FF.AA: Entre el "ajuste" neoliberal y los nuevos roles

26/06/1996
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En el período postmuro, la crisis "misional" y de identidad no solo afecta a las organizaciones sociales o políticas de América Latina sino a las propias fuerzas armadas latinoamericanas que buscan un reacomodo de sus concepciones y prácticas en el contexto de la globalización y los acuerdos regionales.

La lucha anti-comunista, inspirada y apadrinada por Estados Unidos, fue, por muchos años, una de las razones de ser y de existir de los militares. Pero cuando se alejó del horizonte el supuesto "peligro comunista" perdió también sustento la doctrina de la seguridad nacional, que fue invocada por los mandos militares en cuartelazos y golpes de Estado, y sirvió de justificativo para cometer las más graves violaciones a los derechos humanos a pretexto de combatir la subversión y el enemigo interno.

También les llega el "ajuste"

Ahora los militares viven una crisis innegable pues al factor antes mencionado, hay que agregar que en el marco de la reducción del tamaño y las competencias del Estado, algunos ejércitos han sido afectados. El ajuste neo liberal considera al gasto militar como un obstáculo para el crecimiento económico. Si comparamos el período 1972¬1985 con el período 1986-1990, este gasto disminuyó en forma vertiginosa de un 21.6 del PIB a un promedio del 1,94%, según el estudio "Dividendo por la paz, recortes en el gasto militar y crecimiento económico", preparado por expertos del FMI.

En Argentina, el ejército decreció de 140.000 efectivos en la década del 80 a 75.000 en la década del 90, en tanto que el gasto militar se redujo del 2,9 en 1985 al 2,4 del PIB en 1993. En Chile, igualmente, el número de efectivos se redujo de 127.000 a 93.000 efectivos permanentes hoy día.

Países que tienen conflictos armados internos, problemas fronterizos no resueltos o de otro tipo aún siguen destinando ingentes recursos a los gastos de defensa. En este caso estarían Nicaragua, Cuba, Perú, Ecuador, Colombia, Chile, México.

En el caso del Ecuador, los gastos de defensa aumentaron de 1,8% del PIB en 1985 a 3,8% en 1993, debido a los incidentes fronterizos con Perú. En este último país, el presupuesto militar sigue siendo alto, aunque ha disminuido del 4,5 % del PIB en 1985 al 3,8% en 1992. Cuba, luego de la caída del Muro, ha bajado vertiginosamente su gasto militar de un 9,6% en 1985 a un 3,7%, aún cuando persiste la hostilidad de Estados Unidos.

Los procesos de globalización y la formación de mercados subregionales (TLC, MERCOSUR, Mercado Común Centroamericano) tienden a disminuir el papel de los militares como custodios de las fronteras y soberanías. Igualmente, los procesos de privatización también han afectado a algunas empresas controladas por los militares, aunque en otros casos, las fuerzas armadas han mantenido la administración y propiedad de sus instituciones e incluso se han expandido a nuevas áreas económicas.


La intervención de los militares en los conflictos internos -con su secuela de muertes extra-judiciales, torturados y desaparecidos- todavía no se borra de la memoria de los pueblos y constituye un factor de desgaste y desprestigio que todavía pesa. Por ello no debe llamar la atención, que en Honduras y Argentina se haya abolido el servicio militar obligatorio, y que en Guatemala un 76.5% de ciudadanos se haya pronunciando por la reducción o abolición del ejército de ese país, según una encuesta divulgada en Costa Rica, por la Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano.

La política estadounidense

Estados Unidos ha introducido algunas variantes en su relación con los ejércitos latinoamericanos. Es indudable que continúa manteniendo una posición hegemónica, y ejerce una fuerte influencia en las fuerzas armadas en la redefinición de sus agendas, sobre todo en la línea de situar a la lucha anti-drogas como un problema de seguridad nacional.

La ayuda militar estadounidense ha disminuido hacia Centro América, una vez que se han puesto en marcha los procesos de pacificación, y en cambio ha aumentado a los países andinos y a México en función de la lucha contra las drogas.

Desde Washington, además, los militares han recibido una señal inequívoca: los golpes de Estado ya no tienen cabida y no contarán con su apoyo, como en décadas pasadas. Esto quizá se demostró recientemente en Paraguay, durante la intentona golpista del general Lino Oviedo, en la que la embajada estadounidense jugó un papel protagónico en el sostenimiento del presidente Juan Carlos Wasmosy.

Estados Unidos quisieran ver en América Latina una especie de guardias nacionales que garanticen el orden interno, las inversiones y los procesos de apertura comercial y no enormes ejércitos que manejen armamento y tecnologías de punta (para eso están ellos).

Pero, por lo demás, la actitud de este país sigue en la misma tónica intervencionista de siempre: extiende certificados de "buena conducta" a quienes cumplen a cabalidad con sus programas antidrogas; ha invadido Panamá y Haití -con el aval de las Naciones Unidas- y continúa la "guerra fría" contra Cuba, obedeciendo a presiones internas de la colonia cubano-americana.

El reciente despliegue de 7.500 soldados de Estados Unidos en el Golfo de Darién (Panamá) para llevar a cabo la lucha anti-drogas, constituye el inicio de operaciones a gran escala, que podrían extenderse a otros países de la región.

Nuevos roles

En estas condiciones, se produce el repliegue y reacomodo de las Fuerzas Armadas. Es innegable que en la mayoría de países, éstas todavía ejercen una fuerte influencia sobre el poder civil, y buscan preservar su autonomía, su presencia en la sociedad y su pedazo en el pastel presupuestario.

Los militares asumen funciones y tareas que corresponden a la órbita de las organizaciones civiles y no gubernamentales, como la reforestación y los proyectos medioambientales, la ayuda en desastres naturales y las acciones cívicas.

Las fuerzas armadas se autoasignan, a menudo, el rol de garantes del orden interno y la seguridad pública, que comúnmente han estado en manos de la policía, según anotan Marián Hens y José Antonio Sanahuja en su artículo "Seguridad, conflictos y reconversión militar en América Latina" (Revista Nueva Sociedad 138, julio-agosto 1995).

El justificativo es que la delincuencia ha crecido vertiginosamente y que las fuerzas policiales son cada más insuficientes. Asimismo, en algunos casos, los militares intervienen en la represión a las movilizaciones y actos de protesta de los grupos sociales afectados por los programas de ajuste.

En países en los que subsisten conflictos fronterizos (más de una decena en la región), las fuerzas armadas revalorizan su papel de defensoras de la integridad territorial y la soberanía, y pueden llegar incluso a guerras limitadas como la de Ecuador y Perú, en enero de 1995. Según la valoración que hacen Hens y Sanahuja, este conflicto "ilustra cómo las fuerzas armadas pueden reactivar estas disputas para mantener su autonomía, atraer la atención de los gobiernos y la opinión pública, justificar el mantenimiento del gasto de defensa en tiempos de austeridad fiscal, y en suma revalorizar su existencia como institución".

Otro objetivo que se han propuesto cumplir los ejércitos es el de velar por la unidad nacional en países como Guatemala, México, Ecuador, Perú o Bolivia en los que las reivindicaciones indígenas de pluriculturalidad y autonomía son consideradas como una amenaza a la seguridad del Estado.

De manera incipiente, los ejércitos de la región han participado en misiones asignadas por la ONU en escenarios de confrontación como la ex- Yugoslavia, el Golfo Pérsico, Angola, Mozambique, Chipre, Haití, El Salvador.

Pero la misión fundamental de las Fuerzas Armadas es la lucha contra el tráfico de drogas, que en algunos casos ha sido asumida como un problema de seguridad nacional. La evaluación que se hace de esta intervención, sin embargo, es desalentadora pues el narcotráfico no ha disminuido, mientras tanto la corrupción va en aumento, a medida que los bajos ingresos de los militares los hace susceptibles a los sobornos de los narcotraficantes.

La discusión sobre el papel y la misión de las fuerzas armadas, a menudo se ha dado al interior de los estamentos militares, comúnmente en un ambiente de secretismo. Pero este asunto, así como los relativos a la seguridad interna y externa deberían ser objeto de un debate democrático, en el que participen los principales actores sociales, políticos y económicos de nuestros países.

Como señalan Hens y Sanajuha, los verdaderos problemas de seguridad que tiene la región, como son la pobreza, la desigualdad, el deterioro ambiental y la exclusión social no pueden ser resueltos por medios militares. Incluso el combate al narcotráfico requiere enfoques alternativos que superen la visión jurídico-represiva y lo ubiquen más bien como un problema de salud y educación.

Publicado en el Servicio Informativo, Nº 235, ALAI, 27- 06-1996, Quito.

https://www.alainet.org/es/active/23236
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