Trump se va… El trumpismo se queda

12/11/2020
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Ahora está claro que Joe Biden es el nuevo presidente de los Estados Unidos. Es poco probable que la maniobra legal de Donald Trump cambie los resultados de las elecciones, como cuando, en el año 2000, un Tribunal Supremo conservador decidió a favor de George Bush en lugar de Al Gore, que perdió entonces por 535 votos. Incluso este Tribunal Supremo, en el que Trump tiene seis miembros simpatizantes (tres nombrados por él, todo un récord) y solo tres no simpatizantes, no se atreverá a cambiar un resultado proveniente de tantos estados.

 

Trump se ha ido, pero, por triste que sea decirlo, el trumpismo está aquí para quedarse. Sin embargo, ¿estamos ante una situación específica de los Estados Unidos o se trata de un fenómeno más general? Creemos que, en una era marcada por la globalización, deberíamos intentar un análisis global. Estaríamos dejando afuera un trillón de hechos, eventos y análisis, pero este es ahora el destino del periodismo. Cualquiera podrá añadir lo que crea relevante y decidir lo que se ha dejado fuera. Y será un gran avance en relación con este breve análisis.

 

Pero empecemos primero con los Estados Unidos. La victoria de Biden proviene de una inusualmente alta participación en las elecciones del 67% de los votantes. En las elecciones estadounidenses, este indicador raramente excede el 50%, aunque la mayor participación se registró en 1900, cuando votó el 73% de la población. Recuerden que en los EE. UU. votar se define como un privilegio, no como un deber. Para votar hay que registrarse y muchos estados convierten este requisito en una tarea exigente, excluyendo automáticamente a la parte más frágil de la población.

 

Biden ganó el mayor voto popular en la historia de los EE. UU.: 71.4 millones en comparación con los 69.4 millones obtenidos por Barack Obama. Sin embargo, Trump obtuvo 68.3 millones de votos, casi cuatro millones más que en 2016, a pesar de una pandemia que, hasta ahora, ha dejado más de 230,000 muertos, con la peor crisis económica desde la Gran Depresión, y tras cuatro años de enfrentamientos, algunos masivos, como el de Black Lives Matter (Las vidas negras importan). Duplicó los votos de la comunidad LGBT, obtuvo el 18% de los votos afroamericanos, el voto de la mujer blanca a su favor creció en un 6%, y ganó la Florida gracias a los votos latinos (cubanos, venezolanos y, en menor medida, puertorriqueños).

 

Los Estados Unidos están atravesando una transformación demográfica que exacerbará aún más la polarización. La Oficina del Censo estima que este año la mayoría de los 74 millones de niños del país no serán blancos. Y en la década del 2040, la población blanca estará por debajo del 49%, mientras el otro 51% estará compuesto por latinos, negros, asiáticos y otras minorías.

 

La génesis de los Estados Unidos difiere de la de Europa. Fue creado por una inmigración de religiosos ingleses de tendencia radical que querían crear un nuevo mundo, «un poblado luminoso en una colina», donde el secularismo y la corrupción moral de su país quedarían atrás. Tras su llegada, tuvieron que luchar contra los pueblos indígenas que eran considerados bárbaros, sin una verdadera religión (muy parecido a lo que hizo la conquista española en América Latina). La guerra de independencia de Inglaterra reforzó el valor moral de su acción: libertad de la tiranía. Y, con la Revolución Industrial, llegaron oleadas de inmigrantes, todos escapando de Europa a causa de la pobreza o la opresión. Con muy baja educación, debían integrarse en una sociedad fuerte ya existente, que se definió a sí misma como «WASP» (por las siglas en inglés de blanca, anglosajona, protestante). Para lograrlo, los EE. UU. inventaron los medios de comunicación masiva como un instrumento para el crisol (hasta entonces en Europa los periódicos tenían poca circulación dirigida a las élites), y dos mitos: el excepcionalismo americano y el sueño americano.

 

La conquista de Occidente fue una saga nacional, con el cine como el otro instrumento para formar el crisol. Los hijos de los diferentes inmigrantes reaccionaron con alegría al sonido de la trompeta anunciando la carga de caballería que acabaría con las hordas indígenas que venían al ataque. Y además de los medios de comunicación y el cine, una fuerte industria publicitaria conformó los gustos y patrones de consumo. La abundancia de recursos naturales y la permanente llegada de inmigrantes, impulsó un crecimiento continuo. Aquí es que los dos mitos se convierten en verdades indiscutibles. El excepcionalismo americano, el hecho de que los EE. UU. tiene un destino diferente al de todos los demás países, se convirtió en un elemento básico del discurso público. En 1850, el presidente James Monroe emitió una declaración según la cual ningún país europeo podía ya intervenir en América Latina. Y todavía hoy, una gran parte de la población piensa que EE. UU. tiene el derecho de intervenir en el mundo, porque EE. UU. es el guardián del orden y la ley en un mundo caótico.

 

Para convertirse en ciudadano americano, tienes que jurar que olvidas tus orígenes, porque has nacido como un hombre nuevo. La inscripción de la Estatua de la Libertad, lo primero que vieron millones de inmigrantes después de un largo viaje, lleva una inscripción que simboliza bien el mito:

 

«¡Guarda, tierras antiguas, tus esplendores de otra época!», grita la estatua con labios silenciosos. «Dadme tus cansadas, tus pobres, /Tus masas amontonadas gimiendo por respirar aire libre, /A los despreciados de vuestras costas abarrotadas, /Envía hacia mí a los desheredados, a los perdidos por la tempestad, /¡Alzo mi lámpara junto a la puerta dorada!»

 

El segundo mito, el sueño americano, era otra poderosa herramienta para la paciencia y el trabajo duro. Era parte del legado fundacional protestante. Cualquiera que trabajara duro se volvería adinerado o rico. Si no te haces rico, es porque no te esforzaste lo suficiente. Este es el mito que la Iglesia Evangélica ha adoptado: Dios recompensa a los trabajadores esforzados y no a los perezosos. Como resultado, la pobreza no es contemplada por Dios. Y la Iglesia Evangélica ha logrado un resultado notable (no solo en los EE.UU., sino en todas partes, desde Brasil hasta Guatemala): tener a los pobres votando por la derecha.

 

El excepcionalismo de los EE. UU. es evidente cuando se mira a otras colonias inglesas. Australia, por ejemplo, fue el destino de prostitutas, ladrones y ciudadanos británicos en bancarrota. Sería imposible imaginar al primer ministro de Australia hablando en nombre de Australia y de la Humanidad, como lo hace habitualmente el presidente de los EE. UU. Tampoco el primer ministro de Canadá hablaría jamás en nombre de Dios o diría que Dios ama a Canadá. Los EE. UU. es el único país del mundo que no acepta que su personal militar sea juzgado por un tribunal extranjero.

 

Y los Estados Unidos de América vio confirmada su excepcionalidad, y su papel como defensor de la humanidad, con la Segunda Guerra Mundial. A pesar de las enormes pérdidas de tropas y civiles rusos (27 millones, frente a 419,000 estadounidenses), el claro vencedor contra los males del nazismo y el fascismo fue EE. UU. Fue capaz de ganar la guerra gracias a su asombrosa producción militar (un barco en tres días) y a la construcción de la bomba atómica. Así, entró en nuestra era contemporánea con todos sus mitos reforzados.

 

Y el Plan Marshall, que resucitó a Europa de sus ruinas, fue una medida de contención contra el nuevo mal, el comunismo, pero también se convirtió en la prueba final de su superioridad y solidaridad.

 

Estados Unidos también creó las Naciones Unidas como una institución que evitaría la repetición de los horrores de la guerra. Se pretendía reunir a todos los países bajo el mismo techo y tomar decisiones a través de debates y acuerdos, no de la guerra. Pero el mundo no se congeló, porque la visión americana del mundo se convirtió en una camisa de fuerza para los EE. UU., que predicaba la libertad de comercio e inversiones. Por supuesto, era con mucho el país más fuerte y por lo tanto el ganador de un Orden Mundial Americano, con la amenaza soviética bajo contención, la estrategia formulada por el diplomático estadounidense George F. Kennan en 1947.

 

Pero una vez que la ONU se expande de los 50 países originales a 187, y usted insiste en la libre competencia y el comercio, se convierte en una víctima de su propia retórica. Todos esos países, en una institución democrática, tienen un voto. En 1973, la Asamblea General votó unánimemente a favor de un Nuevo Orden Económico Mundial, basado en la solidaridad internacional y en la transferencia de riqueza de los países ricos a los pobres para el desarrollo mundial. Estados Unidos votó con la Asamblea General. Pero entonces llegó Ronald Reagan, un admirador de John Wayne y, en muchos sentidos, un precursor de Trump. Poco después de su elección, en 1981, Reagan fue a la Cumbre Norte-Sur de Jefes de Estado en Cancún, México, para anunciar que Estados Unidos ya no aceptaba ser un país como todos los demás y que seguiría una política exterior más conveniente para sus intereses.

 

Reagan también tenía una visión de un cambio radical en su casa. Creía, firmemente, que los valores de justicia social, solidaridad y equidad fiscal, se habían convertido en un freno para la economía y la sociedad. Fue el primero en introducir la idea de que el Estado (la «bestia») estaba inflado, era costoso e ineficiente, y era el enemigo de las empresas y corporaciones, que debían no tocarse para que pudieran liberar toda su creatividad. Entre otras cosas, quería cerrar el Ministerio de Educación, porque creía que la educación se podía hacer mejor en el sistema privado. Era un muy buen comunicador y un especialista en encontrar respuestas fáciles a cuestiones muy complicadas, banalizando el verdadero problema —un ejemplo sobre el medio ambiente: las industrias no contaminan, los árboles contaminan. Para su época, los EE. UU. habían alcanzado un nivel impresionante de investigación y enseñanza (para unos pocos), como lo demuestra el gran número de premios Nobel.

 

Reagan fue también el primero en desafiar abiertamente a las élites, hablando en nombre de los ciudadanos comunes: el pueblo. Y es aquí donde la historia de los EE. UU. pierde su identidad individual y comienza a fusionarse con el mundo. Reagan tuvo su contraparte en Europa, Margaret Thatcher, que compartía la misma visión, y se fue a pelear contra los sindicatos, a recortar el gasto público, a privatizar los ferrocarriles, los aeropuertos y todo lo que fuera posible. Ella pronunció su famosa frase: «la sociedad no existe, solo los individuos». Juntos lanzaron lo que se llamó la globalización neoliberal y se retiraron de la UNESCO. La base principal era que el mercado, y ya no más el hombre, era la base de la economía y la sociedad. El Secretario de Estado de EE. UU. Henry Kissinger afirmó que la globalización era el nuevo nombre de la dominación americana.

 

Todo esto fue reforzado por tres acontecimientos históricos: 1) la caída del Muro de Berlín, en 1989, que eliminó la amenaza del comunismo y dio al capitalismo una total libertad de maniobra; 2) el Consenso de Washington, establecido por el Departamento del Tesoro de los EE. UU., el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. El Consenso ordenó en todo el mundo que los costos sociales eran improductivos, que cualquier barrera nacional debía ser abolida para permitir que las inversiones y el libre comercio prosperaran, y privatizar al máximo posible; 3) la teoría de la «Tercera Vía» del Primer Ministro del Reino Unido, Tony Blair, según la cual, debido a que era imposible detener la globalización, lo mejor para la izquierda era montarse en ella y convertirse en su rostro humano. Así, durante dos décadas, bajo la influencia estadounidense, la globalización neoliberal se convirtió en la norma de gobierno, tanto a nivel nacional como internacional. De acuerdo con sus apologistas, impulsaría todos los barcos.

 

Pero entonces, en 2008, un terremoto sacudió Wall Street. En 1999, bajo el mandato de Bill Clinton, se abolió la regulación Steagall-Glass, adoptada tras el colapso de la bolsa de 1929. Esa regulación había mantenido a los bancos de inversión separados de los bancos comerciales tradicionales. Un tsunami gigante golpeó las inversiones, es decir, la especulación. Libre de todo control y de control internacional (el sector bancario es el único en el mundo sin ningún instrumento regulador o contralor), el sistema bancario tomó vida propia, abandonando la economía real. Y entró en más y más operaciones especulativas hasta que, en 2008, los bancos estadounidenses prácticamente quebraron. Esa crisis se expandió por todo el mundo y, en 2009, en Europa los bancos también se fueron a la quiebra. Según las estimaciones de la OCDE, para rescatar el sistema bancario, fue necesario invertir dos billones de dólares. Eso equivale a 267 dólares por persona en un mundo en el que casi 2,000 millones de personas vivían entonces con menos de dos dólares al día.

 

La crisis de 2008-2009 y la consiguiente incertidumbre y temor obligaron a un examen crítico de la teoría neoliberal. Durante casi tres décadas, la ciudadanía, los medios de comunicación, la sociedad civil, los economistas, los sociólogos y los especialistas en estadística habían denunciado que la globalización exacerbaba la injusticia social, despojaba a muchas personas de sus ingresos mediante la relocalización de empresas en lugares más baratos, creaba un crecimiento desigual entre las ciudades y las zonas rurales y graves daños al planeta, y que era urgente contrarrestar esos abusos.

 

Después de ocho años de George W. Bush, de guerras y de falta de atención a los problemas sociales del país, Estados Unidos eligió, en 2009, a un hombre con un mensaje de esperanza, integración y paz: Barack Obama. Pero si Obama realmente quería deshacer un sistema que había sido establecido durante 20 años, estaba fuera de su alcance. En 2015, el Senado de los Estados Unidos pasó a manos de los republicanos y el líder de la mayoría del Senado, Mitch McConnell, bloqueó todos los movimientos posibles de la administración de Obama. En 2017, se negó, incluso, a considerar la propuesta de Obama para la Corte Suprema, porque habría elecciones en diez meses (el mismo Mitch McConnell que, en solo tres semanas, obtuvo el nombramiento de la integralista y tradicionalista católica, Amy Coney Barrett, en vísperas de las recién celebradas elecciones).

 

Mientras que los sueños evocados por Obama comenzaron a desvanecerse, la crisis de 2009 trajo consigo algunos acontecimientos políticos sin precedentes. La incertidumbre y el miedo también se exacerbaron por el flujo de inmigrantes de países desestabilizados por las intervenciones de los EE. UU. y Europa, como Irak, Libia y Siria, y de aquellos que escapaban de regímenes dictatoriales y del hambre. En todo el mundo, este proceso trajo consigo un florecimiento del nacionalismo y la xenofobia, con la creación de los llamados partidos «soberanistas» en todos los países de Europa y, progresivamente, en todo el mundo. Todos ellos se basaron en la xenofobia contra los migrantes, la denuncia de las instituciones mundiales y regionales como ilegítimas y enemigas de los intereses nacionales, y en hablar a nombre de las personas víctimas de la globalización: los trabajadores de fábricas que habían cerrado debido a la relocalización; los llamamientos a un pasado glorioso (Brexit, 2016); las personas de las zonas rurales que habían quedado atrás por el desarrollo más rápido de las ciudades (los Chaquetas Amarillas en Francia en 2018); la anexión brutal de Cachemira a la India por parte del primer ministro indio Narendra Modi en 2019; la asombrosa eliminación de la protección de la Amazonia por parte del presidente brasileño Jair Bolsonaro en 2019; la anexión de Hong Kong en 2020 por parte de Xi.

 

Así que sería un error apuntar solo a Trump cuando nos enfrentamos a un problema mucho más grave. Trump, por supuesto, ahora deja a los demás desnudos. Tal vez, este sea el comienzo de un nuevo ciclo político… pero el sistema está ahora roto y es casi imposible arreglarlo. La pandemia de coronavirus ha puesto un clavo más en el ataúd. La ola negacionista es otro síntoma de cómo la crisis de confianza ha erosionado nuestra sociedad. Y, por cierto, tenemos ahora dos defensores de la teoría de la conspiración de QAnon elegidos en la Cámara de Representantes. La teoría QAnon postula que Hillary Clinton y otras figuras importantes, desde Bill Gates hasta George Soros, se reúnen para beber la sangre de muchachos jóvenes en el sótano de una pizzería en Nueva York. Trump aparece como el supuesto salvador. El hecho de que la pizzería en cuestión no tenga sótano es irrelevante.

 

Volviendo a los Estados Unidos, los mitos del excepcionalismo y del sueño americano ahora se han evaporado. Trump lo hizo sorprendentemente bien si se mira la situación desde el punto de vista de hombre culto. Es el primer presidente de los Estados Unidos que nunca habló en nombre del pueblo: por el contrario, retrató a los que no le votaron como antiestadounidenses. En su gobierno, tuvo muy pocas reuniones del gabinete y gobernó a través de tweets, rara vez consultando a su personal. Movilizó los temores de la población blanca contra los inmigrantes y otras minorías; proclamó la ley y el orden contra cualquier movilización, demonizando a los participantes. Es la quintaesencia del narcisismo, solo se ama a sí mismo, no se preocupa por nadie más y no confía en nadie. Es un ejemplo de misoginia, pagó sus impuestos en China, pero no en los Estados Unidos. Ha inaugurado la era posverdad, haciendo varias afirmaciones falsas por día. Ha usado la administración pública como su equipo personal, cambiando continuamente a los funcionarios públicos y poniendo en sus puestos a personas que comparten sus puntos de vista. El Ministro de Educación no cree en la escuela pública. El Ministro de Justicia cree que el presidente tiene poder sobre el poder judicial. La persona responsable del medio ambiente está en contra de la energía limpia. ¡Parece que los vampiros están a cargo de los bancos de sangre!

 

Es inútil enumerar todos los desastres de Trump en los asuntos internacionales, pues estos son bien conocidos. Se ha retirado de la idea de la cooperación internacional, del acuerdo de París sobre el clima y de la Organización Mundial de la Salud; ha puesto en peligro la Organización Mundial del Comercio (una creación de los EE. UU.), ha mostrado preferencias por dictadores como Putin y Kim Il Jong, y ha banalizado la alianza de la OTAN (otra creación de los EE. UU.)… y podríamos seguir y seguir. Representa el aislacionismo clásico americano: retirémonos de un mundo en caos, que no nos aprecia, sino que solo quiere explotarnos. Pero ahora vivimos en un mundo multipolar y la globalización está siendo jugada por muchas manos. Para 2035, China habrá superado a los EE. UU. como la potencia más fuerte del mundo.

 

Sin embargo, Trump ha conseguido votos de todos los estratos enfermizos de la sociedad americana. Los blancos que se sienten amenazados; la población rural que se siente abandonada; los trabajadores de las fábricas que cerraron debido a la relocalización; la clase media acomodada de los suburbios que se siente amenazada por los pobres que invaden sus propiedades; los negros que se convierten en clase media y miran con horror las miserias de la mayoría de los afroamericanos; los evangélicos que se alegraron de que el Tribunal Supremo se convirtiera en una institución de derecha y tuviera un vicepresidente, Mike Pence, y un Secretario de Estado, Mike Pompeo, ambos evangélicos; aquellos que mantienen el mito del Lejano Oeste, su individualismo, su valor machista y sus armas; todos los que consideran al Estado, al público, como un enemigo de la libertad; los policías que encontraron su impunidad enjuiciada; aquellos que decidieron que las mujeres, los gais, el aborto y los derechos humanos estaban llevando a América a lo opuesto de sus valores fundacionales. Toda esa gente existe, fue unida por Trump, y van a sobrevivirle. Y en un país donde existe el odio y los opositores se han convertido en enemigos; plagado por la epidemia de las drogas; donde uno de cada seis estadounidenses padece problemas psicológicos y más personas mueren al año a causa de las armas que durante la Guerra de Vietnam, crear la unidad es una tarea muy, muy difícil.

 

Los demócratas pensaron que presentar a un candidato mayor y civilizado, Joe Biden, traería de vuelta la empatía y el diálogo como factor de unidad. De hecho, lo que parece es que Trump ha perdido las elecciones y no que Biden las ha ganado. Los progresistas lo ven como una personificación del orden establecido y seguirán presionándolo para que se libere del sistema. Solo sabremos el 6 de enero si el Partido Republicano se mantiene en el Senado, como es probable. Y, si el Senado regresa bajo el control de Mitch McConnell, el bloqueo que puso frente a Obama será visto como tiempos suaves. Biden podrá deshacer muchas de las órdenes ejecutivas de Trump, pero, por ejemplo, no podrá cambiar la composición de la Corte Suprema, que durará por lo menos un par de décadas. No podrá aumentar la cobertura de salud. La posibilidad de aumentar el salario mínimo y los impuestos a los muy ricos será casi nula. Los republicanos volverán a ser los guardianes de la austeridad fiscal, después de haber dejado que Trump aumentara el déficit nacional a un nivel sin precedentes. Y la cada vez más poderosa izquierda del Partido Demócrata tratará de condicionar y empujar a Biden, a quien eligieron solo para deshacerse de Trump.

 

Ahora Trump ha perdido su Teflón y es un perdedor. Pero tiene 68 millones de seguidores en Twitter y, probablemente, va a abrir su propio canal de televisión. Va a ser un serio problema para el Partido Republicano. Va a cultivar el mito de las elecciones robadas y mantener a sus seguidores en un estado de confrontación. Trump se ha ido, pero el trumpismo permanece. Y esta es una verdad para el mundo. Hasta que eliminemos la globalización neoliberal, los Trumps, los Bolsonaros, los Viktor Orbans y demás de este mundo, serán solo la parte visible del iceberg. ¿Pero qué va a hacer eso? Tenemos un rayo de esperanza desde la sociedad civil. El drama climático ha traído a los jóvenes de vuelta al activismo. Y, además, están las otras dos movilizaciones mundiales, Me Too (Yo también) por la dignidad de la mujer y Black Lives Matter (Las vidas negras importan) para combatir el racismo —que no es solo un fenómeno americano—, que han reunido a millones de personas en todo el mundo.

 

Estamos en un período de transición. No está claro hacia dónde, pero solo podemos esperar que sea una transición sin sangre. Al final, dependerá de los hombres y mujeres de todo el mundo, de la capacidad de encontrar valores comunes en nuestras diversidades para establecer relaciones de paz y crear puentes globales de justicia social, solidaridad y participación. Controlar el cambio climático y salvar nuestro planeta es una tarea inmediata y urgente. Esto dependerá de cada uno de nosotros, y debemos hacer que este sea el primer puente que se camine, con toda la humanidad.

 

- Roberto Savio, Presidente de Other News, es economista, periodista, experto en comunicación, comentarista político, activista por la justicia social y climática y defensor de una gobernanza global anti neoliberal. Director de relaciones internacionales del Centro Europeo para la Paz y el Desarrollo. Cofundador, en 1964, y actual Presidente Emérito de la agencia de noticias Inter Press Service (IPS), que dirigió durante más de cuatro décadas.

 

Nov 11 2020

http://www.other-news.info/noticias/2020/11/trump-se-va-el-trumpismo-se-queda/

 

https://www.alainet.org/es/articulo/209739
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