13 de Abril: Cuando las hordas me salvaron de la gente

13/04/2018
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A Isaías Rodríguez y a Yanuva León

 

Yanuva León, sin permiso, se atravesó en mi café. Como ella, yo he intentado leer las notas que recuerdan los sucesos de abril con la misma indiferencia que generan las efemérides. La verdad es que lo hacemos porque este es un hecho completamente diferente. No sé si con el tiempo yo lo recordaré como mi propio juramento en el Monte Sacro pero la verdad es que para mí, como para miles de otros, este es un momento fundamental de mi vida.

 

Para mí, como para Yanuva, abril no ha terminado nunca. Por eso, si se trata de conjugar ese momento, creo que sólo podría decir que es un comienzo y esta es mi más personal versión de aquellos días.

 

Llego a abril de 2002, con dieciséis años. Estudiaba primer año en un colegio privado. Soy una adolescente relativamente típica que quiere ser parte del grupo en el que se desarrolla. Por esa época, quería ser arquitecta o periodista. Mi falta de habilidades para el dibujo hace que la gente piense que el periodismo es un mejor destino y juego con una cámara, handycam, que me han regalado por mis quince.

 

Los días de abril habían sido muy movidos. Distinto a lo que fueron los años posteriores para la oposición, en el 2002, tenían una fuerza impresionante. Con el trabajo de los medios y grandes operaciones de mercadeo, las concentraciones y marchas de la oposición son el sitio donde todo el mundo debe estar. Así como si se tratase de una esporádica discoteca.

 

Mis amigos de la época todos estaban en esa onda a la vez que la cotidianidad estaba llena de personajes que podían ser objeto de una crónica de Carola Chávez: estaba la mamá de alguna compañera que barría simulando un arma y gritaba “ni un paso atrás”; estaba el papá de otra amiga que medía con una balanza mental cuanto más habría que hacer para que finalmente Chávez cayera. Estaba la maestra de matemáticas que se persignaba e invitaba a rezar para que las cosas volvieran a ser como en la cuarta. Estaba mi abuela, rubia y caritativa que se emocionaba cada vez que recordaba que había sido miembra fundadora de la Acción Católica.

 

Era un entorno confuso. Mis padres, ambos chavistas hacían sus esfuerzos para no dejarnos sucumbir en ese ecosistema. Con ellos, estaba el amigo pastor de mi padre con el que íbamos a la comunidad; estaban los amigos de la Juventud Obrera Católica, con Pablo y José, con los hijos de José que son tan amigos míos…, estaba Lydda Franco y Nelly Conteras, haciendo chistes entre humo e ironía. Estaba Elsy con su carro dañado.

 

También había otra gente. En especial Yamila Souki, hija de Rafic. Rafic y mi papá pertenecían al mismo mundo. Yamila y yo, pertenecíamos al mismo mundo. Mi primer recuerdo de ella siendo lo mismo que yo soy, fue el 15 de diciembre de 1999, en una esquina de la Plaza de la República donde agitábamos disciplinadamente nuestra bandera porque sabíamos, a los doce años, que ese día nacía nuestro espacio en el mundo, nuestros padres habían podido regalarnos su Revolución.

 

Para ese tiempo, mi padre era Magistrado suplente de la Sala Constitucional. Insistía que era suplente porque siempre ha sido contundente su rechazo a vivir en Caracas. Su espacio favorito de Caracas, dice, es el aeropuerto de Maiquetía cuando anuncian por el parlante la salida a Maracaibo. Rafic, el papá de Yamila, era diputado y otro puñado de tíos de crianza, esos amigos que los padres tienen, eran tal y cual, mengano y pascual.

 

Mi papá, quien disfrutaba más ser suplente que Magistrado, sentía horror del mundo del Tribunal y no tenía mucha tolerancia a venir a Caracas a estos entornos. Se escapaba a los talleres de las Ediciones del Pueblo aunque le tocase aguantar el chalequeo de sus compañeros que veían llegar a Pedro, con traje, escolta y chofer.

 

En abril o al menos en esos días mi padre estaba naturalmente, en Maracaibo, dando clases. En casa estábamos todos y empezamos esos días intentando la normalidad. Creo que era una regla que manejaban mis padres en ese momento, aunque la confrontación apretaba, había que seguir andando.

 

En mi casa había una sola computadora en un estudio improvisado en un cuartico de atrás y era el objeto de todas las discusiones. Todas, menos mi padre, vivíamos peleando por usarla y aunque generalmente ganaba mi mamá, mi hermana y yo sabíamos aguantar la pela un par de minutos.

 

Había un pequeño televisor en la cocina, uno más grande en la sala y otro en el cuarto de mis padres. Yo estaba en la computadora cuando se empieza a hablar de lo que ocurre en Puente Llaguno, cuando Yanuva, debía estar llegando a Parque Carabobo. Chateo con mi profesor de historia, que para la época era tan chavista que el hijo que tuvo en esos años se llama Hugo Rafael. Sin embargo, me lo dice sin ningún pudor: si ya hay muertos, en cuestión de horas caerá el gobierno.

 

Yo no entendí absolutamente nada. Primero, no entendía como de ir a una concentración que era una especie de discoteca podía haber muertos, ni cómo ni para qué alguien desviaría su festejo hacia la muerte. Miré desconcertada el televisor de la cocina y evidentemente era el momento de gritar “papá”.

 

Mi padre es un hombre callado pero no tanto como estaba en ese momento. Acostado sobre la cama, inmutable, casi desmayado veía la televisión. Mi madre me sacó a patadas de la computadora y enviaba frenéticamente correos electrónicos difundiendo lo que pasaba.

 

Yo me acosté con mi padre. Ignoro cuanto tiempo fue. Sé que estaba allí, en su silencio cuando se cayó Venezolana de Televisión. Sonó algunas veces el teléfono. Las horas se sucedieron, mi madre en la computadora, mi padre en silencio. Mi hermana y yo como almas en pena sólo entendiendo que algo que no podíamos imaginar estaba ocurriendo.

 

El 12 de abril, en casa fue igual. Yo estaba frente al televisor de la sala viendo juramentarse a Carmona Estanga y mi padre tenía un semblante de indignación absoluta. Seguía habiendo silencio. Seguía sonando el teléfono. Seguíamos execradas de los espacios donde hablaban y de la computadora. Mi hermana y yo hablamos como sólo hablan los que tienen miedo.

 

Mis padres tomaron la decisión. Se sabía de las primeras detenciones. De la persecución. De los nombres que jamás escuché antes como el de Tarek William Saab, empezaron a circular rumores sobre acciones en contra de los amigos de mis padres y la duda de si esto llegaría aún más cerca. Ellos decidieron atrincherarse, prepararse para un combate o un exilio. Nunca he sabido exactamente ni qué, ni dónde. Ni qué idea tenían para luego ni que hicieron esa noche.

 

Mi padre me abordó en la cocina. Yo estaba sentada en una de las sillas altas que rodeaban el mesón y me dijo: “nos vamos a ir y tu tía vendrá por ustedes. Están persiguiendo gente y lo mejor es que estén con alguien que no apoye la Revolución y no sepan dónde estamos. Si te preguntan, alguien, escúchame bien, tú no sabes nada. Sólo te puedes llevar lo que quepa en el bulto del colegio.” Mi padre se alejó, me miró y salió. Salió con mi madre, creo que era de tarde. No sé si era 12 o era 13, creo que aún era 12 de abril.

 

Mi tía llegó luego y cumplimos lo que nos pidió mi padre. Salimos con ella de la casa. Nos encontramos a una vecina, chavista en aquella época, nos preguntó, seguimos caminando.

 

Cuando llegamos a casa de mi tía, nuestra presencia empezó a rajar el ambiente de celebración que allí había. Mi tía absolutamente feliz de que se había acabado el chavismo empezaba a angustiarse. Caída la noche sin que mis padres se comunicaran, comenzaba a luchar con el miedo.

 

Creo que ella ignora que yo la vi esa noche. Su cuarto tenía una pared-ventana y yo estaba sentada en una hamaca que estaba del otro lado. Mi tía cayó de rodillas en una mesa donde estaba un Cristo y una foto familiar. Desconsolada, rogó. Repitió que eso no era lo que ellos habían deseado, querían que el chavismo se acabara pero no querían que persiguieran a nadie, o al menos, que aquello le rozara tan cerca.

 

El día siguiente, fue el de todos. La televisión y los nefastos capítulos de comiquitas, las celebraciones de los presentadores. Mis primos, menos preocupados que su madre, en su adolescencia tardía celebraban al teléfono. Era como si aclarara tras una noche que ellos habían sentido pesada.

 

Pero en la tarde, después del mediodía. Después de haber permanecido con mi hermana en el estudio, que era el único espacio donde no nos asfixiábamos o al menos, sentíamos que no asfixiábamos a los alegres. Después de haber estado jugando una y otra vez a sacar la pila y el casete de mi cámara, algunas cosas empezaron a cambiar.

 

Había hablado Isaías Rodríguez. El golpe parecía que había sido atajado en el aire y los rumores de que la gente, como Yanuva, había tomado Caracas eran cada vez más fuertes. Para mí con Isaías, ni con la gente, volvió de inmediato la alegría. La vida no tenía ningún sentido porque seguíamos sin saber ni dónde estaban nuestros padres ni que pasaría después. Sentíamos que estábamos condenadas sin saber a qué ni por qué.

 

El ambiente festivo, ese sí, se había apagado. Creo que por par de minutos todos estábamos sencillamente desconcertados. La alegría de mi primo se había transformado en desgano y asco. Miraba un pequeño televisor gris en la cocina, con la espalda contra un mesón y comía cereal.

 

Allí, de pronto, la prensa mostró imágenes. Un pueblo se había puesto de pie. Eso fue demasiado para él, dejó el plato, apagó el televisor y dijo “cuando será el día que entiendan que la gente no quiere a Chávez”. Yo, repliqué y le dije “¿y eso qué es?, ¿tú no estás viendo toda esa gente?”  Y lapidariamente, él me dijo “esas son las hordas”.

 

Pasó ese día y fue la brillante mañana del 14 de abril que se acabaría el letargo. Chávez había vuelto en la madrugada, victorioso, abrazado con un pueblo armado de dignidad, con soldados leales. Recuerdo esas imágenes, recuerdo que poco a poco, después conocería a algunos de los que cargaron a Chávez a su llegada.

 

Sonó el teléfono pero ya nadie tenía malas noticias. Era la voz de mi madre, había triunfado la vida. Yo tomé lo que tenía y me colgué la cámara al cuello, mis padres vendrían y nos fundiríamos con la gente de Chávez que, resucitada, se reunía en Panorama.

 

Yo nunca volví a dudar. Con Isaías y con el regreso de Chávez, se había salvado mi vida y la de mi padre y la de mis tíos. Yo nunca dejé de escribir, ni cuando Chávez se fue. Ni pude contenerme cuando lo vi en persona y cuando en la Asamblea Nacional, me tocó saludarle y entregarle una carta, donde todo el mundo pedía cosas yo solo escribí “pa’ lante Comandante”. Luego, conocí a Isaías Rodríguez una tarde de guarimba y volví a ser delante de ellos la adolescente que no perdió la vida.

 

Hoy, tomando un café me interrumpió Yanuva, hermosa poeta y mujer caraqueña. Adolescente de esa época de las que tomaron el Fuerte y sentí que necesitaba contarle que ella también, que su hermana que quería enfrentarse en Puente Llaguno, ellas también salvaron mi vida y han sido, día a día, como en un eterno abril todas las causas que he sido y seré, como si alguien hubiese jurado en el Monte Sacro que jamás no podrán vencer.

 

 

 

 

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