Tragedia en Haití

14/01/2010
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Eran las 7: 19 de la mañana del 19 de septiembre de 1985. Un terremoto de 8. 2 grados en la escala de Richter con epicentro en Michoacán, estremeció a la ciudad de México –aunque sus efectos se sintieron también en otros estados de la república. Todo era confusión. En Tlatelolco, donde reside quien esto escribe, una gigantesca nube de polvo aparecía en pleno Paseo de la Reforma, como resultado del desplome de dos de los tres módulos del edificio Nuevo León. Era como una pesadilla que se repetía en otros puntos de la ciudad, en particular, en la zona central. Sin embargo, fue el recuento de los daños que hizo Jacobo Zabludovsky, el que ayudó a tomar conciencia sobre la magnitud del desastre. Era un escenario dantesco.
 
La respuesta inicial de las autoridades, incluso al punto de decirle al mundo que “todo estaba bajo control” hace recordar, toda proporción guardada, el incidente de la planta nuclear de Chernóbil del 26 de abril de 1986, cuando la comunidad internacional, encabezada por Suecia, pedía explicaciones a la entonces Unión Soviética, por el incremento de la radiactividad en la región, mientras el gobierno de Mijaíl Gorbachov guardaba silencio. En el caso de México, justo a medio camino de la llamada década perdida, el gobierno de Miguel de la Madrid tuvo que retractarse y pedir ayuda al mundo, ante la imposibilidad de responder, con recursos propios, a la tragedia.
 
Sin embargo, algo bueno resultó de ese terrible episodio: la sociedad civil, ante la negligencia de sus gobernantes, comenzó a organizarse para ayudar en todo tipo de tareas: atención a los heridos, rescate de las personas atrapadas en los escombros, apoyo sicológico, acopio de alimentos y agua para los damnificados, etcétera. La solidaridad –no la que con fines políticos exaltó Carlos Salinas de Gortari durante su administración- afloró, y en medio de la catástrofe, los mexicanos aprendieron una lección: podían actuar ante la parálisis y la corrupción de las autoridades. Y es a partir de ese momento que en México comienzan a prosperar organizaciones de la sociedad civil y diversas entidades no gubernamentales, abocadas a tareas muy loables.
 
El tema viene al caso por la situación que está viviendo Haití a raíz del devastador terremoto de 7. 3 grados en la escala de Richter, que destruyó, según se sabe, gran parte de la capital del país caribeño el pasado martes 12 de enero. Dicen que se trata del sismo más intenso registrado en la zona y por ahí cuentan que desde 1770 no ocurría algo así en esa parte del mundo. Las imágenes que difunden los medios sobre lo ocurrido, han estremecido a la comunidad internacional –México incluido-, la que parece estar reaccionando con prontitud y celeridad. Y es que Haití vive una doble tragedia: la del desastre natural ya citado y la de la pauperización extrema –es el país más pobre del continente americano, con niveles equivalentes a los que padecen numerosas naciones del África subsahariana-, situación ésta última, que agrava la de por sí catastrófica situación.
 
Haití puso la muestra al independizarse de Francia a principios del siglo XIX, sentando las bases para los movimientos anti-coloniales en el resto del continente. Claro que Haití pagó un precio muy alto por su atrevimiento y las grandes potencias se encargaron de estrangular económicamente al país. Haití fue tan importante para Francia, que en el siglo XVIII ésta derivaba de su colonia antillana la tercera parte de toda su riqueza gracias a la explotación azucarera. En otras palabras, Haití fue saqueado, y esa es la razón por la que buscó su autonomía. Pero una vez que los haitianos obtuvieron la independencia, las potencias se aseguraron de adquirir el azúcar que necesitaban del Caribe inglés y español.
 
Con esa situación económica tan precaria, Haití ha presenciado innumerables golpes de estado. La corrupción de sus gobernantes es ancestral y muchos de los presidentes haitianos siempre serán recordados por su enriquecimiento y lujos excesivos a costa del pueblo haitiano, destacando, por supuesto, Francois Duvalier, mejor conocido como “Papa Doc”, quien gobernó al país de 1957 a 1971 -aunque en 1964 se pronunció como “Presidente vitalicio”- cuyas acciones para perpetrarse en el poder y eliminar a cualquier opositor, rayaron en el terrorismo de estado.
 
La corrupción de sus gobernantes, sin excepción, contribuye inexorablemente a la pobreza de la población. Así, el país ha sido motivo de diversas misiones de mantenimiento de la paz auspiciadas por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para ayudar a la estabilización y apoyar la solución de sus problemas para subsistir. No es de sorprender entonces que cuando un desastre natural como el fuerte terremoto del 12 de enero tuvo lugar, las autoridades haitianas sean incapaces de dar siquiera palabras de aliento a la atribulada población, amén de que entre las numerosas víctimas figuran nacionales de diversos países que han estado trabajando en tareas humanitarias para la ONU y otras organizaciones internacionales en territorio haitiano.
 
Esa es la razón por la que la batuta en el aprovisionamiento de la asistencia humanitaria la está asumiendo Estados Unidos en mayor medida, y también la ONU, porque ambos reconocen que Haití se parece peligrosamente a lo que ha dado en llamarse Estado fallido, y si no coordinan ellos el proceso de la ayuda, entonces se generará una situación aun más caótica a medida que pasen los días y los haitianos se encuentren sin hogar, sin trabajo, y sin comida –en 2008, por ejemplo, el Primer Ministro fue depuesto ante el incremento en los precios de los alimentos y la ola de protestas de parte de la población.
 
Así las cosas, parecería que lo sucedido en Haití podría tener dos desenlaces, uno medianamente positivo y otro escalofriante. El primer escenario sería uno en el que, vista la parálisis gubernamental para aliviar las carencias de la población, ésta se organice y comience a construir un nuevo pacto social que contribuya a democratizar al país –toda proporción guardada, como lo sucedido en México tras el terremoto de 1985. El segundo escenario –y el más plausible- sería el de la crisis total, alimentada por el caos social, político y económico que el terremoto sólo ayudará a agravar. Ya se está mencionando, por parte de los especialistas, que tomará por lo menos cinco años, si no es que más, reconstruir Puerto Príncipe. Sin embargo, no parece que la sociedad haitiana pueda esperar tanto.
 
Por cuanto hace a la declaración del Presidente Felipe Calderón a propósito del terremoto en Haití, convocando a los mexicanos a cerrar filas para apoyar a la atribulada nación, pocas veces ha habido una reacción tan emotiva respecto a un suceso en el exterior, al menos de parte de los gobernantes más recientes. Cierto, el Caribe es la tercera frontera de México y paradójicamente es una zona olvidada por la política exterior del país. Con todo, es políticamente correcto –y humanamente necesario- ayudar a Haití, pese a que el año pasado, los haitianos no recibieron a un barco mexicano que les llevaba ayuda humanitaria, por temor a contagiarse por la influenza. “No hay fijón” parece decir el Presidente Calderón, y por lo tanto, le tiende una vez más la mano a Haití en función de las posibilidades que tiene México. Al margen de que Haití se convertirá en un botín político por parte de los países que le están brindando ayuda, hay algo cierto en las palabras del Presidente Calderón: todas las naciones están expuestas a los desastres naturales.
 
Pero, ¿por qué no ir más allá, y en lugar de tratar de resucitar al niño que se ahogó en el pozo, no se trabaja más en la prevención? Cuba no es el país más rico de la zona. Sin embargo, tiene una preparación envidiable en materia de desastres naturales, y cuando han golpeado a la ínsula, ésta ha salido muy bien librada. Así que lo sucedido en Haití es una oportunidad para trabajar en la preparación y la prevención de cara a los desastres naturales, porque son mucho más devastadores y frecuentes que esa “amenaza terrorista” en cuyo combate se gastan miles de millones de dólares cotidianamente. Que quede claro: el terremoto que devastó a Puerto Príncipe, no fue obra de al-Qaeda.
 
- María Cristina Rosas es Profesora e investigadora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México
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