El político y el científico en tiempos de la 4T: réquiem por el intelectual en medio de una crisis sanitaria

13/04/2020
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Contrario al sentido común imperante en la derecha mexicana y en grandes sectores de la propia izquierda —desde la más rastrera y conservadora hasta las militancias más recalcitrantes de la 4T, pasando por las adherencias, los adeptos y hasta los observadores externos—, según el cual el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (y él mismo en persona) carece de experiencia, tacto, precisión, congruencia y consistencia en su política de comunicación sobre cualquier asunto que competa a la vida pública en el país ¿podríamos afirmar que el modelo de comunicación establecido entre el gobierno de la 4T y la sociedad mexicana es uno de los experimentos de interlocución política más efectivos experimentados en la historia reciente de México, en general; y de un gobierno federal, en particular?

 

Desde su toma de posesión de la primera magistratura del Estado mexicano (pero inclusive desde mucho tiempo atrás, cuando López Obrador se lanzó por primera vez a una contienda electoral por la presidencia de México), el sentido común dominante en amplios sectores de la sociedad, impulsado con particular virulencia, profusión e insistencia por los intereses opuestos y antagónicos al estilo personal de gobernar de López Obrador, es aquel que indica que el actual presidente de México es un personaje poco o nada preparado para afrontar las responsabilidades y los retos que plantea el ejercicio de gobernar a un Estado tan grande, complejo y diverso como el mexicano; ya de entrada, debido a las deficiencias que éste funcionario público muestra constantemente en sus capacidades de comunicar con eficiencia, veracidad y precisión lo que piensa y lo que busca hacer al fungir en un cargo público.

 

En los días de la última campaña presidencial, por ejemplo, cuando las distancias ideológicas y de preferencias electorales en el seno de la sociedad mexicana ya comenzaban a mostrarse en toda su magnitud y a evidenciar los abismos tan grandes que separaban a las candidaturas de los tres principales punteros (López Obrador, por Morena; Ricardo Anaya, por Acción Nacional; y José Antonio Meade, por el viejo priísmo que intentó fallidamente rejuvenecer en la figura de Peña Nieto), una de las tendencias políticas que más se hizo patente en esos momentos fue aquella en la que el debate público nacional dominado por las grandes corporaciones de información y comunicación en el país se concentró en someter a juicio sumario cada frase expresada por el entonces candidato, para después procurar evidenciar la falsedad, la imprecisión o la densidad de los hechos que se indicaban en cada intervención pública del hoy presidente de México.

 

El objetivo era, por un lado, disimular el hondo supremacismo clasista y racista que cala en la cultura política de México haciendo énfasis en la forma de expresarse, en el uso gramatical de la lengua, en el abuso de las expresiones populares para explicar asuntos de la más alta y refinada consistencia científica que en cada discurso se hacía presente en la comunicación del presidenciable López Obrador; y por el otro, mostrar (a través de estrategias en las que inclusive se llegó a asimilar la figura del mandatario mexicano con la de su homólogo estadounidense, Donald J. Trump) que de ser vencedor en la contienda presidencia, el sexenio lopezobradorista estaría marcado por la incertidumbre, por la práctica constante de la mitomanía en la rendición de cuentas, por la superstición, el facilismo comunicativo y hasta el ocultismo en asuntos de particular delicadeza nacional.

 

Al tomar posesión de sus funciones presidenciales, por supuesto, aquella campaña mediática (que fue, hasta cierto punto, la repetición como farsa de lo que en las dos contiendas presidenciales anteriores se había observado; en una de ellas como tragedia) a fuerza de financiamiento privado no sólo no disminuyó, sino que, siendo tantos los intereses tradicionales del priísmo, del panismo y del perredismo (más sus respectivas rémoras partidistas) tocados por las políticas emprendidas desde el comienzo por la nueva administración, se intensificó progresivamente para intentar regresar un poco del daño causado por la presidencia del país hacia la figura presidencial, en general; pero sobre todo a la persona de López Obrador, en particular. Y es que, en efecto, al ser ya mandatario en funciones, con plenos poderes legales, administrativos y constitucionales, los actos y las declaraciones de Obrador incidían cada vez más en la configuración de las tensiones políticas y las correlaciones de fuerzas establecidas entre los distintos intereses que se disputan la conducción del Estado en toda su amplitud.

 

Ante ello, y ante las afectaciones (o ante los agravios considerados como ofensas al honor: siendo la honorabilidad uno de esos lastres cortesanos tan empleados en la cultura política nacional, por tiros y troyanos por igual, en defensa de los actos de rapiña política), disminuir la presencia mediática y la permeabilidad de la construcción ideológica de López Obrador sobre las masas se convirtió en un asunto de supervivencia política para una multiplicidad y una diversidad de actores que ahora comenzaban a ver cómo, en la discusión pública desencadenada por las declaraciones del presidente, los sentidos comunes populares que se tenían sobre ciertos sectores, sobre algunas personas, empresas, políticos y políticas, organizaciones de la sociedad civil, comunicadores y comunicadoras, etc., y que se habían labrado sobre piedra en los últimos cuatro sexenios, se empezaban a desmoronar, o bien, a mostrarse en toda su hipocresía.

 

Es el caso, sin ir más lejos, de lo que sucedió en los primeros días de gobierno, cuando las noticias que antes corrían a cuentagotas sobre los actores beneficiados por la discrecionalidad presidencial y partidista en turno para fortalecer la aceptación popular y los grados de legitimidad de los funcionarios públicos del momento comenzaron a replicarse a raudales, evidenciando que esa supuesta lejanía respecto del poder político, que esa supuesta neutralidad axiológica de la prensa, de la sociedad civil o del empresariado en la conducción de los asuntos del Estado mexicano no era más que una farsa que hipócritamente se ocultaba por medio de un lenguaje que se hacía pasar por despolitizado y libre de intereses personalistas y económicos concretos.

 

En ese sentido, luego de casi medio siglo de contar con una cultura de la comunicación gubernamental saturada de expresiones cortesanas, destinada únicamente a enaltecer y rendir pleitesía a las investiduras del cargo; y de casi medio siglo de una cultura política nacional en la que acelerada y progresivamente el lenguaje político se fue tecnificando cada vez más, para dar cuenta de la centralidad que en el ejercicio gubernamental había adquirido la administración y la gestión del riesgo económico, por encima de la política y el conflicto de intereses; cuando el esquema de interlocución política entre la institución presidencial, a cargo de López Obrador, y la insistencia de él y de algunos de sus colaboradoras y colaboradores más allegados y en compromiso con su proyecto de nación cambió y puso sobre el centro del debate el mostrar las contradicciones que atraviesan a cada segmento del espectro ideológico, desde la derecha hasta la izquierda, la supervivencia de los intereses afectados por esa práctica gravitó en torno de la necesidad de, por un lado, no permitir que su reputación y la imagen que en el imaginario colectivo nacional se había construido durante años de ellos se deteriorasen; y por el otro, en incidir en el alcance del discurso de Obrado y la recepción que de él se tiene por parte de las masas.

 

Poco más de un año de gobierno de la 4T después, lo que la experiencia histórica de ese periodo muestra es que cada declaración dada por el presidente (o de sus personeros) ha sufrido algún tipo de ataque que lo mismo saca a las declaraciones en cuestión de contexto o que simple y abiertamente se las modifica discursivamente para cambiar el sentido amplio y restringido del mensaje original. En general, a lo largo de este tiempo, López Obrador ha procurado sortear (capotear) esas prácticas (que en sus extremos han llevado a encumbrar como influencers de la opinión pública nacional a figuras de patética estatura intelectual) simplificando el lenguaje en el que expresa las contradicciones ideológicas presentes en los discursos más refinados llegando al punto, inclusive, de hacer mofa de los reclamos que hoy se le plantean en nombre y defensa de ciertos principios políticos y morales que en sexenios anteriores se empleaban para defender a capa y espada el autoritarismo y las injusticias cometidas por los regímenes gubernamentales en turno en esos momentos.

 

Así, por ejemplo, cuando se evidenció que los más grandes corporativos nacionales le debían, en algunos casos, poco más de una década de impuestos al gobierno federal, el discurso de esas mismas corporaciones sobre la responsabilidad, social, el interés en defensa de la nación y el bienestar de los trabajadores y las trabajadoras de México comenzó a venirse abajo. Pero ello, no porque antes de ese momento no existiese la sospecha colectiva de que las grandes concentraciones, centralizaciones y acumulaciones de capital de las familias y los individuos más ricos de México se debían a la explotación extensiva e intensiva de la mano de obra en el país y no a sus innovaciones y a su emprendedurismo empresarial; sino, antes bien, porque ahora se contaba con la información, con los datos puros y duros que demuestran que aquello que con anterioridad apenas y se podía sospechar, especular al respecto, hoy tiene bases materiales sólidas de afirmación. Son los mismos datos que, al no ser revelados por gobiernos anteriores, siempre fueron tomados por inexistentes para descalificar los reclamos sociales de acceso a la información, transparencia, rendición de cuentas y verdad de los actos y dichos de aquellos que conducen los destinos del Estado.

 

Hoy día, en un contexto de profunda crisis política, económica y social en el que la expansión del virus SARS-CoV-2 es poco menos que la punta del iceberg —a pesar de ser el factor coyuntural que desató muchos de los amarres que sostenían al sistema internacional desde la contracción financiera de 2008-2009—, en México, la experiencia del golpeteo mediático en contra de las acciones gubernamentales para contener, mitigar y tratar la enfermedad Covid-19 en el territorio nacional demuestra que lejos de imperar un necesario clima de solidaridad individual y colectiva para paliar los efectos más destructivos que la epidemia es capaz de causar (como los observados en Italia, España o Estados Unidos), la derecha, artera y vil como siempre (secundada por una izquierda rastrera que ya no cuenta con capacidades propias de supervivencia y tiene que aferrarse a los retazos políticos que le arranca a su supuesta antagonista ideológica), ya está pensando en cómo capitalizar cualquier posible error en la política desplegada por el gobierno para hacer frente a la crisis.

 

Y ello, habría que señalarlo, no sólo en términos de capitalización económica y financiera de la tragedia, de la enfermedad, de los confinamientos sanitarios, de la escasez de productos, de la propia muerte en los casos más extremos, sino también, y, sobre todo, en términos de capitalizar políticamente la situación para disputar por otros frentes el control y la dirección del Estado, tanto para lo que resta del sexenio como para lo que queda por venir, cuando éste acabe. En ese sentido, por ejemplo, en un momento en el que las consecuencias más radicales de los contagios por SARS-CoV-2 aún no estalla (con decenas o centenas de miles de infectados desarrollando sintomatología o miles y decenas de miles de decesos), la relación entre el gobierno y la población a través de la información que aquel proporciona, las interpelaciones que aquel recibe por parte de ésta y la retroalimentación que aquel le regresa ha sido, los últimos tres meses, uno de los campos de disputa política e ideológica más densos y problemáticos que haya tenido en toda su vigencia en la dirección del Estado el proyecto de la 4T.

 

Y es que, en efecto, por un lado de la ecuación, la presidencia de la república optó por dejar el manejo epidemiológico y de comunicación de la crisis en la parte técnica de la administración pública federal, antes que arriesgarse a dejar su gestión en manos de los sectores políticos, mismos que, por vocación, suelen sacar provecho de la desgracia popular para posicionar sus propios intereses. Tampoco se la dejó, en un registro similar, en manos del empresariado y la iniciativa privada, que durante tres sexenios seguidos empujó a los gobiernos federal, estatales y locales a desmantelar los servicios de salud pública, aniquilando gran parte de la columna vertebral del sistema de salubridad y seguridad social públicos. La decisión no es banal ni tampoco es azarosa: es un movimiento estratégico que tiene plena conciencia de que haber optado por cualquier otro sector que no fuese el específicamente técnico y especializado en la investigación y control de epidemias habría significado permitir que las decisiones se tomasen con base en el cálculo del riesgo político. Y si algo ha dejado en claro la manera en que el Subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud se ha conducido en la respuesta a la pandemia es que, a pesar de que el gobierno actual está en toda la disposición para aceptar y hacerse cargo de los saldos políticos que sus políticas desencadenarán, no por ello se está en disposición de permitir que esos saldos comiencen a ser cobrados por los intereses opositores al gobierno.

 

De alguna manera, y para ponerlo en otras palabras, la figura del Subsecretario López Gatell reactiva, en el debate público nacional y en un espectro importante de las ciencias sociales y el análisis social en general, la importancia que tiene el conocimiento científico especializado, el Saber técnico, en la administración pública, primero; y en el ejercicio de gobierno, después. Pero lo hace en un sentido en el que esa importancia no está desprovista de ningún velo político, sino, por lo contrario, poniendo de manifiesto que inclusive esa especialización y esa tecnificación, en su actuar, en contextos de normalidad o de crisis por igual, tiene una clara conducción cuyos efectos son políticos. De ahí que la figura de López Gatell, en particular, sea tan relevante inclusive por encima del resto de sus colegas, pues en lo que va del avance de la pandemia por el mundo y de los brotes epidémicos en territorio nacional, lo que ha mostrado es un claro compromiso con el gobierno al que sirve y una experiencia en su práctica de comunicación e interlocución pública como no la tiene el resto de su equipo.

 

En los hechos, esa experiencia del Subsecretario le ha permitido contener una enorme cantidad de ataques y cerrar un número similar de frentes políticos que la prensa nacional (en todos los niveles, desde el nacional hasta el local) ha abierto de manera sistemática para capitalizar económica y políticamente la situación. Por eso, en todo este tiempo, a la par que la relevancia de la figura del técnico en el aparato administrativo y de gobierno en el Estado, el otro gran actor relevante que ha emergido como un serio problema político e ideológico a tomar en considera para lo que resta del sexenio es el que se observa en el periodista y el comunicador. Y es que, en efecto, a pesar de que las contiendas presidenciales pasadas justo evidenciaron algunas de las prácticas más arteras y viles de la prensa para condicionar las preferencias electorales, la configuración ideológica del imaginario público nacional, los temas del debate público, etc., únicamente para luego de declarar al vencedor verse beneficiada con concesiones, contratos, licitaciones, y demás instrumentos de control gubernamental, lo que hoy se presencia como una constante en todas las conferencias vespertinas de seguimiento a la pandemia de SARS-CoV-2 en el país es esas prácticas observadas por lo general en contextos electorales y que hoy están a la orden del día para debilitar la percepción, la aceptación y la legitimidad del gobierno en funciones.

 

Y lo cierto es que ello no es para menos. Salvo por las torpes y lamentables declaraciones y acciones (u omisiones) llevadas a cabo por la 4T en materia de violencia de género, a lo largo de un año, los intereses opositores a la presidencia de López Obrador no han sido capaces de articular un frente de verdadera oposición, unificada, directa, congruente, sistemática, capaz de debilitar al gobierno y al mismo tiempo fortalecerse políticamente. Cuando en alguno de sus informes de labores López Obrador afirmaba que la derecha (y habría que añadir, también, la izquierda conservadora) se hallaba derrotada moralmente habría que tomar ese diagnóstico en toda su radicalidad y no dejar de tenerlo presente cuando estalla una nueva movilización o un nuevo reclamo de justicia por parte de la sociedad. Y es que, aunque también es cierto que en este gobierno se han sucedido movilizaciones, paros, reclamos (y hasta huelgas) como nunca antes en lo que va del siglo XXI, no habría que perder de vista, también, que ello se debe, más que por pura y simple oposición al gobierno de la 4T, en especial a que éste es el primer gobierno en todo ese tiempo que opta por comprometerse con las causas sociales que históricamente fueron despreciadas.

 

Hoy las fuerzas sociales se hallan libres de ataduras para desplegarse de acuerdo con su propia racionalidad. Y eso, en los hechos, significa que todo aquello que históricamente no les fue posible conseguir como concesiones por parte de los gobiernos del PRI y del PAN hoy buscan obtenerlo de un proyecto político que comparte, en mayor o en menor medida, su mismo horizonte de reivindicaciones. Paradójicamente (y quizá también de manera irónica) las movilizaciones sociales y los reclamos históricos de justicia social suelen ser más amplios, más agudos y profusos con un gobierno del que saben que van a obtener mayores concesiones porque se sitúan ideológicamente en un espectro común, por oposición a una derecha o una izquierda conservadoras que sólo reaccionarán desarticulando el conflicto político o recurriendo a la represión.

 

Es ahí, en el aprovechamiento de esa situación particular propiciada por el proyecto de gobierno vigente (que le fortalece a la vez que contiene todo el potencial para minarlo) en donde la derecha nacional y su apéndice de izquierda conservadora insertan a la actual coyuntura propiciada por la nueva cepa de Coronavirus que se extiende por todo el país. Y es que, al carecer de otro frente de batalla fértil para minar la fortaleza del gobierno (que no sea el ya señalado de la violencia de género), una crisis en la que el sentimiento general de las masas es el de que su vida peligra irremediablemente y de manera apocalíptica se presenta a sí misma, a los ojos de esa derecha y de esa izquierda, como el mejor de los escenarios posibles para hacer que cada vida que se pierda —por muchas y efectivas que sean medidas implementadas desde el gobierno federal— sea un costo político directamente zanjado en la legitimidad de la 4T.

 

En ese sentido, cuando aquí se afirma que la figura del periodista o del comunicador hoy cobra una relevancia política e ideológica como nunca antes en la historia (efímera, cierto) de la 4T, a lo que se apunta es sí al reconocimiento de ese problema que significa el contar con una prensa hegemónica que opera a manera de guerrilla comunicacional, como una suerte de empresa privada especializada en el mercenazgo de la información, pero también, y sobre todo, al desvelamiento de la profunda carencia de preparación del gremio en general cuando se trata de cubrir problemas sociales que requieren no únicamente de una claridad argumentativa en la presentación de la información (la suficiente como para que ésta permee en las capas con menores grados de escolarización y preparación intelectual, lato sensu), sino también de una capacidad de comprensión mínima de las problematizaciones y las respuestas que desde el gobierno se plantean.

 

No deja de ser patético, por ello, el espectáculo que es posible presenciar cada día, desde hace poco más poco menos de tres meses, en las conferencias vespertinas de la Secretaría de Salud federal en el seguimiento al Covid-19 en México. Y es que lo que ahí se muestra no es sólo la ligereza con la que se cubre la fuente, en general; sino también lo rebasadas que son las capacidades de entendimiento del gremio pese al reiterado esfuerzo explicativo que despliegan el Subsecretario y su equipo, siempre haciendo precisiones teóricas (del lenguaje técnico) y metodológicas de su intelección del problema, pero nunca renunciando a la tarea de, en algún sentido, vulgarizar esa especialización de modo que sea comprensible para las mayorías. El tema no es menor, cuando se combinan el sicariato y el lucro político de la crisis con la ignorancia, por acción o por omisión, en una misma fórmula, el resultado es algo más que la suma de distintos elementos: amarillismo, falta de ética y de profesionalismo, carencia de capacidades de investigación, responsabilidad social con la información que se hacer circular, etcétera.

 

En un contexto de confinamiento y de distanciamiento social, de reducción acelerada y ampliada de la convivencia en el espacio público dentro de un ambiente de pánico, desesperación e irritación agudos, esa fórmula es un arma muy poderosa para minar las pocas certidumbres con las que puede llegar a contar la sociedad y es, asimismo, un dispositivo de poder que contiene en sí todo el potencial para instaurar un sentido común generalizado de actitud laxa y relajada ante la pandemia que lleve, como consecuencia natural, a hacer fracasar al núcleo duro de la política de mitigación de la enfermedad que ha accionado el gobierno federal. Y el problema es, al final del día, que si una parte considerable de la población decide boicotear esas medidas (por cualquier razón, por ignorancia, negacionismo, oposición ideológica a la 4T, etc.) el costo político, por supuesto, no va a ser contemplado tomando en consideración ese ejercicio de libre arbitrio de quienes decidan no acatar las indicaciones de prevención dadas. La otra cara de la moneda es, además, que, al profundizarse los contagios gracias a ese boicot, amplios sectores de la población comiencen a endurecer su propia postura (alimentados por el miedo de perder su vida) y se desplacen ideológicamente hacia la derecha, exacerbando un ya en germen autoritarismo social.

 

Para las masas y los movimientos sociales, la disputa por la información siempre es un asunto estratégico y de supervivencia. Sin embargo, en el momento presente —en un contexto en el que el mayor peligro que enfrentan los gobiernos de izquierda y progresistas en la región (México incluido) es que la derecha y la izquierda conservadora se monten sobre los estragos que cause la crisis sanitaria actual y capitalicen esos saldos para sus intereses—, el contar con una interlocución (bidireccional) entre sociedad y gobierno es, más que nunca, fundamental. Sobre todo, si se piensa que este presidente prometió revocación de mandato para dentro de un año y los efectos devastadores que su deposición anticipada tendrían en la concreción de cualquier proyecto de continuidad transexenal.

 

Habría que pensar, por todo lo anterior (pero también por todo lo hasta aquí omitido), entonces, en esa otra figura que desde hace varias décadas se encuentra en franco declive, sumergida en una profunda decadencia de su rol en sociedad: el intelectual. Pero el intelectual no pensado como hasta ahora lo ha hecho el liberalismo, privilegiando su servilismo voluntario al poder (ocultándolo con alguna crítica esporádica al estado imperante de cosas) que le permita contener algunos de los choques más reiterativos del debate público nacional, sino, antes bien, pensándolo en su profunda imbricación con el colectivo, con la totalidad del cuerpo social en diferentes escalas de tiempo-espacio, que permita hacer contrapeso a los excesos del poder político y empresarial, al mismo tiempo que articula la discusión y los problemas sociales vigentes en un cuadro político e ideológico concreto, no anestesiando el conflicto, las tensiones y las contradicciones presentes, sino más bien evidenciándolas.

 

Ricardo Orozco, Consejero Ejecutivo del Centro Latinoamericano de Estudios Interdisciplinarios

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