Una prueba de mezquindad y fraude institucional

La soledad de las victimas

11/12/2017
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Para no ir lejos, la violencia de los años 40 y 50 terminó en el pacto del “Frente Nacional”, con una paz de elites, por las alturas; lo que facilitó el acuerdo es que liberales y conservadores se repartieron los recursos del Estado por partes iguales. No hubo reparación para las víctimas (más de 300 mil muertos), ni devolución de las tierras despojadas; la violencia se recrudeció en la base de la sociedad y la resistencia campesina que, al ser desoída por el gobierno, poco después se transformó en alzamiento armado.

 

El Frente Nacional bipartidista fungió como una dictadura civil, se abrogó el monopolio del poder; dejó al margen de la participación política a más de la mitad de la población (que optó por la abstención permanente, 50-60%); aumentó la dependencia de los EE.UU, se instauró la doctrina de la seguridad nacional; fue proclamado como enemigo interno cualquier inconformidad frente a la política del régimen establecido y aumentó la violencia especialmente en las áreas rurales. Las víctimas de la violencia y el despojo fueron a parar como colonos en zonas de periferia, donde también eran perseguidas.

 

El nuevo ciclo de violencia militarista y anticomunista de los años 70 y 80 convirtió en objetivo el proyecto político de la Unión Nacional de Oposición –UNO-, decenas de concejales comunistas fueron asesinados por el propio ejército; el gobierno liberal de Turbay Ayala impuso el Estatuto de Seguridad como mecanismo de contención de la protesta social y se generalizó la tortura y la desaparición forzada de líderes políticos y sociales por cientos.

 

Con el Gobierno de Belisario Betancur se intentó la paz. Los acuerdos de la Uribe de mayo de 1984, fueron una esperanza que se transformó en tragedia; la letra del pacto de paz establecía unos cuantos cambios políticos, pero el empresariado latifundista y el alto mando militar decidieron ahogar en sangre ese anhelo y la Unión Patriótica fue sometida a un genocidio del cual se avergüenza el país; ese caso está en la impunidad, los victimarios aun ocupan cargos en corporaciones públicas, son pensionados de instituciones militares y otros puestos oficiales.

 

La nueva etapa de “paramilitarismo de Estado”, como la llamó el propio Mancuso, desde los años 80 dejó en el camino 6 millones de desplazados, más de 50 mil desaparecidos, 8 millones de hectáreas de tierra despojada que fue a parar a manos de corporaciones multinacionales beneficiarias de la “confianza inversionista”, pero también de congresistas, militares; magistrados, gobernadores; miles de asesinatos selectivos de líderes campesinos, dirigentes sindicales, indígenas, afros, oposición política, mujeres, jóvenes durante los gobiernos de Barco, César Gaviria, Samper, Pastrana, Álvaro Uribe y Santos; haciendo uso de su instrumento paramilitar, protagonizaron la más cruel matanza de ciudadanos colombianos.

 

El primer gobierno de Uribe trata de tapar su vergüenza, expidiendo la ley 975 de 2005, conocida como “de justicia y paz”. El proceso de desmovilización paramilitar fue un rotundo fracaso, incompleto y con una elevada impunidad, muchas estructuras paramilitares se encuentran en actividad; solamente se han proferido 46 condenas; la Fiscalía posee 15.737 expedientes de personas por nexos con paramilitares, de las cuales 1.311 son dirigentes políticos y 1.228 miembros de la Fuerza Pública. El resto (13.198) han sido catalogados como “terceros no identificados”, estos procesos están congelados. En lo que respecta a la reparación de víctimas, solamente el 6% proviene de los bienes entregados por los paramilitares, doce años después de expedida esta ley, “el balance es pobre”.

 

 

 

Con la extradición de 16 jefes de las AUC, el gobierno de Álvaro Uribe desconoció los derechos de las víctimas y de la sociedad a la verdad y priorizaron entregar esas personas a Estados Unidos para ser juzgados por narcotráfico, dejando en último lugar los procesos por crímenes atroces perpetrados en Colombia. Hasta hoy no se ha sancionado a los instigadores, financiadores y quienes se beneficiaron política y económicamente del paramilitarismo.

 

La Ley 1448 de 2011 sobre reparación integral a las víctimas y restitución de tierras, expedida en el gobierno Santos no arroja avances concretos, no ha sido recuperado un solo metro de la tierra despojada y la reparación a las víctimas es exigua. Simultáneamente la comisión de ejecuciones extrajudiciales por parte de la fuerza pública, cuyas víctimas fueron falsamente presentadas como guerrilleros muertos en combate, avanza en la fiscalía muy lentamente y los militares interponen todo tipo de obstáculos en las investigaciones.

 

Tras 52 años de confrontación armada y 4 años de conversaciones se logra un acuerdo histórico. La insurgencia de las FARC insiste que los derechos de las víctimas deben estar en el centro de lo pactado; se logra configurar un consenso sobre el modelo de justicia transicional plasmado en la Jurisdicción Especial para la Paz -JEP- que ejercerá funciones judiciales y hará parte del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición.

 

Sin embargo muy pronto la implementación de los acuerdos se convirtió en el más agrio campo de disputa, la extrema derecha personalizada en el Centro Democrático, Cambio Radical y su cuota en la Fiscalía, Martínez Neira, la Corte Constitucional y sectores de la Unidad Nacional del Gobierno, se aterrorizaron porque inicialmente se convino que a la JEP irían todos los responsables de delitos cometidos en razón del conflicto armado, especialmente los crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra, entre otros. 

 

Este Congreso de latifundistas, ganaderos, para-políticos y banqueros, salvo poquísimas excepciones, reafirmó su carácter medieval y se convirtió en el mercado de los fariseos, el escenario donde salió a la superficie lo peor de la miseria humana; la amenaza permanente de hundir la JEP, la desintegración del quórum, poner precio extorsivo al voto. Al final la JEP, con la complicidad de la Corte Constitucional, sufrió una terrible desfiguración, prácticamente se redujo a un instrumento para juzgar únicamente a los miembros de las FARC, excluyendo descaradamente a los mandos militares y a los terceros comprometidos en el apoyo y financiación de crímenes paramilitares.

 

El Congreso cerró sus sesiones hundiendo la reforma política y negándole a las víctimas las circunscripciones de paz, una decisión que encierra una enorme mezquindad y que confirma el carácter excluyente del régimen político colombiano, secuestrado por unas elites tradicionales que impiden que la democracia también sea un bien de campesinos, indígenas y afros históricamente afectados por la violencia y marginados de la participación política.

 

El poder ejecutivo, el Congreso, las altas Cortes, una vez más le dieron la espalda a las víctimas y los excluidos; se desaprovechó la oportunidad de los acuerdos de La Habana para democratizar la sociedad, ampliar la participación de los afectados por la violencia, reconocer los derechos de las víctimas y sentar una bases sólidas para construir la paz desde una institucionalidad de contenido democrático. Especialmente en la comunidad internacional se va aclarando que estamos frente a un Estado al margen de la ley.

 

El reto que le queda al país, es ganar los cambios políticos y la democracia a partir de la unidad popular y una movilización combativa de los marginados de este país, no podemos permitir que las victimas continúen en la soledad.

 

Luis Jairo Ramírez H.

Defensor de derechos humanos.

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/189767
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