Los Derechos de la Naturaleza en la nueva Constitución ecuatoriana

16/03/2008
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Los ecuatorianos vivimos la experiencia Constituyente con una mezcla de expectativa, impaciencia y tedio. Expectativa porque, sin duda, muchos hemos cifrado esperanzas en que el proceso arroje una marco constitucional que signifique la superación de una serie de taras que impiden que la democracia se asiente definitivamente en nuestra vida política; impaciencia porque para muchos, el proceso constituyente avanza a un paso angustiosamente lento; tedio porque hasta ahora la Asamblea nos ha hecho sufrir una enorme escasez de propuestas innovadoras, novedosas, que constituyan avances evidentes y que nos permitan pensar que todo este esfuerzo está valiendo la pena.

En esa escasez de propuestas que provoquen entusiasmo, destaca casi en solitario la de reconocer, en el nuevo texto constitucional, que la Madre Naturaleza tiene derechos.

Que la Naturaleza es nuestra madre, es una verdad evidente que la repite desde los niños de preescolar. Siendo nuestra madre, ella cumple día a día con su deber de ser soporte de vida para todas las especies, incluyendo la especie humana. Madre al fin, ella tolera paciente pero no indolente, cuanto agravio le causamos los humanos en nuestra desenfrenada carrera por la acumulación de capital y el desarrollo.

Siendo así, parecería evidente que los seres humanos, hijos a menudo ingratos, tenemos el deber de reconocer, humildemente, que nuestra Gran Madre tiene derechos. Al menos el derecho fundamental a existir y a no sufrir atentado alguno que ponga en peligro definitivo sus procesos naturales que le permiten ser soporte de vida.

Ninguna otra propuesta debería ser más de consenso.

No faltarán, en todo caso, quienes se incomoden con la propuesta. Algunos pensarán que reconocer a la Naturaleza derechos es una herejía jurídica pues “los derechos son para los humanos, no para las cosas”. Así habrán pensado, en su momento, los que en el siglo diecinueve se oponían a reconocer derechos a los esclavos. El esclavo era a sus ojos una cosa, susceptible de ser apropiada por el amo ¿cómo podía reconocérsele derechos? Otro tanto sucedería con quienes se oponían, en su momento, a reconocer a las mujeres el derecho a voto. Si las mujeres, por el hecho de ser tales eran “incapaces relativas”, o en otras palabras “casi personas” ¿cómo podrían ellas votar?

En el fondo, tras rígidas argumentaciones jurídicas que defiende el status quo, suele disfrazarse la defensa de privilegios fundados en inequitativas relaciones de poder.

El Derecho es más que eso. Evoluciona, cambia, avanza. La esclavitud está proscrita y la equidad de género es un derecho. Hace pocos años se sostenía que los derechos eran atributos de las personas, de los individuos. Hoy en el concierto nacional e internacional se reconocen derechos colectivos cuya titularidad corresponde a comunidades de diferente signo identitario.

La Naturaleza no es una simple cosa sujeta a propiedad. En un sujeto con existencia más real y concreta que las “personas jurídicas”, asociaciones de capitales con existencia ficticia a las que sí hemos reconocido derechos.

Entonces no hay razón para no innovar en materia de derechos.

Hay quienes se preguntan ¿cómo puede ser titular de derechos la Naturaleza, si no los puede exigir por si misma? La institución jurídica de la tutela para el ejercicio de los derechos de quienes no pueden exigirlos por si mismos es casi tan antigua como el Derecho mismo. El texto constitucional deberá establecer un sistema de tutela de los derechos de la Naturaleza, compartida entre los individuos y colectividades que deberían tener el derecho difuso a interponer acciones en defensa de la naturaleza, con una institución del Estado especializada que ejerza el patrocinio público de los derechos de la Naturaleza.

La propuesta de reconocer derechos a la Naturaleza no es nueva en la doctrina jurídica ambiental, pues se viene discutiendo desde hace décadas en diversas partes del mundo. Así, son interesantes los trabajos al respecto de juristas como Christopher Stone en los Estados Unidos y Godofredo Stutzin en Chile, y aunque aún no ha alcanzado reconocimiento constitucional a nivel nacional, empiezan a ser reconocidos por gobiernos locales en varios lugares.

Por ello, que el Ecuador sea el primer país en el mundo en proclamar en su Constitución nacional los derechos de la Naturaleza debe resultar un estímulo para los asambleístas y para el país en general. Ahora que al Ecuador se lo va escuchando hablar el alta voz en el concierto internacional, en el ámbito ambiental con la propuesta de mantener en tierra la reserva petrolera del ITT y en el ámbito de la soberanía con la digna defensa de su territorio que viene haciendo en relación al conflicto con el Gobierno Colombiano, reconocer los derechos de la naturaleza en su Constitución será un real aporte al debate mundial sobre mecanismos jurídicos y políticos eficaces para combatir el cambio climático, surgido de un país al que se ha señalado como el más megadiverso en el mundo.

Aunque la propuesta ha tenido eco en varios sectores de la Asamblea, al punto que Alberto Acosta y Norman Wray se han pronunciado públicamente favor en sus respectivos blog, sin duda que la mayor empatía hacia ella vendrá del movimiento indígena, pues recoge una verdad que emerge de las más profundas tradiciones ancestrales: la Naturaleza no es un “algo”, es un “alguien” que nos procrea, nos nutre y nos acoge; que interlocuta con nosotros y con quien las comunidades establecen especiales relaciones de carácter espiritual.

A la Naturaleza, como ser, no se le puede mezquinar sus derechos. El derecho de la Naturaleza a existir y a que sus ciclos vitales que le permites sostener la vida no sean alterados por agresiones provenientes de la especie humana, confluye con los Derechos Colectivos de los Pueblos Indígenas y su autodeterminación, para fortalecer la lucha por la defensa de los territorios frente a las agresiones que le infringen actividades extractivistas y desarrollistas.

Quizá si concebimos a la Naturaleza como sujeto de derechos, el Estado y las transnacionales entiendan que el desangre indiscriminado del petróleo, la destrucción de las nacientes de agua por la minería a cielo abierto, la destrucción de cuencas hidrográficas por megaproyectos hídricos, la tala incesante de bosques, no son solo costos necesarios para un buen negocios. Son atentados parricidas contra el planeta que tarde o temprano se revertirán en nuestra contra. Son pecados mortales, como la Iglesia Católica acaba de reconocer.
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