Mercosur: El carro delante del caballo y las trapisondas del mercadeo
04/08/2012
- Opinión
La cumbre mercosureña de Brasilia que culminó en esta semana con la formalización del ingreso de Venezuela como miembro pleno abre una serie de interrogantes y reaviva disputas al interior de los países integrantes, que exceden la cuestión formal del modo y oportunidad de la incorporación. Una primera pregunta elemental es si efectivamente está vivo y vigente este mercado común y luego si reditúa en los términos esperables a los participantes. Como primera respuesta se presenta de modo cuantitativamente estático. Seis años debió esperar Venezuela hasta poder integrarse plenamente y lo hizo gracias a la desgracia paraguaya. De lo contrario continuaría de plantón. La razón no debería buscarse en el desinterés por el petróleo de las élites gobernantes y sus lazos con intereses multinacionales (particularmente las paraguayas o hasta hace poco brasileñas) sino su particular estrechez de miras para pensar la institucionalidad, inclusive mercantil, de un modo menos personalizado y visceralmente reactivo a la pluralidad y los potenciales cambios de carácter socializador. Es probable que para los intereses que defienden hayan hecho bien en resistir. Desde la declaración de Foz de Iguazú de 1985, a poco menos de 30 años, suscripta por Alfonsín y Sarney, o la formalización del Tratado de Asunción de 1991 ya más de dos décadas atrás, poco y nada se ha logrado avanzar. Desde este último tratado es el primer país en sumarse. Pero tampoco desde la epidermis de la magnitud, este ingreso produciría un gran salto. El producto bruto del nuevo Mercosur ya ampliado (como simple sumatoria de los productos brutos internos de sus integrantes) sólo se incrementaría unas centésimas más del 10%. Una dimensión cualitativa se impone analíticamente tanto a nivel de las ramas de producción cuanto en lo que respecta a su regulación.
La caracterización teórica y las estrategias políticas respecto al mercado han sido una de las varias fronteras divisorias históricas entre las izquierdas (si las concebimos anticapitalistas) y los progresismos, o si se prefiere, entre revolucionarios y reformistas. La controversia atravesó todo el siglo XX y no se encuentra plenamente saldada en el actual, habida cuenta de los fracasos tanto de las socialdemocracias como de los socialismos reales, razón por la cuál la humanidad sigue anclada en su prehistoria. Me reiteraré respecto a otros artículos sosteniendo que no considero en esta etapa que esa división resulte irreconciliable o insuperable. Puedo concebir que los reformistas no sean revolucionarios, que se propongan una suerte de humanización -o morigeración de las violencias y vejámenes- del capitalismo, pero de ninguna manera que pueda haber revolucionarios que rechacen u obstaculicen el reformismo, las mallas de contención del mientras tanto, o las conquistas de las minorías o mayorías más postergadas o humilladas. Al menos en una etapa histórica en la que los horizontes revolucionarios concitan limitada adhesión popular y perspectivas concretas aún y sin que una estrategia transicional humanizadora y libertaria haya podido desarrollarse. El programa de transición de Trotsky es muy poco para un siglo de elaboración reflexiva. Entre nuestros tantos déficits, la ausencia de audacia y capacidad imaginativa ocupa un lugar de privilegio. No avizoro otra alternativa inmediata que una alianza, aún compleja, no exenta de empujes y resistencias, entre progresistas e izquierdistas en América del Sur.
Unos y otros deberían poder reconocer, aunque siempre les resultará más fácil a los radicales, que la constitución de un mercado no allana mecánicamente los obstáculos para la producción y distribución de la riqueza, aunque ésta sea su pretendida y explícita funcionalidad. Antes bien, librado a su exclusiva suerte produce y reproduce de manera ampliada las más salvajes desigualdades regionales y de clase. Si bien el mercado capitalista es una instancia de socialización de la producción y la distribución, lo es sólo muy parcialmente y su faceta social está atravesada por un embrollo de intereses, trapisondas, zancadillas y maniobras que conviven con estas formas de socialización, además de las implicancias pluriclasistas contrapuestas que contiene. El mercado es expresión y reflejo de las relaciones a través de las cuales el trabajo particular, realizado por diferentes personas y empresas en diferentes naciones y regiones, se convierte en trabajo social.Los productos de esos trabajos, están condenados de esta forma a ser reconocidos en su carácter social solo a través de una operación de intercambio que define, de esta forma, un tipo de división del trabajo que transforma los productos del trabajo en mercancías. De este modo, el trabajo privado se constituye en una alícuota del trabajo social genérico, mediante una operación de equivalencia o, en otros términos, de homologación social. La interdependencia del capital respecto de la mercancía expresa el marco general en el que tiene lugar la producción de plusvalía y las formas sociales derivadas de su apropiación, salvo que las empresas sean públicas. En la propia potencial integración se cuelan los más vastos intereses privados. Las mercancías, digamos en nuestro caso petróleo, soja, automóviles, minerales, etc., son la síntesis de múltiples determinaciones y, en este sentido, la unidad de lo diverso y complejo. Infinidad de conflictos e intereses se encuentran coagulados en estos envoltorios materiales. Su socialización es incompleta. Atrae y expulsa. Enriquece a unos mientras empobrece a otros a la vez.
El Mercosur fue concebido en pleno período de apogeo del neoliberalismo que por casi 3 décadas carcomió las economías sudamericanas y potenció la penetración de los intereses imperiales, además de haberse acompañado (y facilitado) por el genocidio. Contó para ello con los más grandes asesinos impuestos por la violencia pero también con pacíficos ciudadanos electos. Precisamente porque el cenit de la ideología neoliberal es la más pura e ilimitada “sociabilidad” mercantil. Un campo de disputa antes que de solidaridad. Un escenario de desigualdades y polarizaciones antes que de equidad. Volviendo al interrogante original desde una dimensión ahora cualitativa, ¿es progresista la ampliación mercantil? Encuentro dos ventajas relativas que podrían sustentar la hipótesis afirmativa. Por un lado la de la extensión de la escala productiva y distributiva, es decir el incremento de magnitudes y por otro la diversificación cualitativa. Pero siempre con todas las consecuencias pauperizantes y socialmente desintegradoras de todo mercado. Respecto a este paso concreto, si bien el crecimiento de magnitud no es mayormente rutilante, la reciente incorporación es la de un país que dispone de la mayores reservas petroleras del mundo, inclusive superando al mayor de los integrantes de la OPEP que junto a Brasil y Argentina no sólo garantizan a mediano plazo la plena autonomía energética del conjunto, (a diferencia de otros mercados centrales como el europeo o el NAFTA), sino también alimentaria. Ante la crisis y expansión de las (ya recurrentes) políticas proteccionistas de los países centrales, la autonomía en la mayor cantidad de áreas posibles es una condición fundamental de superación o contención de las consecuencias de la crisis. Pero a la vez Venezuela trae consigo adyacencias mercantiles que no son incompatibles como el ALBA y permite fortalece alianzas políticas como la UNASUR o la Celac.
Por último, ¿es posible compensar o mitigar, aún parcialmente, las desigualdades, anarquía y atomización de la integración mercantil? Lo es sólo si el mercado se regula y planifica con una perspectiva de conjunto e integradora. De lo contrario sucederá con los más pequeños lo que expuso el periodista Legnani en un editorial de este diario que trae a colación la preocupación uruguaya de un viejo dirigente comunista: “Brasil y Argentina siempre han arrojado sus desechos en la vereda nuestra. Y lo harán en el futuro por la desproporción de escala. No se trata de maldad o de falta de generosidad, ni de cultura ni de buenas maneras. Las leyes internas del poder les reclaman exportar el caos al entorno para mantener el mínimo de orden al interno”. Precisamente los socios más grandes, y particularmente Argentina con su régimen populista de derechistas reciclados, son los que más han saboteado y sabotean con políticas proteccionistas y manipulación del tipo de cambio las perspectivas de crecimiento común. Si lo dijera un norteamericano probablemente exclamara: “es el mercado, estúpido”.
El punto de partida no es el mejor. El mercado debería ser una consecuencia regulada y casi indispensable de la construcción de un espacio político común basado en metas institucionales, sociales, económicas, financieras, educativas, laborales, culturales, de defensa y no a la inversa. Sin embargo en este punto también la incorporación de Venezuela y la circunstancia de que sea el Presidente Chávez quién la presida podrán contribuir en algo a la conformación tardía de consenso en torno a esas metas y su posible institucionalización. Por la política antiimperialista y enfáticamente integracionista que ha venido sosteniendo. Aunque lamentablemente bajo la forma de una enfermedad endémica común de las izquierdas y los progresismos, contagiada por la colonización derechista. La del personalismo excluyente y el culto a la personalidad que bloquea o al menos debilita la continuidad de iniciativas encomiables por parte de colectivos sucesores.
Es probable que las derechas reaccionarias tuvieran razón en resistir el ingreso venezolano para impedir que variantes más sólidas y consecuentes de regulación mercantil y de fundación de empresas estatales multinacionales y de infraestructura tengan lugar. Para ello hace falta mucho más que mercado. O en otros términos, mucho menos mercado y mucha más integración político-solidaria.
- Emilio Cafassi esProfesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
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