Importancia de lo mínimo

29/01/2019
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El homo sapiens constituye una especie bastante singular, no obstante compartir con todos los seres vivos –sobre todo con sus parientes más cercanos en la escala zoológica— características biológicas comunes. La capacidad de inventar símbolos –y a partir de esas invenciones inventar otros, en un proceso que en el límite puede ser delirante— es algo característico de los humanos modernos. No sin razón el filósofo E. Cassirer definió al ser humano como un “animal” simbólico. Y algo que es inherente a las contrucciones simbólicas totales es el minusvalorar (incluso, en muchos casos hasta anular) lo concreto y lo individual, lo pequeño y cotidiano. Ya se trate de creaciones mítico religiosas o de elaboraciones metafísicas, como el hegelianismo, la propensión de lo simbólico –en estas creaciones— es a separarse de lo real inmediato. Por lo que se sabe, este alejamiento no es absoluto ni sucede siempre; de hecho, las capacidades simbólicas humanas no se explican al margen de la naturaleza biológica del homo sapiens ni de su papel en la trayectoria evolutiva de éste.

 

En las sociedades contemporáneas, este ejercicio simbólico alcanza, en en algunos ámbitos, niveles extremos. A lo largo del siglo XX –y especialmente, desde la segunda mitad de ese denso y complejo siglo— ya se veían atisbos de una imaginería política, social y económica que anunciaba ir más allá de la imaginería de otras épocas. La irrupción de los medios de comunicación masiva, la urbanización, la industrialización incontenible y la ampliación de los sectores medios fueron, entre otros factores, el acicate para la creación, promoción y recepción de elaboraciones simbólicas (eso fueron los grandes relatos ideológicos que marcaron el siglo XX) que en la grandiosidad de sus proclamas (en sus metas y promesas) daban la espalda a la realidad concreta de las personas y a las pequeñas cosas que marcan su vida y, en definitiva, determinan si esa vida es buena o mala, feliz o infeliz.

 

En las implicaciones más trágicas e hirientes de esos simbolismos, estaba el asumir que el dolor, el sacrificio y la muerte de las personas eran algo secundario respecto del ideal proclamado como la meta a alcanzar; una meta que, naturalmente, era formulada con frases infladas y alejadas de la cotidianidad de cada cual: “felicidad de la humanidad”, “liberación total”, “destino histórico”, “superioridad racial”, u otras del mismo calado.

 

En esa herencia simbólica del siglo XX lo mínimo fue anulado, vilipendiado y sacrificado. El maximalismo en las proclamas (en sus metas y objetivos) fue la regla de oro para valorar su trascendencia. Este maximamismo no sólo era verbal, sino que daba lugar a prácticas francamente disparatadas y aberrantes –vistas desde la vida de la gente—, pero eso importaba para nada, pues la “gran meta” –dictada por las “leyes de la historia”— condenaba a las personas de carne y hueso, necesariamente, a la irrelevancia.

 

Joan Manuel Serrat alzó su voz en contra de esta anulación, cuando cantó:

 

Detrás de los héroes y de los titanes,

detrás de las gestas de la humanidad

y de las medallas de los generales.

 

Detrás de la Estatua de la Libertad.

 

Detrás de los himnos y de las banderas.

Detrás de la hoguera de la Inquisición.

Detrás de las cifras y de los rascacielos.

Detrás de los anuncios de neón.

 

Detrás, está a gente.

 

Con sus pequeños temas,

sus pequeños problemas,

 

sus pequeñas azañas,

y sus pequeños errores….

 

Cada uno a su manera,

cada quien con sus modos;

detrás estamos todos,

usted y yo y el de enfrente.

 

Detrás de cada fecha,

detrás de cada cosa,

con su espina y su rosa,

 

Detrás está le gente”.

 

 

En estos inicios del siglo XXI, sin embargo, los pequeños temas de la gente, sus pequeños problemas y sus pequeñas azañas siguen sin ser reconocidos como lo más importante para cada persona concreta. Todavía no cuaja en la mente de muchos (y no sólo dirigentes políticos) que la felicidad e infelicidad de gente se juega en la superación de dificultades cotidianas, pequeñas y mínimas, pero que son las que marcan, negativamente, el día a día. Y, por lo mismo, las pequeñas conquistas y los pequeños logros –cuando se obtienen—, también dejan una huella positiva en el día a día.

 

No darle importancia a lo pequeño, a lo mínino, es lo más contraproducente para lograr cuotas de bienestar personal que son necesarias para vivir cada día de la mejor manera posible. Vistos realistamente, la forma más probable de llegar a una meta grande (la felicidad de un pueblo, por ejemplo) es asegurando que mínimos que generen bienestar en las personas se vayan estableciendo, o, lo que es lo mismo, que se vayan erradicando las pequeñas trabas que afectan el bienestar cotidiano de la gente. En términos prácticos, es más fácil resolver una molestia que altera la vida de una persona que hacerla feliz para siempre. Y también es poco probable que se haga feliz para siempre a una persona si ni siquiera se es capaz de resolverle un problema menor.

 

Las proclamas infladas suelen descuidar lo mínimo, por considerar que, por serlo, es poco importante, comparado con el gran propósito que se persigue: la gran transformación, el gran cambio histórico, las nuevas ideas, etc. Para la gente, en su cotidianidad, es eso mínimo lo que marca los días buenos y los días malos. Bien harían los amantes de las grandes causas, que descuidan los mínimos de quienes les rodean, prestar mayor atención a estos minimos y preocuparse por atenderlos, erradicando los negativos y propiciando los positivos.

 

También los ciudadanos deberíamos ser conscientes del peso que tienen los mínimos en nuestro bienestar y felicidad de todos los días. Es cierto que los lemas inflados de significado son atractivos y seductores. Mucha gente prefiere la fantasía a la realidad con sus asperezas e imperfecciones. Pero la fantasía sólo lo es porque es algo opuesto a la realidad, en la que irremediablemente vivimos. Lo mejor es que no demos la espalda a la realidad en nombre de fantasías, sino todo lo contrario: valoremos y prestemos atención a aquello que, en la realidad, contribuye a nuestro bienestar y felicidad, aunque sea pequeño, imperfecto y limitado, y veamos qué más podemos hacer por seguir conquistando otros mínimos que, aunque imperfectos y limitados, nos ayuden a ser mejores y a sentirnos mejor en nuestra cotidianidad. Hagamos frente a esos hechos o situaciones que, aunque sean pequeños, erosionan a diario nuestro bienestar.

 

No deberíamos despreciar los mínimos que son beneficiosos para las personas sólo porque con los mismos no se cumplen nuestras fantasías. Asimismo, no deberíamos obviar los mínimos que dificultan o complican la vida de la gente sólo poque creemos que lo único que importa son las grandes metas sociales, educativas, políticas y económicas. Lo que se cosecha con esas posturas son, por un lado, cansancio, frustración y desapego; y, por otro, la puesta en circulación de palabras infladas, altisonantes, que no se corresponden con la realidad y que personas y grupos interesados usan para hacerlas pasar como “la” realidad, lo cual da lugar a un juego de espejos en el cual se termina por creer que basta con que exista la palabra para que exista la realidad, o que basta con cambiarle el nombre a algo para que convierta en algo distinto que, como por arte de magia, termina poseyendo las carácterísticas que su nuevo nombre le otorga. Y, como consecuencia nefasta de todo ello, muchos terminan por creer (o hacen creer a otros) que la realidad está hecha de palabras y que, por tanto, de lo que se trata es de cambiarles el sentido, apropiarse de ellas e imponerlas preferentemente a través de los sitios de Internet.

 

San Salvador, 28 de enero de 2019

 

- Luis Armando González es investigador del Centro Nacional de Investigaciones en Ciencias Sociales y Humanidades (CENICSH).

 

https://www.alainet.org/es/articulo/197827
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