México: Un largo e impredecible desenlace electoral

30/08/2006
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México D.F.

El proceso electoral de presidente en México ha ido adquiriendo las características de una guerra: todos saben como comenzó pero nadie sabe cómo ni cuándo terminará.

Lo que parecía ser el segundo proceso electoral consecutivo bajo un marco jurídico aparentemente democrático, relativamente diferente al que sustentaba al régimen político del PRI, el modelo autoritario más longevo de América Latina y algunos dicen que del mundo contemporáneo, resultó ser más apariencia que esencia y práctica democrática.

Formalmente la fecha de votación volvió a ser el primer domingo del mes de julio de cada seis años, pero la precampaña electoral se inició más de un año antes, y el tribunal electoral, órgano judicial, tiene como fecha límite para calificar la validez del proceso y reconocer un triunfador hasta el próximo 6 de septiembre.

Este complicado proceso, no sólo es desconocido para la mayoría de los extranjeros sino incluso para muchos ciudadanos mexicanos e incluso representantes de poderosas instituciones como los medios de comunicación (o al menos, por conveniencia eso aparenta).

La explicación de su complejidad y origen se ubica en una larga lucha democrática, partidaria y ciudadana, con más de 600 muertos y cientos de presos, por colocarle candados a un sistema político que no por sofisticado dejaba de ser tramposo y esencialmente antidemocrático. El viejo sistema no permitía la reelección de cargo alguno, pero en los hechos un solo partido y el presidente saliente elegían al sucesor “en las urnas”. La organización, control, validez y la calificación del proceso quedaba en manos del gobierno y de su partido o de sus partidos afines. Era la “dictadura perfecta” según calificación de un afamado escritor peruano.

Bajo esas condiciones, no bastaba que un candidato de oposición ganara la mayoría de los votos, como sucedió en 1988 (y hoy la inmensa mayoría de la clase política lo reconoce), necesitaba la calificación y validación del presidente y su aparato partidario que terminó declarando ganador al candidato oficial (Carlos Salinas de Gortari).

La crisis política, de manifiesta debilidad legal, y la ausencia plena de legitimidad del presidente surgido del fraude de 1988, obligó al gobierno pactar una reforma electoral en 1990 que dio origen a una nueva ley específica y a una institución relativamente autónoma, organizadora de las elecciones y con participación plural de todos los partidos políticos (Instituto Federal Electoral-IFE).

Sin embargo, ante la continuidad de una simulada “democracia electoral”, la presión social logró que en 1996 se agregara una reforma más y surgiera el actual órgano judicial especializado, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) con varios propósitos explícitos,  entre ellos, de
¼ fortalecer el sistema de medios de impugnación, para garantizar los principios de constitucionalidad y legalidad de los actos y resoluciones electorales” y “modificar el mecanismo a través del cual se lleva a cabo la calificación de la elección de Presidente de la República, correspondiendo ahora al TEPJF, realizar el cómputo, calificar y hacer la declaración de Presidente electo.”[1]

Así, hoy formalmente nos encontramos en la parte final de ese complejo proceso de resolución de las impugnaciones por parte del TEPJF antes de llegar al cómputo de los votos, calificar la validez del proceso y declarar vencedor u otras medidas, como la anulación.

Internacionalmente, gobierno y medios manipularon induciendo la creencia de que los resultados iniciales del conteo de votos del 2 de julio daban al candidato de la derecha el triunfo por una muy ligera ventaja, pero ignoraron todo el proceso legal previsto por la ley.

El conflicto, en su parte formal radica en la amplia impugnación que la coalición de izquierda y un importante abanico social ha hecho al proceso electoral en su conjunto. Ésta abarca el recuento de los votos y la sanción a múltiples indicios de violaciones a la ley electoral que prohíbe expresamente la injerencia directa del presidente y de grupos empresariales haciendo multimillonaria campaña contra un candidato.

Sin embargo, y aunque algunos poderosos actores políticos lo han tratado de reducir al ámbito jurídico o legal, la reacción social generalizada, encabezada por la coalición de izquierda, es que existe tanto una violación a la legalidad, pero sobre todo una falta de legitimidad en el actuar de los responsables de las propias instituciones electorales del IFE y en las posibles decisiones que adopte el TEPJF. Por consiguiente, el conflicto es esencialmente político y para resolverlo no sirven ni las soluciones de fuerza ni las legales vigentes son suficientes.

Así, la coalición conservadora, de los poderes fácticos encabezada por la presidencia y los grandes medios de comunicación, aquellos a quienes recientemente les entregó el monopolio mediático, TV, radio y prensa escrita, ha desarrollado una persistente campaña de desprestigio y censura hacia la oposición. Ésta, por su parte, ha usado las vías legales de impugnación enarbolando la casi centenaria y persistente demanda ciudadana de respeto al voto[2], a la transparencia y la democracia, pero acompañada de inusitadas movilizaciones de millones de actores populares, que han ocupado plazas y calles con campamentos permanentes.

Cada vez es más claro que el reformado marco legal electoral no desmontó el entramado institucional autoritario, ni lo remplazó por otro que diera cabida a la pluralidad del actual México. Así, ni ese deficiente entramado legal ni el marco político vigente son suficientes para resolver la naturaleza compleja de una problemática de antidemocracia crónica, profunda desigualdad social, y agravios persistentes que la memoria popular no olvida.

Las pasadas reformas a la ley electoral y la amplia participación social acababa formalmente con elementos del viejo régimen autoritario, pero frente a la persistencia del fraude o la persistencia de una amplia incredulidad al sistema, ahora estamos en medio de un proceso que le muestra a la sociedad la necesidad de ir al fondo y enterrar el eje central del viejo presidencialismo, centralista, patrimonialista y antidemocrático, lo mismo que la ilegal participación directa de poderes fácticos por fuera de los partidos. Y esta gran tarea de naturaleza política no se puede hacer sin la amplia participación y movilización social y no sólo entre los actores políticos tradicionalmente dominantes.

Así a México le llegó la hora de vivir también el conflicto y la lucha que recorre el mundo: la lucha por integrar la legalidad y legitimidad social en los procesos electorales formales, que a su vez faciliten una verdadera gobernabilidad y la recreación de las condiciones para una lucha democrática en pro de la construcción de alternativas verdaderamente sociales.

La sociedad mexicana, sin haber vivido bajo dictaduras civiles y militares clásicas como muchos de los países latinoamericanos, ha compartido, según información de encuestas latinoamericanas y mexicanas[3], muchas de las percepciones y demandas sobre la democracia, sobre la tradicional desconfianza a las instituciones gubernamentales, y en especial a las vinculadas con los procesos electorales. Sin embargo, hoy es evidente que a diferencia de otros países latinoamericanos, la cúpula de la burguesía local o de los grupos empresariales radicados en México, a la par de una situación geopolítica de creciente dependencia del imperio del Norte, no están optando, como en América del Sur, por el juego de las reglas de la alternancia representativa y el compromiso local, sino por el modelo de la ultraderecha estadounidense. Un modelo que mantiene la apariencia democrática formal, pero que en los hechos, es capaz de todo tipo de fraude y violación de las reglas democráticas, así como de caminar hacia el estado trasnacional policiaco.
Ante la ocupación de los espacios públicos por parte de los contingentes populares, la derecha está llamando al uso de la represión policiaca y militar, signo no únicamente del miedo a “la chusma”, sino revelación de la inoperancia de la clase política dominante. Afortunadamente, todavía ni siquiera la presidencia cuenta con el aval de toda la cúpula del ejército o la policía[4].

Es evidente que la Coalición de izquierda apuesta a transformar la movilización popular en verdadero movimiento popular, y por ello ha convocado a una Convención (Nacional) Democrática para mediados del mes de septiembre próximo, a la par de incrementar el programa de resistencia civil e incluso ir hacia las medidas de desobediencia civil, si es que se pretende imponer un presidente espurio.

Finalmente, la prolongación del conflicto está sacando a flote a los aliados políticos de las diferentes fuerzas. A través de los diarios conservadores The Washington Times, The Wall Street Journal, The Financial Times, o sus homólogos latinoamericanos y europeos, se empiezan a filtran los ataques al movimiento encabezado por Andrés Manuel López Obrador, mientras que The New York Times, The Independent y otros del Continente, se reflejan opiniones más objetivas y diversas.

Son tiempos de furiosa lucha nacional y global por construir otras alternativas, es necesaria la solidaridad hemisférica hacia la lucha social del movimiento popular mexicano.

Alejandro Villamar es miembro de Red Mexicana de Acción frente al Libre Comercio (RMALC)



[2] Antes que la demanda agraria revolucionaria zapatista de 1910 “La tierra es de quien la trabaja”, la demanda contra el régimen dictatorial de Porfirio Díaz fue “Sufragio efectivo, No reelección”.

[3] Véase por ejemplo “Informe Latinobaròmetro 2005: 1995-2005, 10 años de opinión pública”. Disponible en: http://www.latinobarometro.org/uploads/media/2005.pdf o “Tercera Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas de la SEGOB“ México, disponible en: www.consulta.com.mx/interiores/99_pdfs/15_otros_pdfs/oe_20060701_ENCUP2005_Resultado s.pdf

[4] Extraoficialmente se supo que ante la consulta a los altos mandos militares sobre un eventual desalojo militar de los contingentes populares, la respuesta fue que primero era responsabilidad de la presidencia suspender el estado de garantías individuales (el estado de excepción) y sólo después el ejército podría obedecer. En otras palabras: la responsabilidad es de los políticos no de los militares.

https://www.alainet.org/en/node/121153
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