Plurinacionalidad o interculturalidad en la constitucion?

25/03/2008
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Resumen

La Plurinacional es un concepto ambigüo y de menor alcance que la Inteculturalidad, por tres razones principales: (i) la Plurinacionalidad solo reconoce la diversidad, pero no enfatiza la unidad en la diversidad; (ii) induce al estado a tratar a los pueblos indígenas como minorías nacionales, y no transforma de manera activa a toda la estructura racista, excluyente, inequitativa y monocultural dominante; y (iii) la plurinacionalidad es parcialmente aplicable a zonas con territorios habitados por un solo pueblo, pero es inaplicable a territorios fluidos, que son la mayoría en el Ecuador, en donde conviven diversos pueblos y ciudadanos/as.

A diferencia de la Plurinacionalidad, el alcance y precisión de la Interculturalidad permiten una salida de largo plazo para el país, porque: (i) la Interculturalidad reconoce al mismo tiempo, el derecho a la diferencia y la diversidad, pero enfatiza la necesidad de construir la unidad, reconociendo y estableciendo instituciones y mecanismos que posibiliten el encuentro creativo y equitativo entre los diversos; (ii) la interculturalidad no permite que los pueblos indígenas sean tratados como minorías, a las que se les entrega una parte minúscula del estado, sino atraviesa a todas las normas, instituciones y prácticas del país; (iii) la interculturalidad permite un tratamiento flexible a las distintas formas de la diversidad, porque aplica tanto a los territorios en los que vive un solo pueblo (por ejemplo una comuna, o un territorio delimitado, como el de los awa), así como a territorios compartidos (la ciudad de Quito, Latacunga u Otavalo), donde se reconoce el estatuto “étnico” de un ciudadano que así lo reclamare; pero en ambos casos (territorios habitados por un solo pueblo o territorios compartidos), la interculturalidad promueve el conocimiento, la convivencia, la equidad y la acción creativa entre los diversos; y (iv) la interculturalidad ofrece una salida a los pueblos afrodescendientes (la mayoría de los cuales no viven en territorios específicos) y a los mestizos (cuya identidad está bloqueada por haberse construido como una contraimagen del indio), para encontrar elementos de unidad con el mundo indígena, y convertir al problema de la construcción de la nación incluyente, en un problema de todos y no solo de los indios.

Argumentos

i. La complejidad del reto para la nueva Constitución

Al iniciar el nuevo milenio, recién comenzamos a tener conciencia plena de algo que parecería tan obvio: la enorme diversidad y conflictividad del espacio ecuatoriano. Diversidad, por donde se la mire: un espacio con múltiples ambientes naturales, megadiverso como sabemos hoy, con diversas identidades regionales y locales y un abigarrado conjunto de pueblos, etnias y culturas en constante cambio y adaptación. Conflictividad no resuelta y agravándose: una población sumamente heterogénea en los étnico, social y cultural; con increíbles diferencias económicas entre las elites y los subalternos; marcada por profundas formas de exclusión y dominación; por enormes brechas rural-urbanas, de género e intergeneracionales; con creencias, opiniones y cosmovisiones del mundo diferenciadas y en conflicto.

Pero este no es el principal descubrimiento. Es apenas una confirmación de algo que bullía como volcán, frente a los oídos sordos y displicentes de la mayoría de ecuatorianos. El principal aporte de nuestra generación, lo nuevo que comienza a crecer lenta pero sostenidamente es la convicción de que esa diversidad no es un obstáculo sino una oportunidad, que la diversidad es un dato duro de la realidad con la que debemos operar y que la conflictividad puede ser canalizada para lograr los cambios, más que para eternizar un enfrentamiento circular. Ello constituye un cambio significativo en los imaginarios, porque frente a la diversidad y conflictividad, las propuestas de las elites bregaron secularmente por la homogeneidad, a contracorriente de la realidad, intentaron ocultar la conflictividad o buscaron “una esencia compartida de la ecuatorianidad”, ideologizada e impuesta, incapaz de construir una “comunidad imaginada” para todos y todas.

La nueva lectura se expresa hoy en la idea de la “unidad en la diversidad”, “diversidad en la unidad” o la “construcción de la interculturalidad”. Sin embargo, esa búsqueda también podría ser mistificadora, si pretendemos ignorar la dominación, la exclusión y las brechas que nos separan. Una propuesta alternativa debería asumir realmente la diversidad y la conflictividad para construir concientemente un contrato social de equidad entre los diversos que compartimos este territorio. Ello constituye una forma diferente de pensar lo que tenemos de diverso y aquello que permite fundamentar un nuevo contrato social. Es una tarea ardua y colectiva, que apelará a diversas fuentes de inspiración, aprendizaje y búsqueda

La construcción colectiva de un nuevo contrato social de convivencia entre los diversos, una ciudadanía plural o intercultural, es una tarea urgente, una condición indispensable para lograr que sociedades étnicamente diferenciadas y conflictuadas, que comunidades con múltiples identidades y cosmovisiones, que disidentes de toda identidad o incluso en franca anomia cultural, compartan de manera conciente valores, concepciones, prácticas y símbolos que fomenten el respeto recíproco, una convivencia armoniosa que esté en capacidad de valorar y afirmar al mismo tiempo las diversidades como estimular la generación de acuerdos creativos; de respetar los derechos individuales y colectivos de los diversos, como generar y ampliar las relaciones de convivencia interculturales; que se enfrenten de manera activa a las diversas formas de exclusión, racismo y dominación, cuanto reconozcan en el otro la capacidad de aportar; se liberen de las diversas formas de neocolonialismo, a tiempo que producen su propia universalización, que gestionen adecuadamente sus diferencias y construyan un país próspero, compartido, equitativo, solidario y digno.

Hemos avanzado sustantivamente en la comprensión de la diversidad ambiental, étnico-cultural, social, económica y de cosmovisiones que caracterizan al Ecuador, pero no hemos formulado con claridad cuáles son los retos que tal diversidad supone para la construcción del país deseado, en el mundo globalizado de hoy.

En mi opinión, los problemas de fondo que el país debe enfrentar, pueden sintetizarse en cuatro grandes desafíos:

El primer problema, es superar
la  profunda inadecuación del estilo de desarrollo imitativo del occidente industrializado creado en países del norte para sus condiciones ambientales, que choca rudamente con las condiciones montañosas, tropicales y de foresta amazónica del Ecuador.  El reto, es reencontrar un estilo de desarrollo que armonice con el ambiente diverso y único, lo mantenga y lo conduzca con sustentabilidad y eficacia. Subrayamos la palabra “re-encontrar un estilo de desarrollo”, porque el problema se manifiesta en un enorme contraste entre sociedades aborígenes altamente desarrolladas, que lograron los primeros sitiales en el continente de entonces, basadas en la valoración de la diversidad del territorio y de un manejo armonioso y eficiente del medio natural, comparadas con las sociedades actuales fuertemente deprimidas, que apenas han alcanzado una “modernidad subalterna” o “modernidad occidental periférica” como las denominaría Coronil[1], que han encontrado enormes obstáculos en la diversidad del ambiente montañoso para su desarrollo imitativo. Reencontrar el estilo de desarrollo adecuado, implica romper con la colonialidad, recuperar el manejo soberano del país, desplegar un profundo conocimiento de la megadiversidad sobre la base del análisis de las experiencias acumuladas por nuestras sociedades ancestrales, plantea descolonizar el conocimiento rompiendo las limitaciones que imponen las lecturas imitativas del norte, elaborar nuestro propio sentido de modernidad a partir de la diversidad y desarrollar una actitud de respeto y no solo utilitaria de los recursos naturales.

Es segundo problema, es consolidar la nación en un contexto marcado por densidades históricas diversas, truncadas y fragmentadas por el hecho colonial y su continuidad en la República. En otras palabras, encontrar elementos comunes: un nosotros ecuatorianos y el reconocimiento de la existencia y capacidad de aporte de los diversos, para crear la comunidad política en un país de distintos linajes atravesados por el racismo. El reto real, es aceptarnos como provenientes de diversos linajes pero iguales; romper sin concesiones con el racismo; mirarnos como portadores de densidades históricas diferentes, producir una lectura subversiva del mestizaje que cultive en su seno al negro y al indio escondidos, encontrar elementos de unidad en las formas de resistencia de los subalternos, en los brotes de rebeldía que se han expresado en la historia y sobre todo, en las prácticas de convivencia entre los diversos, lo cual nos permitirá crear un “nosotros” como un contrato social de tolerancia y creatividad conjunta, para aceptarnos como país plural. Más aún. Ello nos posibilitará inscribirnos en las tres vertientes de unidad mayor: el mundo andino (Ecuador, Perú y Bolivia), el mundo afrodescendiente (costa del Pacífico) y el mundo mestizo latinoamericano, para insertarnos con equidad en el mundo globalizado.

El tercer problema, es superar las agudas diferencias regionales y las profundas brechas clasistas de la sociedad. En el Ecuador actual se ha estructurado una realidad muy contrastada: de una parte,
 un centro y una periferia fuertemente diferenciadas, que tienen diversos ritmos económicos y capacidad de influencia política; que además presenta, drásticos contrastes urbanos y rurales, entre zonas consolidadas, tugurios y zonas completamente marginales; y de otra, es uno de los lugares en el mundo con la más grande concentración de la riqueza y de una pobreza inimaginable. Nadie puede ocultar esas inequidades territoriales y económicas cuya brecha se amplia día a día. El reto aparece claro: ¿cómo lograr un nuevo contrato social entre los territorios y entre los sectores sociales (regiones, provincias, cantones y parroquias; empresarios, campesinos, comerciantes y demás actores económicos) bajo principios de equidad, de sostenibilidad y de promoción de los territorios marginales.

Se trataría de una profunda reforma del estado en la asignación de sus prioridades, de su presupuesto, de los tributos y de su representación territorial. Al mismo tiempo, se trata de lograr una profunda redistribución de la riqueza que fomente progresivamente la equidad para disminuir los brutales contrastes clasistas que agrietan a la sociedad. Ello, sin embargo, demanda del empoderamiento de los periféricos y de los subalternos, para obligar al eje centralista, a los grupos de poder y a sus usufructuarios a  aceptar un cambio: la construcción de la interculturalidad, es sobre todo una disputa del poder y de los sentidos de la historia.

El cuarto problema, es crear una nueva noción de ciudadanía que responda a la pluralidad ecuatoriana: se trata de la construcción de una nueva ciudadanía intercultural. Esta nueva ciudadanía debe no solamente fundamentarse en los deberes y derechos individuales y colectivos, debe ir más allá, fundamentarse en la plena conciencia de que los ecuatorianos somos al mismo tiempo diversos, pero compartimos elementos comunes, una fluidez amasada históricamente, ocultada y minimizada por las elites, un conjunto de relaciones de convivencia desarrollados a pesar de la exclusión, el racismo y la dominación: hay que interculturalizar al estado, a la sociedad y a todos sus poros.

ii. Hacia un nuevo enfoque de la diversidad

La propuesta de la construcción de la interculturalidad, como concepto teórico, nació en el llamado “primer mundo”, en los Estados Unidos, en los años 60 en el ámbito de la educación. Surgió de una mayor conciencia sobre la  existencia de varias culturas que convivían en ese país, sin haber logrado una fuerte interrelación, cuya resolución requería de un modelo educativo intercultural que fomentara una política educativa que favoreciera el pluralismo cultural. Entre los años 70 y 90, el debate se extendió a diversos países. En el caso de la Unión Europea, es decir en el mismo espacio del “primer mundo”, la propuesta de la educación intercultural apareció en la agenda pública como efecto de las fuertes inmigraciones que produjeron una yuxtaposición entre las culturas locales y las inmigrantes, buscándose la preservación de las “culturas étnico- grupales para que no sean absorbidas por la cultura dominante” o en casos específicos, como España, nació de la necesidad de dar un tratamiento específico a los gitanos, considerados una minoría nacional[2]. A pesar de estos esfuerzos, la propuesta logró escasos avances en el primer mundo: la xenofobia, el racismo, la exclusión y los conflictos tienden a agravarse. La nueva derecha de esos países ha procesado a los conflictos, como un enfrentamiento cultural  de grandes proporciones, frente a los cuales no tienen más respuestas que la represión, el control y la exclusión: ello se expresa con brutalidad en el nuevo muro que Bush construye y en las palizas xenófobas que reciben los migrantes en Europa.

El nuevo concepto “interculturalidad”, representa un avance significativo respecto a los antiguos conceptos de “multiculturalismo” y de “pluriculturalidad”. Estos últimos solo describían una situación de hecho, la existencia de múltiples culturas en determinado lugar, y planteaban su reconocimiento, respecto y tolerancia en un marco de igualdad, sin embargo, no eran útiles para analizar las relaciones de conflicto o convivencia entre las diversas culturas, no permitían examinar otras formas de diversidad regional, de género, generacional, pero sobre todo, no permitían analizar la capacidad que cada una de ellas tienen para contribuir y aportar a la construcción de relaciones de convivencia, equidad, creatividad y construcción de lo nuevo. Esta nueva potencialidad del concepto de la “interculturalidad” abre una nueva agenda política: la construcción de una sociedad intercultural no solo demanda del reconocimiento de la diversidad, su respeto e igualdad, sino plantea la necesidad de desterrar el racismo de manera activa, promover negociaciones permanentes entre los diversos para construir nuevas síntesis (inter-fecundación),  lograr una compresión plural de la realidad, canalizar los conflictos y construir un futuro equitativo e incluyente. La interculturalidad parte de la idea de que los humanos comparten muchos elementos y que cada cultura tiene los suyos propios, lo cual permite el diálogo intercultural en el que intervienen concepciones, visiones, intereses económicos, sociales y políticos que deben ser negociados. De hecho, este diálogo debe ser equitativo, transparente y fluido.

Por esas potencialidades, el concepto de “interculturalidad” se difundió rápidamente en todo el mundo. Ello fue favorecido, pero a la vez complejizado, por el nuevo entorno internacional. La globalización  favoreció los intercambios culturales, tanto por la circulación de personas, la migración forzada o inducida, la integración de los mercados y de las comunicaciones a una escala planetaria. Pero a la vez estos procesos aumentaron las tensiones, choques, la xenofobia, el racismo y los conflictos entre los diversos. Esta doble circunstancia, de intercambio múltiple y de tensiones ampliadas, puso en el centro del debate a la interculturalidad.

En América Latina, el debate de la interculturalidad avanzó sostenidamente. La lucha de los pueblos favoreció su desarrollo: el movimiento de resistencia continental de los 500 años, el decenio de los pueblos indígenas, el Foro permanente de los derechos indígenas, la relatoría especial de las Naciones Unidas visibilizaron a los pueblos indígenas y afrodescendientes; pero sobre todo, la lucha por la ratificación del convenio 169 de la OIT que incorporó en las legislaciones de 14 países los derechos colectivos de los pueblos indígenas, la lucha por la creación de la educación intercultural bilingüe en 17 países; los encuentros, foros, proyectos, agendas conjuntas y  diverso tipo de asociaciones que surgieron en este proceso entre los pueblos, posicionaron el tema de la interculturalidad y produjeron una redefinición del concepto.

Pero también los procesos nacionales resultaron impactados, contribuyendo al posicionamiento de la interculturalidad: la demanda y búsqueda de integración de los países a partir de la diversidad de grupos culturales, lingüísticos, étnicos y religiosos como condición de su propia existencia; la emergencia de los movimientos de descolonización y la reactivación de los nacionalismos; la mayor conciencia y sensibilización sobre la pluralidad cultural; los efectos de las migraciones en los países de origen; y los impactos de la globalización y de los procesos mundiales en los espacios nacionales, sacudieron las viejas creencias y soluciones.

El tema de la interculturalidad atrajo el interés de casi todas las disciplinas, originó numerosos debates y una abundante bibliografía circula sobre el tema. Sin embargo, como todo aquello que se pone de moda, la noción se ha vuelto ambigua, corre el riesgo de trivializarse o de usarse sin propiedad en los distintos contextos.

Dado el origen del concepto de “interculturalidad”, marcado por los problemas y características del “primer mundo” y por la ambigüedad que ha adquirido en su proceso de desarrollo y debate al aplicarse a contextos muy diferenciados, es necesario encontrar la especificidad del problema en nuestros países, si queremos utilizar con mayor propiedad este concepto.  Sugerimos que el debate de la interculturalidad en América Latina, y de manera particular en el Ecuador, debe reconocer las características específicas de nuestra diversidad cultural; debe descubrir los elementos comunes y diversos forjados por las culturas que habitaron este territorio, debe situarse en la tradición histórica acumulada en la gestión de la diversidad y en las experiencias de convivencia y conflicto aquí desarrolladas; debe considerar las características que el problema asume en el contexto de la colonialidad; y debatir en medio de las percepciones y planteamientos de los subalternos que desean construir la interculturalidad. Por la historia de exclusiones, racismo y dominación, el diálogo intercultural en nuestro país debe ser profundamente crítico con el colonialismo interno y externo, proactivo en el enfrentamiento a todas las formas de racismo y parternalismo, y activo, en el sentido de ir construyendo en el proceso los cambios.

iii. Los elementos de la especificidad ecuatoriana

De acuerdo a las clasificaciones aceptadas entre los especialistas,  “existen dos modelos amplios de diversidad cultural”: "en el primer caso, la diversidad cultural surge de la incorporación de culturas que previamente disfrutaban de autogobierno y estaban territorialmente concentradas a un Estado mayor”. “En el segundo caso, la diversidad cultural surge de la inmigración individual y familiar”. A estos dos modelos   se los denomina respectivamente minorías nacionales y grupos étnicos[3].

En el caso ecuatoriano, ninguno de los dos modelos por separado, describe adecuadamente esta realidad particular. En el Ecuador,  los dos modelos coexisten al mismo tiempo: pueblos indios ancestrales incorporados a un estado mayor, el ecuatoriano; y la presencia de un importante sector de negros  que fueron traídos individualmente o en grupos que se rehicieron como pueblos. Sin embargo, ello no es lo más novedoso, porque finalmente pueden ser captados por los modelos establecidos. Lo que distingue a nuestros países (caso latinoamericano y especialmente del área andina) respecto a la mayoría de países del “primer mundo”, es la existencia de un amplio sector de “mestizos” que se encuentran en una situación de ambigüedad: muchos desean adscribirse a sus raíces indígenas o africanas, otros desean adscribirse a su raíz blanca real o imaginada
[4], y otros desean construir un estatuto particular de mestizos distintos a sus raíces. Es decir, una parte de la diversidad cultural ha surgido de un proceso complejo de entrecruzamientos de pueblos ancestrales, de inmigrantes y de dominadores, que no pueden ser adscritos al grupo dominante, sino que son parte de una diversidad no resuelta en los estados nacionales.

La ambigüedad de este amplio grupo de “mestizos” ha sido bien demostrada en el caso boliviano. Encuestas periódicas de Seligson (2001-2005) que preguntaron por la adscripción étnica según grupos genéricos (blanco, mestizo, cholo, indígena, negro) mostraron que en el 2004, por ejemplo, solo el 16% se autodefinió como indígena, mientras en el censo del 2001 que se preguntó por la pertenencia específica a un pueblo originario o indígena (aymara, quechua, guaraní, chiquitano, mojeño u otro), el 62% se identificó como indígena
[5]. Una encuesta de tales características no se ha realizado en el Ecuador, porque el censo del 2001, interrogó primero, por adscripciones genéricas y luego, por pueblos. Es posible que el dato variara considerablemente si se cambia de metodología para abordar el tema, pero más allá de ello, lo real es que existe un amplio sector social que muestra gran ambigüedad, que cuando puede se refugia en el amplio “genérico” de “mestizo”, categoría que requiere ser precisada: una posibilidad sería, como en Bolivia, buscar la autopertenencia  por pueblos específicos, y otra, sería la valoración étnica del origen del mestizaje: proponemos usar nuevas categorías descolonizadores como “indomestizo” y “afromestizo”, desechando la categoría “blancomestizo” que valora una raíz colonial, en muchos de los casos imaginaria y que finalmente esconde las características de la diversidad cultural de nuestro país, para otorgar identidad positiva al mundo mestizo.

iv. Pasar del conflicto a la unidad en la diversidad

¿Por qué pasar del conflicto, la inequidad y exclusión a interculturalidad?

El conflicto, que es inherente a las sociedades, es “la partera de la historia”, en la medida que expresa los problemas y crea condiciones para el cambio; en tanto,  la interculturalidad, evoca a las formas de relacionamiento entre  los diversos. Los diversos, en condiciones de inequidad,  incluso a su pesar y oposición ideológica, desarrollan formas de colaboración, de convivencia, de complicidad, de sincretismo, de acomodo, de diferencias concientes y de gestión de los conflictos, forzados porque comparten un territorio, procesos y unidades productivas, y un estado nacional que pretende ser unitario.

Estas formas de interculturalidad desarrolladas en los procesos históricos, son gérmenes de convivencia, racionalizadas o no, sobre las cuales es posible crear formas concientes para manejar la conflictividad,
gestionar la diversidad, compartir valores, concepciones, prácticas y símbolos que fomenten el respeto recíproco, una convivencia armoniosa, generar acuerdos creativos, enfrentar de manera activa a las diversas formas de exclusión, racismo y dominación, liberarse de las diversas formas de colonialismo, producir una modernidad propia, para superar los estereotipos actuales, alterar las relaciones de poder y construir en un plano de equidad e inclusión lo nuevo, en fin, para fomentar la interculturalidad. Una interculturalidad que al romper con la dependencia neocolonial, permita la emergencia de los “otros”, de los saberes y las prácticas de los subalternos, de otras formas “de pensar y actuar con relación y en contra de la modernidad/colonialidad” como enfatiza Catherine Walsh[6].

La construcción de una interculturalidad equitativa es una tarea actual,  que no solo aprende de la historia vivida, sino de aquella que se abre camino en medio del conflicto, en la lucha de intereses, en la lucha por el poder y por los sentidos del proceso entre actores contemporáneos.

v. Del reconocimiento de la diversidad a la construcción de la interculturalidad

La diversidad del Ecuador no es reciente, como tampoco lo es la conciencia sobre tal diversidad. Es más, existe una experiencia milenaria de gestión de la diversidad: ella surgió de dos fuentes, del tratamiento de los conflictos, y de las experiencias de convivencia entre los diversos.  Unas y otras aportaron a la construcción de relaciones culturales armoniosas, a la construcción de la alteridad y de conflictos que no fueron resueltos.

La arqueología ecuatoriana nos ha mostrado la existencia de relaciones intensas y permanentes de los diversos grupos étnicos que habitaron este espacio desde hace 8 o 10 mil años. Las sociedades siempre estuvieron intercambiando experiencias, se relacionaron, se mezclaron, se conflictuaron, algunos problemas no se resolvieron, otros fueron procesados para crear soluciones nuevas, para volver a diferenciarse y relacionarse en una incesante dinámica.

A diferencia de lo que muchos creen, por la simplificación del mosaico étnico indígena que produjo la conquista española, las diversidades culturales en el pequeño territorio ecuatoriano eran enormes, tenían múltiples orígenes culturales y lingüísticos. Generalizando, aquí se encontraron y convivieron como en ningún otro sitio, pueblos de origen mesoamericano, surandino y amazónico.  A diferencia de los reinos del Perú y Bolivia en los que la centralización había impuesto cierta homogeneización cultural, en los andes septentrionales, menos centralizados, la diversidad cultural era enorme, por tanto, había una mayor experiencia en el tratamiento de las relaciones entre los diversos, una mejor actitud frente a la diversidad y se había desarrollado formas de convivencia que favorecían su relación equitativa. En verdad, la región septentrional andina, es un espacio privilegiado para estudiar el legado aborigen en el tratamiento de la interculturalidad.

La diversidad se complejizó notablemente con la conquista incaica: miles de mitmajcuna fueron movilizados y trasladados desde diversos confines provocando una plurietnicidad  enorme, de la que tenemos escasa conciencia. De esa inmensa diversidad surgieron una serie de mecanismos para regular las relaciones entre los diversos; con la conquista incaica, cambiaron muchas de las relaciones, especialmente entre los serranos y los pueblos de la foresta tropical, surgieron formas de convivencia y de alteridad, conflictos y guerras, cuya experiencia es parte de la especificidad del caso ecuatoriano.

La historia tomó un rumbo distinto en la colonia. La gestión de la pluralidad se construyó a partir de la diferencia inconmensurable entre colonizadores y colonizados (colonialidad del poder) y de la racialización rígida de la sociedad en blancos, indios y negros, a los que se atribuyó distintas cualidades de civilidad, estatus y cristianidad. También se construyó una frontera radical con los selváticos y se alteró profundamente las relaciones entre los subalternos. Las brutales formas de dominio y violencia ejercidos por las élites coloniales y criollas sobre indios y negros provocaron relaciones tensas de subordinación, aceptación, disyunción, resistencia, sublevaciones e incluso enfrentamientos entre los subalternos. La colonia alteró y cambió la mayoría de formas de convivencia y procesamiento del conflicto construidos en el pasado. Sin embargo, en medio de esas relaciones rígidas emergió el mestizaje como actor no programado y por caminos múltiples.  Ello cuestionó las clasificaciones rígidas y compleijzó al mundo colonial, pero no se constituyó en una salida progresiva a la rigidez clasificatoria porque la ideología colonial la atravesó distanciándola de sus raíces locales. Pero el proceso fue mucho más complejo. En medio de la dominación colonial también surgieron formas de  sincretismo, adaptación, de fluidez, de “convivencia restringida” entre subalternos e inclusive con los grupos dominantes, que sin embargo, no lograron convertirse en prácticas hegemónicas. Tales experiencias son parte de la especificidad de la interculturalidad en el Ecuador.

Con la independencia, el naciente estado criollo, gestionó la  pluralidad ecuatoriana excluyendo del imaginario a los negros, indios y cholos. Las negociaciones para la integración subjetiva del territorio se realizaron entre el poder central y los sistemas de dominación regional y local que también excluyeron a los indígenas y negros que perdieron progresivamente peso con la eliminación del tributo, la manumisión de los esclavos y el financiamiento de las arcas fiscales a partir de la agroexportación. Precisamente, la integración material de este territorio diverso y desarticulado regionalmente, avanzó impulsada por la agroexportación, esto es, desde las necesidades imperiales de materias primas, que remarcaron la condición neocolonial del país y frenaron la retórica republicana de integración e igualdad ciudadana.

La construcción de la alteridad en la etapa republicana se complejizó: combinó la ubicación clasista, la etnicidad, el estatus, la instrucción, el grado de urbanidad, la castellanización (escrita y hablada). De esta manera, indios, negros y mestizos pobres, analfabetos y de bajo estatus del área rural, de las periferias urbanas y de los pueblos, fueron incluidos en esta nueva frontera étnicosocial.

Los procesos de mestizaje y modernización emprendidos en el siglo XX a partir de la revolución liberal, intentaron desindianizar y ecuatorianizar al indio. Las versiones contestatarias intentaron canalizar las diversas contradicciones en el enfrentamiento entre “pueblo” versus “oligarquía” o entre “proletarios” y “capitalistas”, planteamiento que no reconoció las diferencias culturales al interior del “pueblo”, no cuestionó la ideología mestizadora que ella portaba y la nueva frontera territorial (rural/urbana) y civilizatoria (pueblo igual atraso, mestizaje blanqueado igual progreso) que las élites imprimieron a la reconceptualización que se producía. Ello provocó un desencuentro en el campo de los subalternos, que impidió su unidad.

La modernización emprendida, fue una “modernización periférica” que no cuestionó la relación entre colonialidad y modernidad; y la idea de la desindianización se chocó con las limitaciones de la propuesta integradora, con la resistencia india y con el procesamiento que los indios hicieron de la propuesta: el naciente movimiento indio se adueñó de varias de las ideas (educación, cedulación, participación política) sin desindianizarse.

Los planteamientos indígenas lograron un importante asidero, porque a nivel del país, cuestionaron de manera profunda al estado unitario blanco-mestizo, en una coyuntura de crisis económica profunda, de aplicación de ajustes económicos interminables en el marco de políticas neoliberales, de agotamiento del estado centralista, de una profunda crisis moral y  ética del sistema político y en medio del surgimiento de una relectura entre los intelectuales sobre el carácter diverso del Ecuador.

A nivel de la coyuntura internacional, la propuesta indígena fue profundamente anticolonial, en una etapa de imposición de una  globalización homogeneizadora e inequitativa y de la emergencia de todas las diversidades en el mundo. En este escenario, las relaciones entre los diversos se multiplicaron debido a las intensas migraciones nacionales e internacionales que registraron todas las ciudades del orbe[7], a tiempo que se producía una intercomunicación en tiempo real de las diversas sociedades por el desarrollo incesante de los poderosos sistemas de información que nos conectan.  La cultura uniformizada impuesta desde los centros económicos, comenzó a ser resistida con fuerza, y a veces desesperada y violentamente, por diversos grupos contestatarios: nuevas identidades étnicas, de género, generacionales, religiosas y locales se disputan el derecho a la existencia y exigen respeto a sus culturas.

Es decir, la construcción de una nación plurinacional e intercultural no solo se planteó como una contestación a la homogeneización históricamente desarrollada por el estado nacional y las élites, sino también, a la homogeneización globalizadora,  cuestión que interpeló por doble vía a todos los actores
[8].

En 1998 se reconoció en la nueva Constitución la plurietnicidad y pluriculturalidad del país y los derechos colectivos de los indios y afroecuatorianos. Este fue un avance significativo, aunque su procesamiento fue limitado. La gestión de la plurietnicidad se redujo a otorgar a los indios, negros y montubios el manejo de una secretaría, sin recursos y sin capacidad para atravesar a todo el estado y a la sociedad.  La inexistencia de un
estado de derecho, de un sistema judicial sólido y de un sistema político democrático, impidieron el ejercicio de los derechos colectivos ganados en la Constitución, y mas bien el movimiento indígena fue atrapado en las redes clientelares, en cuya  telaraña se atomizó. No se logró una correlación de fuerzas favorable con capacidad de revisar profundamente el proyecto de nación, no se superó el neocolonialismo interno y externo, tampoco se produjo un nuevo contrato social de inclusión y equidad entre los diversos.

A su interior, el movimiento indígena no logró tratar con equidad su propia diversidad interna, para aprender de ella: las relaciones entre los grandes pueblos kichwa y shuar con el resto de “pequeñas nacionalidades” fue inequitativo, así como, las relaciones regionales entre indígenas de la sierra, la amazonía y la costa.

Pero la mayor limitación fue la inadecuada combinación entre fortalecimiento propio y alianzas interculturales. El privilegio al fortalecimiento propio no permitió trabajar con ahínco en los aspectos que unían a los indios con los negros y mestizos. De todas maneras, las
alianzas interculturales para construir la propuesta contrahegemónica avanzaron: en la última década, los movimientos indígenas armaron estructuras políticas para disputarse en el terreno electoral los gobiernos seccionales y su representación nacional en el Parlamento. Ello les permitió concentrar las fuerzas en los cantones mayoritariamente indígenas, vincular a las organizaciones de base en la toma de decisiones públicas, logrando experiencias muy innovadoras. Al mismo tiempo, a través de sus representantes nacionales participaron en coaliciones políticas para avanzar en leyes específicas. Este proceso fue acompañado de movilizaciones que incidieron en las políticas nacionales. Estos logros les abrieron un amplio respaldo popular y una favorable opinión pública nacional e internacional. Sin embargo, estas experiencias no fueron sistematizadas desde el punto de vista de la construcción de la interculturalidad, a pesar de que en los espacios locales se mostró que era posible construir puentes interculturales con los otros grupos (indomestizos, afromestizos, blancos, negros), que lograron gran legitimidad cuando lideraron procesos de construcción de una democracia participativa, cuando plantearon el desarrollo sustentable, la descentralización, el desarrollo local, una mayor equidad entre el campo y la ciudad, construir mancomunidades regionales, en fin, reconocer y fomentar diversas formas de relación intercultural equitativa: la experiencia local no renovó el discurso nacional.

También es cierto que, la imposición del neoliberalismo había sumido en un grave reflujo a otros movimientos sociales, de manera de que no hubo interlocutores adecuados entre los mestizos y afroecuatorianos: la memoria histórica basada en la resistencia y en la agencia indígena, no fue suficiente para entender las experiencias de convivencia y fluidez desarrolladas en el pasado, de manera que, no fue posible crear una correlación de fuerzas favorable para la construcción del país intercultural.

De otra parte, también es cierto que la búsqueda de alianzas interculturales en el nivel nacional, fueron discutibles. No siempre lograron alianzas adecuadas, ni supieron ganar la hegemonía política en ellas. Muchas de estas alianzas terminaron en severas frustraciones, como la que se produjo en la alianza con el expresidente Gutiérrez. La participación política de los indígenas en los escenarios nacionales, mostró que no estaban exentos de concepciones populistas sobre la democracia, de intereses personales y de corto plazo, de luchas intestinas que fueron aprovechadas por sus adversarios y de propuestas poco eficaces.
Sacrificaron las alianzas estratégicas con los indios de organizaciones fraternas, con los afroecuatorianos y los montubios, con los sectores medios progresistas, por el acceso a los pequeños cargos.  

Como si estas limitaciones fueran insuficientes, también aparecieron una serie de planteamientos que precisan repensarse y precisarse. Algunos de ellos tienen tal ambigüedad y son tan controversiales, que le restaron a la propuesta indígena capacidad de liderazgo y conducción. Por ejemplo, la idea de construir circunscripciones territoriales es discutible, porque solo es posible e
n aquellos sitios con mayoritaria presencia indígena o afroecuatoriana; pero en los espacios compartidos, que son la mayoría en el Ecuador, es necesario crear espacios interculturales. De otra parte,  como hemos enfatizado, el propio mundo indígena es muy heterogéneo, él mismo es pluricultural y en muchos casos, los procesos de autodefinición de sus identidades están en construcción y son controversiales. También existe un creciente número de indígenas, especialmente urbanos y migrantes internacionales que no se identifican con ningún pueblo en particular, sino con un genérico indígena o kichwa. Pero no solo ello, la idea de territorios étnicos evoca a la separación de la república de blancos y de indios, o a la construcción de ghetos en espacios inviables. Estos problemas ameritaban pensar más allá de los territorios étnicos, para buscar soluciones creativas, no solo territoriales, para habilitar espacios públicos e instituciones interculturales e intraculturales para atravesar a todo el estado ecuatoriano con lo indígena y lo afro, creando leyes y políticas que institucionalicen la interculturalidad[9].


Tampoco se logró crear un escenario democrático para ventilar y canalizar la lucha política e ideológica interna. Aunque fue posible identificar visiones etnicistas e interculturales, no se crearon espacios de debate claros, ellos aparecieron mezclados con posiciones personales y por fuera de la práctica política. El debate se centró en pequeños círculos de interesados, sin lograr incorporar al grueso de la sociedad variopinta del Ecuador y de la diversidad indígena. Otra vez lo más grave, fue no aprender de los avances que se estaban produciendo frente a nuestras propias narices, sobre todo en las localidades pluriétnicas. En esos espacios, en las que habían sido electas de manera democrática autoridades indígenas, se produjeron inmensas contribuciones que quedaron invisibilizadas: en zonas de alta confrontación religiosa entre subalternos, como Chimborazo, había avanzado sustantivamente el ecumenismo; en cantones como Otavalo, Guamote y Cotacachi, se habían creado asociaciones civiles interculturales (asambleas pluriétnicas) para propiciar la interculturalidad, para impulsar la participación democrática, la planificación estratégica y  las mingas en los procesos de ejecución, para citar algunos aspectos; en la mayoría de estos gobiernos alternativos se había incorporado a indígenas o negros en la administración pública, se había “importado” la democracia comunitaria a esos organismos seccionales (el control ciudadano, la alternabilidad, el sorteo de obras para propiciar la equidad y la transparencia); se usan los idiomas nativos en reuniones públicas, se revalorizan símbolos, prácticas y saberes ancestrales, se busca el diálogo de saberes: todo ello, bajo el silencio de una academia desnacionalizada y dependiente.

En verdad, no se logró organizar un debate profundo sobre el proceso que estaba en marcha, estas preocupaciones eran marginales frente a la agenda propuesta por el neoliberalismo. Pero al mismo tiempo,  hubo una complicidad acrítica e idealizadora del movimiento indígena, en la que todos participamos. Muchos de los problemas e inconsistencias quedaron ocultados. Categorías, como aquellas de “blancomestizos” o la  “educación hispana” utilizada sin mayor crítica por el movimiento indígena, ubicaron de manera gratuita al mundo mestizo en la ideología dominante y lo asimilaron a los españoles.
Al construir al “mestizo” como “hispano” no lograron descolonizar su pensamiento, su cultura y sus prácticas, lo cual bloqueó la construcción de un interlocutor activo para construir un país intercultural.

Se precisa una redefinición completa del debate y de las categorías: Se requiere una nueva agenda para redefinir el mestizaje buscando sus raíces indígenas y afro: ello demanda una relectura de los linajes para destapar las raíces escondidas, el “indomestizaje” y el “afromestizaje”; revalorizar las experiencias de convivencia y lucha que unieron a los subalternos; reconocer las diferencias de las culturas, identificando aquellas generadas artificialmente por las elites; una relectura del sincretismo para evaluar las imposiciones; repensar todos los problemas, desde el estilo de desarrollo, la organización territorial, las relaciones de género y generacionales, etc., a la luz de los aportes y por supuesto, de las limitaciones de las experiencias de las diversas culturas para construir miradas plurales y consensuadas.

Pero también se precisa construir sobre las certezas. La evidencias reunidas en este trabajo, nos muestran que el proyecto político global, es decir la construcción del futuro estado ecuatoriano, no puede ser el de un estado únicamente multinacional en el sentido que lo conceptualizan los estados liberales en el que la diversidad al surgir “de la incorporación de culturas que anteriormente poseían autogobierno”[10] se resolvería con el reconocimiento de la autonomía de estas naciones, que sería el caso si solo existieran pueblos indios incorporados por una nación dominante al estado ecuatoriano. En nuestro recorrido histórico hemos insistido en la complejidad de la sociedad indígena y de la ecuatoriana en general, así como en la  vigencia de una enorme fluidez y experiencias de convivencia  entre los diversos pueblos que conforman hoy en día al Ecuador.

Tampoco se trata de construir un estado poliétnico en el que la diversidad ha surgido por la “inmigración individual o familiar”, porque en nuestro caso, además de la existencia de antiguos pueblos indios, muchos negros que fueron traídos de manera compulsiva como individuos lograron  reagruparse como pueblos. La realidad ecuatoriana rebasa ampliamente estos conceptos: existen pueblos y culturas que estuvieron aquí desde miles de años en una dinámica de cambios constantes; existen inmigrantes forzados que se han reorganizado como pueblos; pero al mismo tiempo, existe un enorme fluido cultural entre estos grupos y el variopinto mundo mestizo, así como, existen miles de individuos y familias indígenas o negros, o aquellos que se encuentran en una dolorosa e incompleta transición, en anomia y hasta disidentes de toda identidad, que viven mezclados y mezclándose  en todo el territorio nacional, especialmente en las ciudades. Para responder a esta realidad particular, no basta con la gestión multicultural de la diversidad que proponen los estados liberales, es necesario construir un estado y una sociedad interculturales.

Tampoco se trata de escencializar a la categoría “interculturalidad” y creer que ella es una panacea, pero si es necesario examinar las oportunidades que ella abre. La interculturalidad como categoría de análisis, tiene potencialidades notables: plantea tanto, el fortalecimiento de cada una de la diversidades, como la necesidad  de lograr procesos de unidad a través de negociaciones continuas, es decir, la interculturalidad tiene capacidad para lograr un mínimo acuerdo entre los actores sociales, políticos e institucionales diferenciados para fundamentar una propuesta de desarrollo a largo plazo, una visión concertada sobre el Ecuador del futuro, porque apela
a sentimientos y valores que trascienden las diferencias que nos desunen. Aunque el pacto social es finalmente político, sin embargo, su hilo conductor es profundamente cultural.

Este sentimiento superior pude ser activado a partir de la intercultura acumulada históricamente, es decir, desde la vigencia de antiguas relaciones de convivencia, creadas y desarrolladas, a pesar del discrimen, la dominación y la conflictividad en la que se construyó; pero también y sobre todo, como una apuesta al futuro, a la posibilidad de crear relaciones interculturales en la propia sociedad. Ello nos lleva a admitir que la diversidad es una característica de nuestra realidad, a valorar la  diversidad como una oportunidad  y no un obstáculo, a reconocernos como diversos, pero iguales, con capacidad similar y necesaria en la construcción nacional, a reconocernos como distintos, pero como parte sustantiva de un todo y que es  posible e inevitable encontrar puntos de convergencia que permitan un pacto de convivencia social; a construir los símbolos y valores plurales que nos dan continuidad, nos unen, nos confieren orgullo, nos hacen únicos y originales, a vencer al racismo, al elitismo y demás formas de discrimen que nos han frenado; y que es posible disentir en un marco de respeto, que además es otra forma de la pluralidad.

Una propuesta contrahegemónica intercultural y democrática debería permitir que  sociedades étnicamente diferenciadas que viven en este territorio, generen y consoliden concepciones, valores, prácticas y símbolos compartidos, el respeto recíproco, una convivencia armoniosa, la tolerancia a las diferencias, una valorización equitativa de todas ellas, un replanteo de las relaciones de poder y una capacidad para generar acuerdos creativos. Permitiría la inclusión de todas las diversidades y se enfrentaría de manera activa contra todas las formas de exclusión. Provocaría una transformación de la relación del estado con las sociedades civiles, en el sentido de lograr una mayor correspondencia entre un estado intercultural con la diversidad e interculturalidad de  las sociedades.

La interculturalidad como categoría alternativa, tiene la potencialidad de reconocer que todos los individuos tienen derecho a una identidad personal, de género y generacional; que los pueblos tienen derecho a una identidad étnica, regional y nacional; que los pueblos indios y afroecuatorianos tienen derechos colectivos específicos; que todas las personas y los pueblos tienen derecho al acceso y  disfrute del patrimonio cultural material e inmaterial, a identificarse con todo aquello que les da sentido de continuidad histórica; a producir, crear,  mantener y proteger su patrimonio material e inmaterial.

La interculturalidad replantea el tema de la soberanía en el actual mundo globalizado, es una oportunidad para los países periféricos y es un nuevo paradigma para entender nuestra propia realidad. Como oportunidad desafía a los países pobres lograr un desarrollo sostenible con identidad. Por ejemplo, la valorización de las diversas culturas puede mejorar los activos de los pobres para revertir el neoliberalismo, estimulando procesos de turismo comunitario, artesanías, apoyo a gestores culturales populares, fiestas, gastronomía y demás expresiones culturales del país multicolor y policromo. Puede aportar al desarrollo de una economía solidaria (microempresas, canastas familiares, intercambios entre el campo y la ciudad, etc.), porque valoraría y fortalecería el ethos cultural comunitario, que constituyó un elemento clave de la vida de los pueblos.

Como nuevo paradigma permite, por ejemplo, entender la relación profunda entre
patrimonio ambiental y cultural, valorar nuestros bosques, lagunas o pogyos, entre los millares de elementos de nuestro extenso patrimonio, no solo como medios de vida y recursos estratégicos, sino como parte de una simbología, de una cosmovisión, de un imaginario: en el Ecuador, el patrimonio natural fue antropizado desde miles de años por sus culturas. Pero no solo el patrimonio, también lo nuevo. La conexión entre las culturas y los ambientes en los estados modernos está en la base de la planificación y el ordenamiento del territorio. En todo tipo de asentamientos la cultura es la fuente nutricia de urbanismo y de una arquitectura de dimensiones humanas. La irracional expansión urbana tiene consecuencias gravísimas para el medio ambiente, para la sociedad y la cultura, porque propicia la despersonalización, la anomia o la violencia en las relaciones humanas.  En los enfoques actuales, la biodiversidad como categoría, por ejemplo, expresa este nuevo paradigma, enlaza a la diversidad genética, las variedades, los ecosistemas y los paisajes: naturaleza y sociedad, como un todo. La interculturalidad entonces, es la apuesta de futuro para la construcción de una identidad nacional como comunidad imaginada incluyente y como posicionamiento soberano en el mundo globalizado.

La lucha contemporánea por la construcción intercultural del país, deberá incorporar las diversas aspiraciones de los subalternos. Se precisa un nuevo ethos intercultural, basado en una mirada nueva de la experiencia histórica y de los valores comunes: es necesario recuperar de la historia no solo los conflictos, sino sobre todo, las alianzas que se dieron entre indígenas, mestizos y negros, que además configuran la esfera de lo popular. Es preciso reconocer la fluidez de las identidades en el Ecuador, que al evidenciarlas y desarrollarlas propiciará una interculturalidad conciente.

- Galo Ramón Valarezo es historiador ecuatoriano.



[1] Coronil Fernando, 1997

[2] Vallescar Palanca, 2006.

[3] Kymlicka, 1996.

[4] Los avances en el análisis del ADN en Latinoamérica muestran una base genética fuertemente indígena en toda la población, que sin embargo no es reconocida y asumida.

[5] Albó, Xavier, 2006.

[6] Walsh, Catherine, 2006: 27-43.

[7] “La aceleración del proceso de urbanización en el mundo se debe en buena medida al incremento de las migraciones rural-urbanas, frecuentemente debidas a la expulsión de mano de obra de la agricultura por la modernización de la misma, siendo asimismo consecuencia de los procesos de industrialización y de crecimiento de la economía informal en las áreas metropolitanas de los países en desarrollo... En casi todos los países, la incorporación a las ciudades de emigrantes de zonas rurales acentúa notablemente la diversidad cultural y, en los países étnicamente diversos, como Estados Unidos o Brasil, la diversidad étnica” (Borja y Castells, 1997).

[8] Como anotan Borja y Castells “la mayoría de las sociedades civiles se han constituido históricamente a partir de una multiplicidad de etnias y culturas que han resistido generalmente las presiones burocráticas hacia la normalización cultural y la limpieza étnica”. Sin embargo, la capacidad de generar formas de convivencia y de resistencia interculturales, depende del “capital intercultural” generado en su interior.

[9] Entre agosto y septiembre del 2007, el Congreso de la República aprobó la “Ley orgánica de instituciones  públicas de los pueblos indígenas del Ecuador que se autodefinen como nacionalidades de raices ancestrales” que consagró una visión reduccionista del mundo indígena, que en nada aporta a la construcción de la intraculturalidad, tampoco de la interculturalidad; no reconoce las diversas formas de organización indígena, no ofrece salidas a los indígenas urbanos y migrantes; y busca la hegemonía de un sector, favoreciendo el estilo clientelar que se ha impuesto en los últimos años.

[10] Kymlicka, Will:  1995

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