Dilemas del Estado boliviano

28/07/2006
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Cuanta razón tenía Martí cuando refiriéndose a Simón Bolívar y la fundación de las republicas del continente americano decía, “porque lo que él no dejó hecho, sin hacer está hasta hoy: porque Bolívar tiene que hacer en América todavía”. ¿Qué pasa con el concepto de soberanía nacional cuando la exigencia de autonomías es cada vez más poderosa a expensas del tradicional Estado Nacional? La respuesta dependerá de la solución que encuentre la constituyente a este dilema nacional. Durante la mayor parte de la historia republicana en Bolivia, las poblaciones locales han sobrevivido a su propia manera, sin alguna empresa, con excepción de la época de explotación de minerales.

 

Cuando las empresas aparecen en la palestra local, se produce a menudo, un conflicto a causa de que ambas partes compiten por los mismos recursos, y ello, a veces, conduce al exterminio de poblaciones locales, pues la dependencia de mano de obra, significa (como el caso de la minería nacional) que, convierten a la población en “obreros”, haciendo de esta manera- cuando el poblador local se convierte en obrero-, difícil que éste se aclare solo, sin ayuda. Estos dejan de tener una vida propia. Sólo así podemos explicar el comportamiento de muchos relocalizados en la década de los 90:s que querían aferrarse de viejos contratos sociales, ignorando, que ese tiempo ya pasó, y que no se podía salir en defensa de desesperadas he irrealistas soluciones nacionales, al dilema de una época globalizada. La crisis social de la segunda mitad de los 80:s tuvo las características que tuvo, porque el Estado no estaba preparado para ayudar a nadie, cuando él mismo no podía ayudarse a sí mismo.

 

En el caso boliviano, uno de los efectos laterales de la globalización estaba des-estatizando la economía. El Estado dejaba de ser uno de los mayores empleadores, creando así el divorcio en las relaciones con su población que, carecía de cualquier apoyo de una estructura institucional que pueda ofrecer derechos humanos elementales.

 

Bolivia después de la era de “substitución de importaciones” en Latinoamérica, vivió la experiencia del neoliberalismo económico, que le restó al Estado su poder económico, y no resolvió de éste su esencia constitucional. En la actualidad, la llamada “revolución democrática”, esta revirtiendo la lógica neoliberal, no sé si para bien o para mal. No vaya a ser que en el sueño de un bienestar social, se sobre-dimensione al sector público, yendo de tal manera en contra del proceso económico mundial.

 

Bolivia continua siendo un país pobre para el bienestar con el que soñamos. Como país, Bolivia ha empobrecido mucho más, durante el periodo neoliberal. Hoy, sólo los que tienen trabajos asegurados son parte de un contrato social. Los otros, los más, son colocados afuera, excluidos. El problema capital de esta ecuación es, por supuesto, que estas personas siguen existiendo. Cuando hablamos de soberanía, nos referimos por lo general, al monopolio de poder de un Estado dentro de su territorio, y su independencia con relación a otros Estados. Entones, en un país donde las autonomías ya casi son un hecho, deberíamos discutir sobre las ideas en torno a qué tipo de autonomías queremos tener? La idea en si del esparcimiento de la soberanía a organizaciones políticas en diferentes niveles departamentales, y que el Estado deje de tener por si misma la soberanía, no es mala, al contrario, suena hasta muy democrática. Lo malo es que esta idea, aún no ofrece ninguna explicación sobre la implicancia que ello tendrá sobre la soberanía del Estado Nacional. Esta es una de las tantas incógnitas que la constituyente debe resolver. La fuerza de atracción que deberíamos inyectarle a las autonomías debería estar en el plano normativo. Si todas las personas en algún sentido fundamental son iguales, es moralmente arbitrario si nacemos en uno u otro departamento, o si pertenecemos al uno u al otro grupo étnico. La misión fundamental, por lo tanto, para un Estado con autonomías debería ser que todos tengan acceso a derechos humanos básicos.

 

De esta forma, un Estado con autonomías se evitaría de decisiones políticas antidemocráticas tomadas en un departamento, con consecuencias en otros departamentos. La pregunta es, si el Estado boliviano en su condición actual, puede garantizar derechos humanos básicos para todos? La respuesta es un no categórico. La discusión acerca del correcto balance entre los elementos integrantes de la democracia, es otra tarea para la constituyente. Es importante hacer una diferenciación entre elecciones y el liberalismo constitucional. De una manera minimalista, se puede definir a la democracia con las elecciones libres. En cambio, liberalismo constitucional significa una hilera de derechos individuales, como la libertad de expresión, y la libertad de organización. A esto hay que agregar el componente constitucional, a saber, el estado de derecho que garantice los derechos individuales. Parecerá ocioso hablar de todo esto, pero la verdad es que son dos tradiciones que históricamente no siempre se han desarrollado paralelamente.

 

Lo importante es recordar que esta forma de gobierno en las democracias occidentales descansan en dos pilares fundamentales: por un lado, la dimensión de las elecciones libres que, más arriba resumimos como democracia, y por otro, la dimensión de los derechos cívicos, y el estado de derecho que llamamos liberalismo constitucional. En las democracias de occidente, el liberalismo constitucional y las elecciones libres se fundieron en un feliz matrimonio. Pero se debe tener en cuenta, que en muchos países de occidente, fue primero el liberalismo constitucional que fue implantado, antes de que sus poblaciones puedan gozar del derecho a votar. Antes de la libertad de elección, se estableció el estado de derecho, la división de poderes y una protección de los derechos. Debemos aprender de la experiencia en Argelia, y en la actualidad en Irak. Se tiene primero que asegurar la implantación del liberalismo constitucional, antes de las elecciones. Sólo si las elecciones son acompañadas de una constitución liberal, la salida puede resultar en una democracia estable. Las experiencias de Irak y Argelia que se apresuraron ir primero a las elecciones antes de erigir sus aparatos de Estado, es decir, instituciones políticas, policiales y jurídicas, condujeron a ambos países a una lucha de poderes entre grupos militantes.

 

Nuestra misma historia, con la transición directa de regímenes dictatoriales a elecciones, ha conducido a una lucha de poderes en el país que nos condujeron hasta la asamblea constituyente. Después de la así llamada tercera ola de democratización en Latinoamérica (por no sumar también a España y Portugal en este grupo), muchos otros Estados del mundo han implantado un sistema democrático. Aunque muchos de estos Estados organicen elecciones relativamente libres, estos Estados presentan defectos en lo que respecta al estado de derecho, y el respeto por los elementales derechos humanos. Por lo tanto, las experiencias citadas nos demuestran que, si las instituciones que garantizan los derechos de los ciudadanos y las minorías no son establecidas antes que la ciudadanía vaya a las elecciones, entonces existen muchos peligros. Pues no existe un marco constitucional que proteja a grupos desprotegidos, contra por ejemplo; lideres electos con una estrecha agenda étnica. No olvidemos que Adolf Hitler llegó al poder con una completa legitimidad democrática. Sólo si la libertad de expresión, la libertad de organización para el individuo es respetada, pueden las elecciones tener sentido, y ser canales para la influencia popular. Únicamente elecciones y “consultas” no bastan para construir democracia. También el funcionamiento de un estado de derecho, división de poderes, y respeto por los derechos individuales se requieren para que una democracia resulte duradera y espante a los fantasmas y fobias que muchos grupos enseñan, en tiempos de inseguridad.

 

Se debe impedir una versión ahuecada de la democracia. Si apuntamos por una Bolivia con autonomías, la relación simétrica entre gobernadores y gobernados corre el riesgo de dejar de ser algo natural de la democracia. Cuantos más los problemas que sobrepasan los limites departamentales, por ejemplo, la migración, la pobreza, el medio ambiente, y la criminalidad, es más confuso el rol de los departamentos autonómicos y por ende, del Estado. ¿Quién será el actor soberano en la política nacional, y en la política externa? Ahora si dejamos de lado los aspectos prácticos, cómo ven los impulsores de las autonomías el problema de las delimitaciones territoriales? ¿Qué tipo de autonomías se quiere? Dicho de otro modo, dónde exactamente se pondrá la limitación o el nivel de las autonomías, y quién será el soberano... las organizaciones políticas en los distintos niveles, o el pueblo al interior de esas organizaciones? Estas preguntas son muy importantes y deben ser también parte de la agenda de los constituyentes. En tiempos de autonomías, el concepto de Estado deja de hacer referencia a su hegemonía soberana sobre un determinado territorio. Aunque el concepto de Estado no siempre haya tenido el mismo significado durante la historia, es de importancia observar la genealogía del Estado, para poder desenredar la confusión actual y ojalá de esa manera entregar un instrumento de aclaración. Según el historiador Quentin Skinner(1), la primera manera en que el termino Estado a sido usado en un contexto político, para referirse al estatus o la posición de algún soberano o monarca, fue con “El Príncipe” (1513) de Maquiavelo. La cuestión de, qué es lo que un soberano debería hacer para mantener el poder? Era lo central del debate. En esa época se estaba relativamente de acuerdo en que, la obligación del soberano sobre sus sujetos radicaba principalmente en mantener un Estado floreciente. Pronto se da un desplazamiento semántico.

 

El Estado ya no es usado sólo para referir al grupo de individuos sobre quienes un soberano o monarca determinaba, sino también, al portador de la soberanía. Cuando llegamos a “ Two Treatises of Government” (1690) de John Locke, se usa la palabra Estado exclusivamente para referirse al gobierno de una republica, en vez que al dominio de reyes y príncipes. El pensador político de la revolución inglesa dio de esa manera un paso más, y argumentó que el portador de de la soberanía era siempre el “pueblo”. Un uso totalmente diferente del concepto Estado se puede remontar al “Leviatán” (1651) de Tomás Hobbes que, intentó encontrar una posición media entre los que defendían la monarquía absoluta y el derecho divino, y entre quienes defendían la soberanía del pueblo. En tanto los primeros exigían demasiado poder para los reyes, argumentaba Hobbes que, los entusiastas del parlamentarismo exigían demasiada libertad para el “pueblo”. Lo más importante en este contexto fue, el despiadado ataque de Hobbes contra el punto de vista de que el pueblo es el real portador de la soberanía y por lo tanto, que el poder del pueblo y el poder del Estado eran lo mismo. El núcleo de esta critica intenta convencernos de que no hay algo que puede llamarse “pueblo” (nación) Quiénes serían estos, se preguntaba. Lo único que existe más allá de las agrupaciones civiles son, según Hobbes, montones de personas, no así una sociedad en singular, sino, un gentío de individuos particulares que viven en constante miedo e inseguridad.

 

La única manera que tiene sentido hablar de cómo una muchedumbre se convierte en “pueblo”, es cuando un grupo de individuos entran de acuerdo para transformarse en “ una persona jurídica”, y autorizan a una persona o asamblea para actuar como su representante soberano. El pacto político tiene un doble rol: él transforma la muchedumbre en una persona, y al mismo tiempo, autoriza un representante como “conductor” de esta persona. Se puede decir que de esta forma, el poder esta asentado sobre una “persona ficticia”, y que el soberano presta sus servicios como representante de esta persona. Aunque la teoría política contemporánea a dejado atrás las ideas arriba expuestas, y en la actualidad se dice que el Estado es el portador soberano del poder sobre un determinado territorio, hemos heredado dos conceptos contradictorios que lamentablemente adquirieron el mismo termino. Si bien estamos de acuerdo en que el Estado es el soberano de la soberanía, eso implica, según una lectura, que el “pueblo” alberga el poder soberano, y según otra lectura, el Estado es el representante de una “persona ficticia” la que alberga ese poder. Por lo expuesto, los constituyentes deben renunciar a la idea de que manejarán un concepto inequívoco. Si retornamos a la teoría normativa de la democracia, y los intentos de los autonomistas de reformular el concepto de soberanía, debemos primero preguntarnos, qué tipo de soberanía se oculta detrás de la idea de autonomías? Por un lado se enviste comúnmente la idea de las autonomías en un lenguaje democrático, se dice que es una consecuencia de la soberanía del pueblo. Por otro lado, se configura al “pueblo” como una muchedumbre en el sentido Hobbesiano, como una persona ficticia (si así se quiere) cuanto más vastas son las organizaciones políticas en la arquitectura de las autonomías.

 

En el plano nacional, indiscutiblemente el “pueblo” se parece más a “los montones de personas” de Hobbes. El riesgo con la visión hobbesiana, desde una perspectiva democrática es que, “una persona ficticia” nunca puede ser mal representada, puesto que físicamente no existe. Por ello es de vital importancia el fortalecimiento del liberalismo constitucional, como una normativa de la democracia que garantice derechos elementales, y justicia nacional. Quizá de esa forma, las estructuras institucionales y legales que dan una distribución y un trato en igualdad de condiciones, sea mucho más urgente que una Bolivia de autonomías en un sentido substancial. Ello no obstante, los autonomistas podrían sacar provecho de la ambigüedad del concepto Estado y usar distintos tipos de conceptos de soberanía en distintos niveles, dependiendo de que tipo de resoluciones políticas se tomarán. Talvez en la practica puedan resolver el abigarrado bagaje histórico que el Estado arrastra.

 

La economía, la sociedad, y la cultura boliviana están edificadas sobre intereses, valoraciones, instituciones corruptas, un sistema de representación que, en su conjunto pone limite a la creatividad colectiva, y desvía nuestra energía a confrontaciones autodestructivas. Esta situación no debe subsistir. No hay un mal eterno en la naturaleza del humano. No hay nada que no pueda cambiar con intención, con una acción social deliberada, provista de información y apoyado de legitimidad. Si las personas están informadas, activas y comunicativas alrededor de todo Bolivia, si la empresa privada asume su responsabilidad social, si los medios de comunicación dan noticias en vez de proclamas, si los actores políticos reaccionan contra el cinismo y restablecen la confianza en la democracia, si la cultura se reconstruye partiendo de sus experiencias, si la “muchedumbre” siente solidaridad por su prójimo en todo Bolivia, si nosotros garantizamos la solidaridad entre las generaciones, viviendo en harmonía con la naturaleza, si empezamos a explorar nuestro propio yo, y fundamos paz entre nosotros. Si todo eso se hace posible, a través de nuestras conscientes he informadas decisiones comunes, mientras haya tiempo, quizá finalmente, podremos vivir y dejar vivir, amar y ser amados. Otro de los dilemas del Estado Nacional es que, el boliviano moderno, a vendido su alma de distintas formas y tiene una desesperada necesidad de volverlo a comprar.

 

El Estado tiene que interceptar esa desesperación e interpretar su propio dolor sobre las oscuridades del corazón boliviano, y el vació del cielo. Pero, con una tranquilidad fría que le convierta en uno de los instrumentos fiables que mejor ha aprendido de las lecciones del pasado. No hay salvación más allá de este mundo, hay que buscarlo aquí y ahora, a través de una lucha por la justicia y la ilustración sin reprimir sus fuentes espirituales, y sin cesar de discutir y defender valores e ideales.

 

Fuente: Tinku Información Alternativa http://www.tinku.org

 

Nota: (1) Quentin Skinner, Visions of politics: Volumen II, Cambridge University Press. 2002.

 

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