El país del que nadie se indigna

01/05/2019
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El triunfo de Iván Duque en las elecciones presidenciales de Colombia el año pasado, vaticinaron un recrudecimiento de la guerra, tal como sucedió en el mandato del ex presidente y hoy senador Álvaro Uribe. Si bien han transcurrido más de 15 años desde que la facción de clase que representa Uribe irrumpiera en las esferas más altas del poder político, la crueldad de la guerra que caracterizó sus 8 años de gobierno continúa, a pesar de la firma del acuerdo de paz con las FARC en 2016.

 

Desde la posesión de Duque, no sólo los acuerdos de paz, sino también la situación de derechos humanos en general, se ha visto en franco deterioro. Solamente en 2018 fueron asesinados 126 líderes sociales,1 y en lo que va corrido del 2019 han sido asesinados 29 líderes según Naciones Unidas.2 A pesar de la postura negacionista del gobierno nacional, con respecto a la naturaleza de estos asesinatos, la sistematicidad de los mismos se hace evidente, pues los perfiles de las víctimas son los de líderes comunitarios de zonas rurales, líderes indígenas, militantes de movimientos políticos, reclamantes de tierras o defensores de víctimas del paramilitarismo y la violencia estatal. El móvil político que alienta estos asesinatos pareciera ser el mismo: la exigencia del cumplimiento de derechos básicos, tan básicos como el derecho a la vida misma.

 

Estas cifras no contemplan los asesinatos de ex combatientes de las FARC, quienes en un acto de cumplimiento de lo pactado, dejaron las armas, esperando que el compromiso del Estado (no del gobierno), de dar plenas garantías para su inserción y cumplimiento de lo acordado fuera genuino. Sin embargo, el panorama para miles de ex combatientes parece desmoronarse, no sólo porque el nuevo gobierno desconoce los acuerdos de paz, o por lo menos partes esenciales de los mismos, sino además porque, tan sólo en el mes de abril, varios ex combatientes sufrieron ataques armados o fueron asesinados.

 

El primer caso es el de Carlos Enrique González y Sandra Pusaina, una pareja de ex combatientes, quienes el pasado 15 de abril, estaban visitando a su familia en el departamento de la Guajira (zona fronteriza con Venezuela) y fueron asaltados por un grupo de hombres armados no identificados. En el ataque resultó muerto el hijo de la pareja; Samuel David, quien tenía tan solo 7 meses de edad. El otro caso ocurrió el pasado 25 de abril en el departamento de Norte de Santander (zona fronteriza con Venezuela), cuando Dimar Torres, otro ex combatiente, fue interceptado por el ejército mientras se desplazaba por una carretera y fue brutalmente torturado y asesinado.

 

A pesar del carácter execrable de estos crímenes, porque no hay otro adjetivo para calificarlos, llama la atención no sólo el silencio del presidente Iván Duque y su gobierno, sino también la complicidad y el aval aparente de la sociedad colombiana en su conjunto. Contando el asesinato de Dimar, ya son 127 los ex guerrilleros que han sido asesinados desde que se firmaron los acuerdos de paz, y nadie se indigna. Tan cerca de Venezuela, pero tan lejos de tener la misma indignación que se tiene con lo que pasa en el vecino país.

 

Pero la violencia política y su normalización no sólo se expresa en los asesinatos de civiles y ex combatientes, sino también en la aceptación de las maniobras institucionales, que utilizan los sectores más retardatarios para inhabilitar la participación política de la oposición. En el mismo mes de abril, dos parlamentarios de la oposición; el senador Antanas Mockus y la representante a la cámara Ángela María Robledo, ambos del Partido Verde, perdieron su curul en el congreso. Según un fallo del Consejo de Estado, Mockus habría violado la ley de garantías y Robledo habría incurrido en doble militancia, a pesar que su curul le fue asignada por lo establecido en el estatuto de oposición. Sobre este fallo, cabe resaltar dos hechos de suma relevancia: por un lado, ambos congresistas habían apoyado la candidatura de Gustavo Petro en las elecciones presidenciales del año pasado y, por otro, ambos congresistas fueron de los más exitosos en términos electorales. Mockus fue el segundo senador más votado con medio millón de votos, por lo que su destitución constituye un desconocimiento de una buena parte del electorado, mientras que Robledo, como fórmula vicepresidencial de Gustavo Petro, tenía un respaldo de 8 millones de votos del ballotage y el derecho a esa curul según el estatuto de la oposición.

 

Finalmente, y no menos importante, está la violencia simbólica ejercida a través de declaraciones oficiales del partido de gobierno, e incluso de sus funcionarios. Hace menos de un mes, un tweet del ex presidente Uribe, alentaba y justificaba la ejecución de masacres a manos del ejército, si éstas tenían un “criterio social”, siendo ese mismo criterio social el que justifica los actos de limpieza social, donde elementos espurios, como líderes sociales y ex guerrilleros deben ser eliminados. Gracias a ese mismo criterio social, en Colombia nadie se indigna y, por el contrario, el exterminio y la violencia se siguen reproduciendo y degradando, a tal punto que nadie se indigna por el asesinato de un bebe de 7 meses por ser hijo de ex guerrilleros, como tampoco nadie se indigna porque a un ser humano, llamado Dimar, lo violan, lo castran y lo asesinan agentes del Estado, esos mismos agentes que en teoría están para salvaguardar la vida, sólo que lo hacen con el criterio social que propone el uribismo.

 

Termina abril, y las noticias hablan de un asesinato con las mismas características de aquellos que ocurrían en el denominado período de La Violencia, esa misma que detonó en abril de 1948 con el Bogotazo y de la cual el país no ha salido, porque, como diría el sociólogo Daniel Pecaút, la repetición es el único adjetivo que puede describir el fenómeno de la violencia en Colombia, repetición que revuelca todo pero que a la vez, pareciera deja todo intacto; tal vez por eso nadie se indigna, porque en apariencia todo sigue igual. Violencia que, destinada a repetirse, me recuerda en su forma el final de cien años de soledad, cuando las arremetidas del viento en Macondo se tornaron un remolino que poco a poco fue destruyendo todo el pueblo, mientras Aureliano Babilonia leía en los pergaminos de Melquíades que estirpes como la suya no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.

 

Vannessa Morales, doctoranda en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Magíster en Estudios Sociales Latinoamericanos. Integrante del Observatorio Electoral de América Latina. FSOC.

 

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/199603

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