diplomática. Transcribo una pregunta clave de dicha entrevista:

Pregunta. ¿Cuál es la prioridad de la política de EE UU hacia Latinoamérica ?
Respuesta.
La corrupción, porque es el principal obstáculo para la democracia y el desarrollo económico. Pensamos que la lucha anticorrupción es tan importante que la hemos puesto como requisito para proveer ayuda. Ya no va a ser suficiente el nivel de pobreza. Vamos a premiar a los países que tengan un sistema democrático y a los que sigan nuestras políticas económicas

EE UU condicionará su ayuda a la lucha contra "la corrupción". Por Rosa Townsend, Miami, 29 de septiembre de 2002, El Correo de la diáspora argentina

Esta declaración del entonces Secretario de Asuntos Hemisféricos de la administración Bush, Otto Reich, es reveladora de los recursos del poder: la utilización estratégica de la moral. Algo que constituye en una contradicción en sí misma por cuanto la moral, por definición no puede entrar dentro del campo de la acción estratégica. Si la moral, entendida como un prerrequisito de convivencia y sustento de un contrato social, se ajusta a las coordenadas de una acción tendiente a manipularla de acuerdo a requerimientos determinados del poder, entonces no puede tratarse de una moral. ¿Cuál es la relación entre la moral y el poder? ¿Cómo puede la moral instrumentalizarse al poder sin dejar de perder legitimidad?

La declaración de Otto Reich nos abre una puerta para entender esa manipulación a la moral, para comprender ese campo de acción signado por las relaciones de poder en el cual incluso la ética y la moral pueden ser operacionalizadas, pueden ser utilizadas. En efecto, esa actitud de Reich indica que estamos ante la presencia de un fenómeno más profundo, más amplio, más complejo, porque Reich no está solo en esta cruzada, a esta declaración se suma aquella de Peter Eigen, Presidente de Transparencia Internacional, quien establece una relación causal y directa entre subdesarrollo y corrupción: “la corrupción impide el desarrollo sostenible... El buen gobierno y la transparencia son factores indispensables para el desarrollo sostenible”, etc., (En las declaraciones hechas en la Cumbre por el Desarrollo Sustentable de Johannesburgo, 2003).

Se suma, además, a esta cruzada la declaración de la Convención Interamericana Contra la Corrupción, auspiciada por la OEA, y una importante producción de tipo académico, periodístico y en forma de editoriales de prensa, hecha sobre todo desde los Estados Unidos, incluyendo el más reciente best seller del periodista argentino radicado en Miami, Andrés Oppenheimer, “Ojos vendados”, así como el libro: “La corrupción en tiempos de Chávez”, de Agustín Beroes, periodista del periódico El Nacional, de Caracas, Venezuela, aliado incondicional de los grupos de poder que dieron el golpe de Estado y que están relacionados con el grupo Cisneros.

Tal profusión de textos, libros, declaraciones normativas, intenciones gubernamentales, artículos de opinión, editoriales de prensa, programas gubernamentales y también de los programas específicos de las multilaterales hechos para combatir a la corrupción, etc., no solo que llaman a la sospecha sino que obligan a pensar que dentro de las estrategias políticas de Estados Unidos, la moral parece haberse desprendido de la ética y convertido más bien en un recurso político del poder.

En efecto, un consenso tan unánime alrededor de la lucha en contra de la corrupción llama a la reflexión y a la sospecha. ¿Y si detrás de todo este ruido a propósito de la lucha en contra de la corrupción se esconde una intención más profunda, de un tipo más político y que tiene que ver con estrategias de control y dominación hechas desde los Estados Unidos ? ¿Y, si todo el discurso de la lucha contra la corrupción no es tan ingenuo, ni tan moral como parece? ¿No estamos acaso ante un fenómeno de tipo político en el cual se da la utilización estratégica de la moral, y cuyo propósito quizá sea el de lograr una instrumentalización de la ética en función de una agenda precisa y que aún no conocemos, y que ni siquiera intuimos?

La posición de Reich, un personaje de dudosa reputación en cuanto a moral se refiere, además de prepotente (“vamos a premiar a los países...”), es pragmática: entre el discurso de premiar la lucha en contra de la corrupción y la práctica de sostener a “aquellos (países) que sigan nuestras políticas económicas” parecen no existir trabas ni de tipo discursivo ni conceptual; en su mente lo uno conduce a lo otro; lo que revela que en su concepción de la realidad política de América Latina, quizá sea bastante simple posicionar un discurso que vincule la moral pública y la lucha anticorrupción, con las políticas neoliberales de desarrollo regional. En esta estrategia, quizá sean pocas las voces que cuestionen esa arbitraria relación entre la ayuda al desarrollo y la lucha en contra de la corrupción. Porque una relación tan arbitraria en realidad parece esconder una imposición de tipo político que tiene una determinada funcionalidad estratégica.

A un nivel más elaborado y coincidiendo plenamente con Reich, el presidente de Transparencia Internacional (TI), Peter Eigen, considera que la relación entre el subdesarrollo y las condiciones de pobreza que éste genera, con la corrupción, son directas y causales. Para Eigen, estos países son subdesarrollados porque son corruptos y viceversa. La arbitraria moralización del discurso del desarrollo hecha por Eigen tiene un objetivo que coincide punto por punto con el de Reich, que, a su vez, coincide con las multilaterales, sobre todo con el FMI[1] y el Banco Mundial, quienes se sitúan en la misma línea de una serie de reflexiones e investigaciones, como es el caso de Oppenheimer, y Beroes.

Pero, ¿de qué tipo de coincidencia se trata? ¿Existe en realidad algo que pueda ser definido como una estrategia alrededor del discurso y de la práctica de la lucha en contra de la corrupción? De existir ésta, ¿cuál sería? ¿En qué clave están hablando Reich y Eigen, y todos los demás que se han abanderado de esta cruzada? ¿Cuál es en verdad su agenda? ¿Hasta dónde van sus verdaderas intenciones? Y dentro de una línea de reflexión más profunda: ¿porqué se puede utilizar tan libremente la moral como recurso del poder? ¿no se trata acaso de una contradicción? ¿no es la ética justamente una práctica que estaría en contra de la utilización estratégica de la moral? ¿cuáles son las relaciones entre poder y moral? Si existiese esta “agenda oculta”, ¿cuáles serían sus estrategias políticas? ¿sería posible ampliar el análisis hacia las formas políticas que asume la moral dentro de un discurso de poder?

I.- La lucha anticorrupción: entre la lógica de las privatizaciones y la expiación de la víctima propiciatoria

Una primera respuesta para comprender esta “agenda oculta” de la lucha anticorrupción, estaría en la correspondencia entre los contenidos elaborados por aquello que Williamson definió a inicios de los noventa como el Consenso de Washington[2], con el apoyo a los países que lleven adelante las políticas según las cuales la asignación de recursos y la regulación social deberían ser realizados desde el mercado y ya no por el Estado, es decir, políticas neoliberales. Así, el desmantelamiento del Estado, y de lo público, aparece ya no solo como una necesidad económica sino también como un imperativo ético.

Por definición (si no consúltese la definición de “actos de corrupción” que establece la Convención Interamericana de Lucha en Contra de la Corrupción, de la OEA), la corrupción es correlativa a la función pública y a los funcionarios públicos. El Estado, según este discurso moralista del poder, no solo que es ineficiente, sino que además es proclive a generar, conducir, encubrir y promover prácticas que pueden ser denominadas como corruptas.

De esta manera, se genera una percepción ciudadana sobre el Estado que tiende a legitimar y a lograr amplios consensos a propósito de la privatización de lo público. Se trata, en realidad, del otro lado de la medalla de aquella primera iniciativa por la cual se satanizaba lo público en beneficio de lo privado, una “satanización” cuyo eje se articulaba alrededor de la contraposición del sector privado-eficiente vs. sector público-ineficiente. Una vez agotado ese discurso de la “satanización” del Estado, se crea ahora un discurso correlativo que se fundamenta en la axiomática de la corrupción para generar consensos de tipo político alrededor de la idea de la privatización.

La privatización aparece así como un ejercicio saludable de moralidad pública, como una estrategia que impide esa politización tan frecuente en las empresas e instituciones del Estado. Al ser transferidas al sector privado, aquellas empresas e instituciones públicas, casi corruptas por definición, podrían entrar en un proceso de moralización que sería concomitante a su mayor eficiencia.

Privatizar lo público no es solamente vender las empresas del Estado, corresponde a una política que apunta a que toda la regulación social y toda la asignación de recursos las realice el mercado, quien asigna esos recursos en función de la eficiencia de agentes privados. Es un proceso complejo y en el cual el consenso es fundamental. Sin el consenso de la sociedad sobre la idea de desmantelar lo público, la privatización solo se reduciría al traspaso de empresas estatales a manos privadas.

La insistencia en deslegitimar el espacio público y presentarlo como un espacio casi incompatible con las sociedades modernas es correlativa a todos aquellos discursos que tienden a legitimar la privatización desde la deslegitimación del Estado y de lo público. Además de todos los discursos económicos sobre la privatización han emergido discursos de tipo político, ideológico y también simbólicos. Es sobre todo este campo en el que se enfrentan discursos, prácticas, posiciones, refutaciones y argumentaciones en pro y en contra, que debe situarse el discurso de la lucha en contra de la corrupción. Un discurso que hace de la moral (en lo que se refiere al manejo de las políticas públicas) un argumento político dentro de una lucha económica.

Pero la retórica de la lucha contra la corrupción es también proclive a extenderse indiscriminadamente hacia el campo de toda la actividad política. En efecto, en virtud de que el Estado se asienta sobre un sistema de representación política, y ese sistema se fundamenta en la acción de los partidos políticos, así como de la denominada clase política, la retórica de la lucha contra la corrupción tiende a culpabilizar y responsabilizar a esa clase política y a esos partidos políticos como los causantes de las prácticas de corrupción; así, esta retórica a la larga termina despolitizando a la sociedad.

Destruye lo político como esfera de interés social y público. Genera desconfianzas y suspicacias con respecto a todo aquello que se relacione con lo político. Los individuos terminan despolitizándose como condición histórica para mantenerse fuera de la corrupción. Esa despolitización hace que la política se asuma desde el rechazo, y desde una sobredeterminación de lo individual y lo familiar por sobre lo público. Así, los individuos se arrinconan, se refugian en la esfera de lo privado-individual, y se enajenan de su politicidad, se desvinculan y se desinteresan de su entorno, de su tiempo, de su propia historia.

Una sociedad despolitizada es una sociedad fácilmente manipulable. En una sociedad despolitizada y ensimismada en sus problemas cotidianos, el ejercicio del poder presenta menos resistencias. De todas las retóricas utilizadas para despolitizar a las sociedades, aquella de la lucha en contra de la corrupción se ha revelado como una de las más efectivas hasta el momento.

Pero la identificación de la acción política como una práctica susceptible de ser corrupta, deja en el vacío a todo el sistema de representación política que está basado precisamente en el sistema de partidos políticos. Si los políticos o quienes hacen política casi por definición son corruptos, entonces es toda la política la que es corrupta, y si toda la política es corrupta entonces es el Estado y es la democracia misma la que se quedan sin legitimidad.

Esta deriva del discurso anticorrupción ha estado en la base de aquello que se ha denominado la “antipolítica”. Ha servido de argumento central para deslegitimar a las clases políticas tradicionales, desestructurar sus mecanismos de poder, desmantelar los sistemas de representación, y provocar un vaciamiento en el discurso político clásico. Quizá el ejemplo más patético de ello sea el colapso de la clase política venezolana, y de sus tradicionales sistemas de representación y legitimidad. Aunque a decir verdad se trate más bien de una práctica y de un discurso que ha estado presente en toda la región en los últimos años (piénsese si no en el caso Montesinos, en Perú, el caso Collor de Melo, en Brasil, el caso de Arnoldo Alemán, en Nicaragua, el caso Mahuad en Ecuador, en el caso Oviedo, en Paraguay, en el caso Menem, en Argentina, etc.).

Justamente para bloquear esta deriva de interpretación del discurso anticorrupción, y proteger a la clase política y a sus mecanismos de poder, se articuló el discurso de la corrupción como un pathos social, es decir, como una patología, como una enfermedad que involucra a toda la sociedad, y de la cual es necesario protegerse como de una peste. Según este discurso, es la sociedad en su conjunto la que es proclive a la corrupción. Es el niño que copia sus pruebas en la escuela, es el empleado que llega tarde al trabajo, es el oficinista que ocupa el teléfono de su trabajo para llamar a su casa, es el padre o la madre de familia que realizan cualquier acto cotidiano que no pueda ser calificado como “moralmente correcto”.

Así, y según este discurso, la corrupción como pathos se extiende por todo el tejido social, infectando la conciencia ciudadana, destruyendo cualquier lazo de solidaridad, generando suspicacias con respecto a todo y a todos. La sociedad entera se enferma de moral, se neutraliza a sí misma, y convierte a cada ciudadano en enemigo de sí mismo, en una persona que ante todo debe demostrar que es inocente haga lo que haga.

Dentro de los términos de este discurso, la corrupción, en realidad, es una patología social en la cual la lucha en contra de ésta pasa por la familia misma y llega hasta el Estado. Siempre, según este discurso, la clase política es corrupta porque toda la sociedad es corrupta; no se podría entonces deslegitimar a esta clase política porque en realidad se estaría deslegitimando a toda la sociedad. De esta manera, se salva a la “clase política” y a los mecanismos del poder, sacrificando a toda la sociedad, sacrificando la posibilidad de una convivencia social más transparente, solidaria y armónica. Se hace a todos culpables para proteger a los verdaderos culpables.

Pero este discurso de la corrupción como patología social tiene también su profilaxis y su terapia. Se trataría entonces de ubicar el “mal”, aislarlo y proceder a su “curación”. Una sociedad que ha sido infectada de moralismo es una sociedad que tiende a bloquearse. Para salir de este bloqueo, y para generar el funcionamiento cíclico de aquella terapia que curaría el pathos social de la corrupción, la sociedad acude al ritual de la expiación, o quizá sea mejor decir, el poder acude a la victimización ritual.

En efecto, se trataría de una terapia que actuaría en el sentido de catarsis y de restauración de la unidad social que había sido afectada en el juego de la culpabilización de todos. El rito de la expiación acude en primera instancia a la exacerbación de los conflictos derivados de la corrupción hasta niveles casi de ruptura. En el momento de la ruptura aparece siempre una figura en la cual pueden condensarse todos los puntos de conflicto, todos los argumentos acusatorios. Esta figura que representa todo aquello que la sociedad considera como el “mal”, y debe ser sacrificada para que el “mal” sea eliminado, esa figura es el chivo expiatorio, es la víctima propiciatoria. Es la necesidad de una purificación social la que está en juego detrás de esta figura. Es la recomposición de los mecanismos de dominación y asignación de culpas y perdones desde el poder, lo que se trata de salvar. Esa víctima pone en cero el contador de la moral pública. Si todos somos culpables, el sacrificio ritual de esa víctima en realidad nos salva a todos. Todos, ahora, somos inocentes. El juego de la culpa puede empezar de nuevo. El poder se relegitima y la sociedad cree que ha hecho un acto que la purifica.

Es claro que se trata de un sacrificio simbólico, pero también es evidente que aparecen varios signos que caracterizan a las persecuciones rituales de las víctimas propiciatorias. Aparece allí la identificación entre el momento de ruptura social y la identificación de la figura supuestamente responsable de esta ruptura. Aparece también toda esa parafernalia de la persecución y de la construcción simbólica de la persecución, y sacrificio ritual.

Los ejemplos son variados, es Arnoldo Alemán, quien además y en una curiosa coincidencia con este juego de la víctima propiciatoria, como toda víctima ritual, se reclama como perseguido político. Fue también el ex vicepresidente ecuatoriano Alberto Dahik, quien también se consideró como un perseguido político. Es Menem en Argentina. Es Lino Oviedo en Paraguay, etc. En todos ellos siempre existe el argumento de la persecución como prueba de descargo y de deslegitimación del proceso que los acusó. Todos ellos fueron víctimas de un juego al que aportaron, protegieron y dieron en determinado momento su apoyo y sustento político. Dahik fue en su momento alto directivo de Transparencia Internacional. De verdugo pasó a víctima. Algo de lo más normal cuando se trata de una víctima propiciatoria. Para que el juego funcione, esta víctima siempre debe tener alguna relación con el poder, o ser parte del mismo poder.

Una vez que la sociedad participa en esa victimización y posterior sacrificio ritual, parecería que las causas que estuvieron a punto de provocar un grave conflicto social desaparecen, al menos momentáneamente. Sacrificada aquella figura que representaba toda la condensación de la corrupción, o del “mal”, el ciclo vuelve a empezar. Pero como fundamento inamovible de ese ciclo de victimización, ruptura, sacrificio ritual, catarsis y restauración social, subyace el discurso moralista de la lucha en contra de la corrupción. ¿Qué pasaría si es ese discurso, con sus Savonarolas y sus Torquemadas, el que alguna vez ocupe el sitial reservado a los perseguidos, y a las víctimas propiciatorias? ¿Qué pensarían los perseguidores actuales del Gran Inquisidor de Dostoyevsky?

II.- La moralización del discurso del desarrollo

Una segunda pretensión del discurso moralista de la corrupción tiene alcances más vastos en términos conceptuales, analíticos y normativos. Es un retorno a las teorías subjetivas y racistas del desarrollo, y en las cuales se asume que la pobreza está en la conciencia de las personas, o en su “idiosincrasia” y no en las condiciones históricas en las que éstas se desenvuelven, algo que en realidad está en el discurso de la ética protestante de Max Weber, como condición cultural para la modernización (la “ascesis dentro del mundo”), y que ha tenido una gran diversificación teórica, hasta aquellas que ontologizan la modernización.

Para esta nueva deriva del discurso de la corrupción y la moral, se pretende vincular las condiciones del subdesarrollo y de la pobreza con aquellas de la corrupción. Para la articulación de este discurso ha resultado clave el rol jugado por Transparencia Internacional.

En efecto, esta institución, que cuenta con el aval del gobierno americano, construye un Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) en base a encuestas a varios empresarios y líderes de opinión, y que tiene pretensiones normativas. En efecto, en virtud de este IPC, se articulan una serie de prescripciones sobre la ayuda al desarrollo, sobre la inversión, sobre la calificación del riesgo país, etc.

Es justamente gracias a este indicador que se puede articular la geopolítica de la ayuda al desarrollo desde los Estados Unidos con los diferentes países a los que pretende “ayudar”. Este indicador tiene un funcionamiento análogo a aquel indicador denominado “riesgo país”, y que ha sido desarrollado por las bancas de inversión para calificar el nivel de riesgo económico de cada país en el mundo. Detrás de ambos indicadores, que son concomitantes y correlativos a una misma estrategia de poder, subyace toda una serie de dispositivos de tipo político, discursivo y conceptual, que tienden a hacer tabula rasa de la soberanía de los países, legitimando una clara estrategia de intervención y dominio.

Es por ello que es fundamental moralizar al discurso del desarrollo. Es decir, hacer del desarrollo de un país un discurso y una práctica que previamente debe ser calificado por la calidad moral de sus habitantes, pero no en función de una ética que podría estar sustentada en el imperativo categórico kantiano, o en el principio de justicia de Rawls, o en una ética de la responsabilidad al estilo de K. O. Appel, o en un principio de responsabilidad como aquel que pregonaba Hans Jonas. En absoluto, se trata de una moralización sin ética, y en la cual el discurso de la corrupción actúa como un dispositivo conceptual que engrana de una parte una estrategia concreta de poder que es aquella de definir los contenidos que debe adoptar el desarrollo, con una política de intervención por sobre la soberanía de los países.

De ahí que Otto Reich, el Secretario de Asuntos Hemisféricos de Estados Unidos, pueda mezclar sin ningún tipo de reflexión previa, dos agendas aparentemente desconectadas entre sí. De una parte aquella agenda que prioriza la ayuda al desarrollo para los países pobres, y, de otra, la agenda política de la transparencia en el manejo de la administración pública. Esta deriva es relativamente nueva y se corresponde a toda una estrategia en la cual el rol de Eigen es fundamental. Es de recordar que Eigen era funcionario del Banco Mundial antes de dirigir Transparencia Internacional.

El objetivo es el de constituir a Transparencia Internacional en la institución referencial en cuanto a lucha en contra de la corrupción se refiera. Así como el Banco Mundial es ahora la institución que delinea, diseña, monitorea e impone una cierta visión del desarrollo, así TI podría constituirse como el punto de referencia obligado para articular normas, prácticas y marcos institucionales para luchar en contra de la corrupción.

Pero para lograr esta legitimidad, TI tiene que rebasar el ámbito moralista de su discurso. Denunciar a un empleado público por mal uso de fondos, o suscribir convenios suscitando a los Estados a que controlen el uso de recursos por parte de sus funcionarios, no constituye una base política que sirva para legitimar una acción más profunda y de más amplio alcance a nivel global. Es necesario que ese acto delincuencial de ese empleado público, por nimio que fuese, se sitúe dentro de un contexto más estratégico. Es necesario que se construya un discurso nuevo para dar a TI el alcance político que se pretende. De no existir este nuevo discurso, TI no podría imponer su Índice de Percepción de la Corrupción, como un esquema prescriptivo, además que correría el riesgo de la banalización.

La forma por la cual TI logra sustentar sus prácticas de intervención geopolítica están en la vinculación, totalmente arbitraria por lo demás, que realizan entre la corrupción y el desarrollo. Es esta nueva interpretación del desarrollo la que se revela como un contexto estratégico en el cual puede situarse aquel acto delincuencial del empleado público. Ahora ese acto adquiere otra significación. Ese empleado público que roba los recursos del Estado, en realidad está limitando las condiciones del desarrollo de su país. Es decir, la pobreza, el desempleo, la crisis, ya no están causadas por condiciones estructurales y por una injusta distribución del ingreso. En realidad, su causa está en esa mentalidad proclive a lo delincuencial de los pobres (son casi ontológicamente corruptos), está en los enormes recursos que se despilfarran por vía de la corrupción.

No se trata en absoluto de la veracidad de este discurso. Puede ser que efectivamente exista (y de hecho existe), un enorme drenaje de recursos públicos vía actividades corruptas. En realidad, se trata de buscar un sustento de tipo político y estratégico a una institución determinada, en este caso, Transparencia Internacional. Si no fuese por esta arbitraria relación entre subdesarrollo y corrupción, TI no tendría el peso político que tiene, ni tampoco podría reclamarse como un interlocutor necesario para definir las condiciones de la ayuda al desarrollo.

TI está en pleno proceso de construcción institucional, discursiva y política. Tiene el apoyo del departamento de Estado norteamericano, tiene el aval de las multilaterales, tiene la bendición del Foro de Davos, tiene además los recursos necesarios para consolidarse al largo plazo. Su presidente es muy conocido en los ámbitos de poder de la clase política norteamericana. La agenda de TI comienza a ser inscrita en las agendas de otros países. Ahora es muy frecuente la moralización del discurso del desarrollo como un argumento que se utiliza para caracterizar a los países pobres.

La lista de aquellas instituciones que metodológicamente contribuyen a formular el IPC es bastante reveladora de las intencionalidades políticas de TI, efectivamente, allí constan: el Banco Mundial, Pricewaterhouse (actualmente implicada en escándalos financieros), el Foro Económico Mundial (también llamado Foro de Davos), que ha sido duramente cuestionado por la sociedad civil mundial en los eventos anti globalización, Universidades Americanas (se menciona a la Universidad de Wisconsin), etc.

Obviamente, TI ha hecho mutis camino al foro en los recientes escándalos de corrupción: Enron, Arthur Andersen, Tyco, Parmalat, y un largo etc. En esta época de escándalos financieros, TI ha optado por un perfil bajo y por trabajar aspectos de su metodología política en la vinculación entre corrupción, desarrollo y democracia. Afortunadamente para TI, cuenta con la ayuda de varios think tanks, como Huntington, Fukuyama. Crozier, Watanaki, etc., y la Comisión Trilateral, la Freedom House, la Rand Corporation etc. Gracias a esta ayuda, TI dispone de conceptos claves, como aquel de gobernabilidad, para vincular la corrupción, la democracia y el desarrollo.

Regresando a nuestro epígrafe, hay una frase de Otto Reich cuya interpretación es clave: hay que luchar en contra de la corrupción “... porque es el principal obstáculo para la democracia y el desarrollo económico”: aquí también hay una proceso que debería ser analizado y creo que cumple un papel fundamental TI. No solo que se vincula la corrupción al subdesarrollo, sino también a la democracia. La corrupción afecta tanto al desarrollo como a la democracia, ¿en qué las afecta? En el caso del desarrollo limitando y desviando los recursos entregados como ayuda al desarrollo, ¿y en el caso de la democracia? Debilitando el contrato social. Entonces se asume que la lucha en contra de la corrupción fortalecería al desarrollo y a la democracia.

De ahí que las pretensiones con respecto a TI sean de vasto alcance. Se busca la legitimidad suficiente para que TI pueda incluso arbitrar en procesos políticos en nombre de la lucha en contra de la corrupción. En una primera instancia se busca posicionar a TI, al nivel de algo que podría llamarse como una “multilateral de la moral” (de la misma manera que el Banco Mundial es la multilateral del desarrollo). El mecanismo de posicionamiento es su índice IPC. La manera de fortalecer a TI y otorgarle una fuerza normativa es vinculando este IPC con decisiones tomadas desde el Departamento de Estado norteamericano en cuanto a la ayuda al desarrollo e incluso a la adopción de medidas económicas por parte de aquellos países que reciben esta ayuda al desarrollo.

Una vez posicionada, estructurada y consensuada la legitimidad de TI se buscaría ampliar el ámbito de influencia de TI a un nivel estrictamente político, convirtiéndola también en la “multilateral de la democracia”. Es necesario, entonces, articular una táctica de transición, esa táctica está en la moralización de la democracia. ¿Qué significaría esta moralización a la democracia? ¿qué procesos comprendería?

TI está en pleno proceso de armar esta táctica, de sustentar estos procesos, de argumentar estas posiciones. TI está buscando los mecanismos ideológicos y simbólicos que le permitan pasar de la crítica a las condiciones del desarrollo, a la crítica a la gobernabilidad democrática basados en la lucha en contra de la corrupción.

Precisamente dentro de esta línea de interpretación nace la vinculación de dos campos teóricos, de una parte la teoría del buen gobierno, cuya representante principal para el pensamiento conservador americano es Samuel Huntington, y, de otra parte, la teoría de la corrupción en la versión de TI. La vinculación entre gobernabilidad y corrupción es el paso que TI tiene que argumentar y sustentar para posicionarse dentro de las prácticas políticas que califican a la democracia en los países no industrializados.

Hay algunos intentos en este sentido. Están las declaraciones de Eigen en la reciente cumbre del Desarrollo Sustentable de Johannesburgo, en el cual establece: “... El buen gobierno y la transparencia son factores indispensables para el desarrollo sostenible”. Así, al tiempo que se busca una legitimidad para el índice IPC, se buscar una sustentación de tipo político e ideológico para una vinculación entre este índice y la gobernabilidad.

No sería nada raro, entonces, que TI de aquí en algún tiempo nos proponga algo así como un índice agregado de gobernabilidad y corrupción, ¿cómo lo llamarían? Quizá lo denominen como Índice de Buen Gobierno y Lucha en Contra de la Corrupción, o Índice de Gobernabilidad y Transparencia (¿IGT??), o algo por el estilo. Y es también casi seguro que una vez construido este nuevo Índice, TI nos proponga una jerarquización de países a la vez que transparentes, con altos niveles de gobernabilidad[3].

Y, siguiendo dentro de la misma hipótesis, no sería nada raro que el Departamento de Estado norteamericano, condicione políticas de ayuda, tratamientos arancelarios preferenciales, o cualquier otra estrategia, a este nuevo índice de TI. Pero la idea de fondo es que TI quede posicionada dentro de un campo nuevo y que le abre muchas posibilidades a nivel normativo. El campo de la democracia, como un campo de disputa de sentidos en el cual TI va a imponer una visión moralista que a la larga se va a imbricar a la geopolítica norteamericana. En un futuro quizá no solo que se vincule la ayuda al desarrollo a la lucha en contra de la corrupción, sino incluso a las políticas que en nombre del buen gobierno sean obligados a adoptar los Estados. No se necesita de mucha imaginación para saber que esas políticas de buen gobierno coincidan plenamente con la agenda del Consenso de Washington.

De todas las estrategias, ésta representada por Transparencia Internacional, es la más peligrosa y la de mayores pretensiones de tipo analítico, conceptual y normativo. Si se quiere, Transparencia Internacional genera las bases de tipo epistémico y axiológico sobre las cuales se fundamentan las políticas de intervención de los Estados Unidos amparadas en el pretexto de la lucha en contra de la corrupción. De ahí la coincidencia en los términos entre Peter Eigen y Otto Reich. Ambos representan dos caras de una misma moneda.

III.- Utilización estratégica y la moralización de la crisis

Sobre estas pretensiones analíticas y normativas se ha articulado una tercera interpretación de la corrupción que puede ser calificada de estratégica. Esta acción estratégica se sitúa a dos niveles: a un nivel de discurso político tiende a hacer de la clase política la víctima propiciatoria de la imposición del modelo neoliberal. El caso más evidente es Argentina. En efecto, para los argentinos la culpa de la crisis no la tiene la aplicación del modelo y su inflexible tipo de cambio basado en la convertibilidad de la moneda. Para ellos, en realidad la crisis económica y el fracaso del modelo está en la corrupción de la clase política.

Aquí la corrupción sirve como un operador del discurso político en el sentido en el que permite la construcción de un imaginario social que funciona con la misma lógica de la víctima propiciatoria y el pathos social. La corrupción permite que el modelo económico neoliberal sea exculpado o relativizado. En virtud de que se ha posicionado el discurso de la corrupción como una patología social, el ciclo se cierra con el sacrificio ritual de la víctima expiatoria, en este caso es la prisión y posterior exilio voluntario del ex Presidente Menem.

Entre Menem, mascarón de proa de la corrupción y el resto de la sociedad media la clase política. La crisis continúa después de ese sacrificio ritual, de esa expiación social que fue el breve encarcelamiento del ex Presidente Menem, y no solo que continúa sino que cobra sus primeras víctimas en el Presidente De la Rúa quien tiene que renunciar frente a la gravedad de la situación económica y política. Los medios de comunicación, líderes de opinión, editorialistas de prensa, actúan en una segunda fase haciendo de toda la clase política el culpable de la crisis no por su errática conducción económica sino por la corrupción de la que hace gala.

La clase política argentina ocupa el lugar de Menem. En el imaginario social se ha posicionado la idea de que la corrupción de esa clase política ha conducido al país a la ruina. Así el discurso de la crisis no solo que se despolitiza sino que pierde toda referencialidad económica. Se asumirá que el fundamento de la crisis en realidad es moral.

Esta moralización de la crisis permite de una parte que no se discuta, debata o analice el modelo económico implantado. Todas aquellas medidas de corte neoliberal que se impusieron durante la época Menem, que incluye la privatización de los sectores públicos (que fueron privatizados utilizando precisamente el discurso de la corrupción y de la eficiencia), la desregulación de los mercados, la apertura de la cuenta de capitales, la liberalización de los mercados, la desregulación a los flujos de capital, y que son parte de aquello que se conoce como el Consenso de Washington, no forman parte del debate sobre la crisis argentina. Todas esas medidas de corte neoclásico gracias a ese proceso de moralización de la crisis y de asignación de culpas a la clase política argentina, puede escurrir el bulto, puede salvarse de la crítica. En realidad, se opera un proceso político en virtud del cual el discurso de la corrupción se convierte en el principal argumento para exculpar de errores a la aplicación del modelo.

Esta exculpación al modelo neoliberal hecha gracias a la moralización del discurso de la crisis económica argentina, sirve de cobertura de protección política al Fondo Monetario Internacional, una de las instituciones más controversiales y criticadas en el momento actual. De esta manera el FMI puede mantener su legitimidad que le sirve de cobertura política al momento de negociar la imposición de medidas económicas a cualquier otro país. La moralización de la crisis argentina permite cerrar la brecha a un posible cuestionamiento de las medidas aplicadas por el FMI.

El caso argentino es un caso paradigmático, en primer lugar por la importancia económica del país para toda la región, en segundo lugar porque ha sido el país que con mayor rigor ha aplicado todas las medidas sugeridas e impuestas por el FMI, al extremo de que en un momento determinado el FMI consideró a la Argentina como su “mejor alumno” en cuanto a la aplicación de medidas económicas, en tercer lugar por la amplitud del desastre económico que causaron precisamente esas recomendaciones del FMI, en cuarto lugar por la emergencia de una corriente decididamente antineoliberal en los países vecinos, principalmente Uruguay y Brasil.

Es por ello que el FMI no podía arriesgar su capital político suscribiendo responsabilidad alguna con la crisis argentina. Para el FMI, el fracaso de la crisis estuvo en aquel manejo corrupto que hicieron Menem y su ministro Domingo Cavallo de la economía del país. Así, logran protegerse de las críticas, pero, quizá lo más importante, pueden lavarse de las críticas y de las responsabilidades por la crisis argentina y emerger con un poder y una legitimidad intactas para imponer las mismas medidas en otros países de la región. La lucha en contra de la corrupción actúa como catarsis del sistema y mecanismo de expiación de sus fracasos Según esta interpretación el sistema económico del ajuste, la modernización neoliberal y la privatización, no han tenido éxito básicamente por la corrupción de la que fueron objeto

Lo mismo para el caso Montesinos en Perú, el caso Mahuad en Ecuador, el caso Collor de Melo, en Brasil, etc. De ahí la importancia de que los procesos de privatización sean transparentes. Tal es la propuesta normativa. La corrupción brinda un soporte moralista que se revela como importante políticamente dado el tremendo desgaste que han tenido la aplicación de las políticas de ajuste en América Latina. De ahí también el compromiso de las multilaterales (BID, FMI, Banco Mundial, etc.) por financiar programas de lucha en contra de la corrupción.

En un segundo nivel de esta moralización de la crisis lo ejemplifica el caso venezolano. Hasta ahora la lucha en contra de la corrupción como operador político, no había sido utilizada en todo su potencial en la crisis venezolana. Allí, los medios de comunicación han tomado partido abiertamente y han hecho su causa el derrocamiento del Presidente Hugo Chávez. Los medios de comunicación, conjuntamente con los gremios de la producción y ciertos sindicatos, tratan de llenar el espacio vacío que se generó con el colapso de la tradicional clase política venezolana.

No olvidemos que el discurso de la antipolítica tenía un fuerte componente moral en su crítica a las élites políticas. El mismo Chávez utilizó el discurso de la moral para delimitar el campo de acción de la clase política venezolana como paso previo a su liquidación. Es por ello que haya mediado cierto tiempo hasta que este discurso pueda reconstituirse desde otras prácticas políticas, en especial desde la oposición a Chávez.

Es dentro de esa perspectiva que hay que entender al libro: “La corrupción en tiempos de Chávez”, de Agustín Beroes, quien además, y este es un dato significativo, es periodista del diario El Nacional.

Se trata, dentro de la deriva de la corrupción como discurso que funciona como dispositivo político, de una utilización directa y de una reapropiación del discurso de la lucha en contra de la corrupción. La propuesta de Beroes debe ser interpretada a varios niveles:

  • Como un argumento político que tiende a legitimar a la oposición, en el sentido de que la lucha de la oposición se presenta como una lucha justa en términos éticos. Se trataría en definitiva de luchar en contra de un gobierno que además de autoritario es corrupto.

  • Como un argumento axiológico: desde la moral es imposible no apoyar a la oposición (es la lógica maniquea del que no está en contra de la corrupción es por definición corrupto)

  • Como un primer intento de reapropiación del discurso de la moral: se trataría de marcar distancias con el discurso de la antipolítica, esta reapropiación implica también una resignificación política del discurso de la corrupción.

La lucha en contra de la corrupción es uno de los discursos de poder más difíciles de desmontar y a los cuales oponerse. La axiomática de la virtud restringe una analítica del poder. No es casual el hecho de que desde esa axiomática, que no tiene nada de ética, se intente una perspectiva de construcción política para el poder. Por definición hay que luchar en contra de la corrupción, pero las fronteras son ambiguas. El poder tiene que neutralizar en primer lugar el alcance de lo que significa la corrupción. Porque dentro de esa noción bien puede caber la misma acumulación del capital y la misma noción de plusvalía como un acto de robo, de despojo. Proudhon alguna vez decía que la propiedad es un robo. Marx siempre consideró que esa era una posición ingenua. Es claro que la propiedad por definición es un robo, pero quedarnos allí significa un riesgo, aquel de despolitizar el discurso, y por tanto aquel de limitar las posibilidades de transformación de nuestra historia. Marx apostó a una dialéctica histórica que le permita comprender cómo operaba la acumulación del capital, sabiendo que la propiedad del capital se basaba en el pillaje, en la extorsión, en el crimen, en el abuso, en el despojo, en la arbitrariedad, vale decir, en la corrupción.


[1] Ver por ejemplo: Governance, Corruption, & Economic Performance. Editors: George T. Abed and Sanjeev Gupta, 2002 International Monetary Fund, September 23, 2002

[2] El “Consenso de Washington” definiría la convergencia hacia una “agenda mínima” de las multilaterales internacionales, como el FMI y el Banco Mundial, y regionales como el BID (Banco Interamericano de Desarrollo), o incluso la CAF (Corporación Andina de Fomento); agenda estructurada bajo parámetros establecidos, en lo fundamental, por el Departamento de Estado Norteamericano.

En esta agenda mínima, constarían al menos diez puntos básicos: (1) disciplina fiscal; (2) reorientación en la prioridades del gasto público; (3) reforma fiscal; (4) liberalización de las tasas de interés; (5) competitividad de los tipos de cambio; (6) liberalización y apertura comercial; (7) liberalización de los flujos de inversión extranjera directa, y de los flujos de capital; (8) privatización; (9) desregulación; y, (10) seguridad jurídica

El Consenso de Washington busca desarmar, desestructurar, desmontar el contrato social erigido bajo el esquema del Estado de Bienestar (Welfare State), y su correspondiente modelo económico. Ver: Dávalos, Pablo: FMI y Banco Mundial. La Estrategia Perfecta. ALAI web site: www.alainet.org. Ver también: Williamson, John: The Washington Consensus and Beyond. Senior Fellow, Institute for International Economics. Economic and Political Weekly. Copyright Institute for International Economics, 2001.

[3] El mismo FMI ya está trabajando en ello, en efecto: “The term governance, as generally used, encompasses all aspects of the way a country is governed, including its economic policies and regulatory framework. Corruption is a narrower concept, which is often defined as the abuse of public authority or trust for private benefit. The two concepts are closely linked: an environment characterized by poor governance offers greater incentives and more scope for corruption. Many of the causes of corruption are economic in nature, and so are its consequences—poor governance clearly is detrimental to economic activity and welfare. Because of their economic nature, issues related to governance and corruption often fall directly within the mandate and expertise of the IMF.” FMI: The IMF and Good Governance. A Factsheet. August 31, 2002. Web-site: http://www.imf.org/external/np/exr/facts/gov.htm

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