Tres canonizaciones para monseñor Óscar Romero

10/10/2018
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El caso de Romero, como conciencia crítica y esperanzadora, como vida ejemplar y dignificante, sigue inspirando e interpelando en la búsqueda de la nueva humanidad a la que aspiramos.

 

Introducción

 

Óscar Arnulfo Romero nació en Ciudad Barrios, San Miguel, a las 3 de la mañana del 15 de agosto de 1917. Sus padres eran Santos Romero y Guadalupe de Jesús Galdámez. En 2017 se cumplieron 100 años de su nacimiento. Como seguidor ejemplar de Jesús de Nazaret, unificó en su ministerio Dios y mundo, fe y justicia, pasión por Dios y compasión por el pobre. Esto hizo de monseñor Romero un auténtico discípulo misionero de la fe cristiana, un santificador del pueblo, un humanizador de la realidad y un profeta de la justicia. Ante la dramática realidad salvadoreña de los últimos años de la década de los 70, y desde su ministerio como arzobispo, Monseñor se constituyó en una fuerza profética y ética que interpeló las conductas y estructuras promotoras de injusticia y violencia. Desde la inspiración cristiana, animó a otro modo de convivencia radicalmente distinto y a contracorriente, fundamentado en el respeto a los derechos de los pobres, la verdad y la justicia social.

 

Sectores de poder político, económico, mediático y militar, así como la parte más conservadora de la Iglesia, lo acusaron de ser el líder de la violencia, de desestabilizar y dividir el país, de eliminar el credo católico, de enseñar doctrinas heréticas. El Informe de la Comisión de la Verdad para El Salvador, suscrito por las Naciones Unidas (1993), registra esa difamación hacia monseñor Romero. Hablando de los antecedentes de su asesinato, señala que el arzobispo “se había erigido en un reconocido crítico de la violencia y la injusticia y, como tal, se le percibía en los círculos civiles y militares de derecha, como enemigo peligroso. Sus homilías irritaban profundamente estos círculos por cuanto incluían recuentos de hechos de violaciones a los derechos humanos […]. Personas del Gobierno, así como de la Fuerza Armada, consideraban su predicación como favorable a la subversión. Medios de prensa lo criticaron en términos inequívocamente hostiles: [hablaban de] ´un arzobispo demagogo y violento … [que] estimula desde la catedral la adopción al terrorismo´ “.

 

Pero los hechos de su ministerio, su coherencia testimonial, el legado teológico pastoral registrado en las más de 200 homilías que pronunció como arzobispo de San Salvador (y que fueron analizadas minuciosamente en el Vaticano), los reconocimientos y honores otorgados por prestigiosas universidades de Estados Unidos y Europa, demuestran todo lo contrario. Él fue, ante todo, un seguidor de Jesús, un obispo fiel a la misión liberadora de la Iglesia, un defensor de los derechos de los pobres y un constructor de paz. Frente a una realidad tipificada como de crueldad política (por la persecución sistemática de todo tipo de oposición democrática); crueldad humana (por el irrespeto a los derechos fundamentales de la persona y la colectividad); crueldad económica (porque mantenía a las mayorías populares en los niveles más vergonzosos de miseria y de hambre); crueldad ideológica (porque se impedía la voluntad de verdad y el libre ejercicio de la libertad de expresión); monseñor Romero irrumpió como profeta de la justicia y la verdad, humanista consagrado a la defensa de los derechos humanos, mártir jesuánico y santo de Dios y del pueblo. En pocas palabras, ha llegado a ser un nuevo rostro de la santidad para nuestro tiempo.

 

Esta forma de santidad ha sido confirmada por tres canonizaciones: la del pueblo, la de las Naciones Unidas y la de la Iglesia. De los alcances y desafíos que implica cada una de ellas, se habla en el presente artículo. Veamos.

 

Primera canonización: el pueblo proclama santo a Romero. “San Romero de América”

 

El teólogo Jon Sobrino, amigo y cercano colaborador de monseñor Romero, habla de lo que él denomina “el hecho mayor”, esto es, que la mayoría del pueblo pobre, muy pronto consideró a Monseñor un santo, “San Romero de América”. En esta línea cita las siguientes expresiones de afecto: el 24 de marzo es una fecha de conmemoración popular nacional e internacionalmente; el “hospitalito” es uno de los lugares sagrados de peregrinación para la gente sencilla; la piedad popular ha adjudicado a Monseñor lo que es típico de los santos canonizados: él intercede por los necesitados, hace milagros, como dicen las placas sobre su tumba. Para Sobrino, con esos milagros la gente expresa que, así como Monseñor en vida estuvo a su favor; lo sigue estando ahora: hace favores a los pobres, sobre todo, cuando muy poca gente se preocupa de ellos. De ahí que muchos pobres lo han llorado como se llora a un padre, le rezan, le hacen poesías y le dedican cantos. Lo aman, lo veneran y lo conciben como modelo de vida a seguir.

 

Debemos decir que esta inmediata veneración popular correspondía a otro “hecho mayor”. A monseñor Romero, sin duda, le impactó hondamente el sufrimiento del pueblo salvadoreño. Al sistema que lo provocaba lo calificó como “desorden espantoso”, “pecado estructural escandaloso”, “imperio del infierno”, formas recias para señalar lo que produce la injusticia, la inequidad y la crueldad de la violencia. Él consideraba que la Iglesia traicionaría su mismo amor a Dios y su fidelidad al Evangelio si dejaba de ser defensora de los que en un momento llamó “el Divino Traspasado”. Y en coherencia con ese amor y esa fidelidad, defendió, acompañó y se involucró con las víctimas de ese sufrimiento. Lo hizo de una manera profundamente humana y genuinamente cristiana. Su actitud de fondo era escuchar los clamores de los pobres, interiorizarlos y dejarse afectar por ellos. Es elocuente, en este sentido, el siguiente texto: “Rostro de Cristo entre costales y canastos de cortador. Rostro de Cristo entre torturas y maltratos de las cárceles. Rostro de Cristo muriéndose de hambre en los niños que no tienen qué comer. Rostro de Cristo, el necesitado que pide una voz a la Iglesia”.

 

Este texto pone de manifiesto el ejercicio de la misericordia afectiva (amor a los pobres) y efectiva (que va a la raíz de las causas del sufrimiento). De esta cercanía, defensa y conocimiento de los pobres, le surgieron sentimientos que le calaron a fondo. Algunos son bien conocidos y él los formuló en estas frases lapidarias: “Con este pueblo no cuesta ser buen pastor: es un pueblo que empuja a su servicio a quienes hemos sido llamados a defender sus derechos”; “Nunca me he creído profeta en el sentido de único en el pueblo, porque sé que ustedes y yo, el pueblo de Dios, formamos el pueblo profético”; “Yo también, hermanos, recibo la predicación de ustedes”.

 

Estas no eran frases simplemente bonitas para crear empatía. Eran pensamientos y sentimientos con hondura. Era el sentir que se derivaba de tomar en serio al pueblo. Y esto significaba encarnarse en su realidad, en sus dolores, luchas, alegrías y esperanzas. Él se situó en la realidad de las mayorías pobres. Lo que sabe de los pobres lo aprendió del diálogo “in situ” y atento con ellos. Ahí se encontró a los campesinos sin tierra y sin trabajo estable, sin agua ni luz en sus pobres viviendas, sin asistencia médica cuando las madres dan a luz y sin escuelas cuando los niños empiezan a crecer. Ahí entró en contacto con los obreros, despedidos de las fábricas cuando reclamaban sus derechos laborales y a merced de los fríos cálculos de la economía. Ahí se solidarizó con las madres y esposas de desaparecidos y presos políticos. Ahí se hizo prójimo de los habitantes de tugurios, que viven el insulto permanente de las mansiones cercanas. Para monseñor Romero, este es el hecho primordial de nuestro mundo y debe ser juzgado como una injusticia que clama al cielo, como un devastador y humillante flagelo del que son víctimas millones de seres humanos. Esa encarnación, según Ignacio Ellacuría, significó, “por un lado, que monseñor diera al pueblo todo lo que él era y tenía, y, por otro, que recibiera del pueblo lo mejor que éste tenía”.

 

Segunda canonización: Romero, humanista consagrado a la defensa de los Derechos Humanos

 

En diciembre de 2010, la ONU proclamó el 24 de marzo como Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Humanos y de la Dignidad de las Víctimas. Un fundamento primordial de la proclamación lo constituye el legado de monseñor Romero. Así lo estipula la parte central del documento de la ONU:

 

“Reconociendo la importancia de promover la memoria de las víctimas de violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos y la importancia del derecho a la verdad y la justicia; Reconociendo además, al mismo tiempo, la importancia de rendir tributo a quienes han dedicado su vida a la lucha por promover y proteger los derechos humanos de todos, y a quienes la han perdido en ese empeño; Reconociendo en particular la importante y valiosa labor de monseñor Óscar Arnulfo Romero, de El Salvador, quien se consagró activamente a la promoción y protección de los derechos humanos en su país, labor que fue reconocida internacionalmente a través de sus mensajes, en los que denunció violaciones de los derechos humanos de las poblaciones más vulnerables; Reconociendo los valores de monseñor Romero y su dedicación al servicio de la humanidad, en el contexto de conflictos armados, como humanista consagrado a la defensa de los derechos humanos, la protección de vidas humanas y la promoción de la dignidad del ser humano, sus llamamientos constantes al diálogo y su oposición a toda forma de violencia para evitar el enfrentamiento armado, que en definitiva le costaron la vida el 24 de marzo de 1980… Proclama el 24 de marzo Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas…”.

 

Esta proclama tiene para El Salvador y para el mundo un valor histórico indiscutible: el legado de Monseñor se ha institucionalizado de manera universal. Hecho que Jon Sobrino ha calificado como una “canonización laica. La visión y posición de Monseñor Romero con respecto a los derechos humanos estuvo configurada cuando menos por tres realidades específicas: una situación de agravio (opresión y represión históricas), su fe cristiana (de la que se nutre su utopía y denuncia), y una práctica inspirada en esa fe (su reacción ante el sufrimiento de las víctimas). Monseñor Romero constató que los derechos de los pobres eran estructural e institucionalmente violados a causa de la injusticia social y de la represión. A esa realidad la calificó -como señalamos antes – de un “desorden espantoso”, y consideraba que la Iglesia traicionaría su mismo amor a Dios y su fidelidad al Evangelio si dejara de ser defensora de los derechos de los pobres.

 

 En coherencia con ese amor y esa fidelidad, defendió a las víctimas de la opresión y la represión; y lo hizo de una forma sorprendentemente humanizadora: los defendió con misericordia (“Me duele mucho el alma de saber cómo se tortura a nuestra gente, de saber cómo se atropellan los derechos de la imagen de Dios”; con verdad (“Queremos ser la voz de lo que no tienen voz para gritar contra tanto atropello de los derechos humanos”); con solidaridad (“Un bienestar personal, una seguridad de mi vida no me interesa mientras mire en mi pueblo un sistema económico, social y político que tiende cada vez más a abrir esas diferencias sociales”).

 

Ignacio Ellacuría planteó en uno de sus escritos que los derechos humanos pueden y deben alcanzar una perspectiva y validez universal, pero que esto no se logrará, si no se tiene en cuenta el “desde” dónde se consideran y el “para” quien y para qué se proclaman. En consecuencia, añadía, hay que tener claro y explícito ese “desde” y ese “para”. En Monseñor Romero ambas cosas estaban sumamente claras: no fue un defensor de derechos genéricos y universales, sino de derechos concretos que estaban siendo violentados. Sin ambigüedades afirmaba: “En esta situación conflictiva y antagónica, en que unos pocos controlan el poder económico y político, la Iglesia se ha puesto del lado de los pobres y ha asumido su defensa. No puede ser de otra manera, pues recuerda a aquel Jesús que se compadecía de las muchedumbres. Por defender al pobre ha entrado en graves conflictos con las poderosas oligarquías económicas y poderes políticos y militares del Estado” (Discurso en Lovaina, 2/02/80). Su defensa y lucha por los derechos humanos no era abstracta y ahistórica, era defensa del débil contra el fuerte. Y lo hacía desde su fe en un Dios que se ha revelado como protector y defensor del huérfano, la viuda, el emigrante y el pobre; un Dios que se enfrenta a los gobernantes llamados dioses del mundo para exigirles que “hagan justicia al que sufre y al pobre” (Salmo 82).

 

 En la proclama de la ONU, se invita a todos los Estados miembros (193), así como a las entidades de la sociedad civil, a observar de manera apropiada esta celebración del 24 de marzo. Y debe estar claro que lo “apropiado” no se relaciona solo con actos conmemorativos, sino, sobre todo, con la puesta en práctica de las opciones primordiales a las que se consagró Romero: opción por la verdad, la justicia y la cercanía con el pueblo sufriente. Opciones necesarias para transformar la deshumanización que predomina en buena parte del mundo actual con sus “modernas” democracias.

 

Tercera canonización: La Iglesia lo declara oficialmente mártir de la misericordia y la justicia

 

El 14 de octubre de 2018, es la fecha de la canonización de monseñor Romero. En la misma ceremonia será canonizado el papa Pablo VI, quien – durante su pontificado – animó, apoyó y confirmó el trabajo pastoral realizado por Romero. Aunque todavía no conocemos el acta ni el perfil biográfico de la canonización, sí es conocido lo que manifestaron las comisiones de teólogos y cardenales de la Congregación para las Causas de los Santos del Vaticano, cuando se pronunciaron a favor de la beatificación. Ellos proclamaron de forma unánime que Monseñor era un mártir. Este perfil, sin duda, estará presente en la canonización. Ya el postulador del proceso, Vicenzo Paglia, afirma haber logrado demostrar la tesis que proponía, esto es, “que Romero fue asesinado por odio a la fe”. Y explica que la fe de Romero no era abstracta, genérica, pasiva, ni puramente confesional, sino la fe de quien confía plenamente en el Dios de Jesucristo y se mantiene fiel en servicio al pueblo. “A Romero lo asesinaron por ser un pastor surgido de una larga tradición evangélica y del magisterio de la Iglesia. Él había comprendido que esta era la Iglesia que debía encarnar, una Iglesia madre de todos, pero especialmente de los pobres”, argumenta Paglia.

 

Más incisiva es la posición del papa Francisco cuando afirma que hoy la Iglesia necesita de mártires entendidos en una doble acepción. Como testigos del Evangelio en la cotidianidad de la vida (coherencia testimonial en el día a día) y, como testigos de la máxima prueba del amor (hasta dar la vida) por la causa última de Jesús, el reino de Dios y su justicia. Los hombres y mujeres de este carácter y compromiso son, para el obispo de Roma, la sangre viva de la Iglesia. En esta línea, observa que el mártir “no es alguien que quedó relegado en el pasado, una bonita imagen que engalana nuestros templos y que recordamos con cierta nostalgia”. Al contrario, recalca, “el mártir es un hermano, una hermana, que continúa acompañándonos […] que no se desatiende de nuestro peregrinar terreno, de nuestros sufrimientos”. Francisco ha hablado claro. Este mundo necesita de referentes creíbles —de palabra y de vida— que, recios en la entrega, en la compasión y en el servicio a los demás, especialmente a los pobres, inspiren en el compromiso por una civilización humanizada e interpelen la indolencia campante.

 

En esta línea, Francisco reconoce, destaca y valora el testimonio martirial surgido en tierra salvadoreña. Varios y sustanciales han sido sus gestos en este sentido. En su ministerio papal se aceleró el proceso de beatificación y canonización de monseñor Romero, anulando todas las cautelas y resistencias alimentadas por prejuicios ideológicos o clericales. Luego, ha manifestado su beneplácito con respecto al proceso de beatificación del padre Rutilio Grande y sus acompañantes. Nombró, como cardenal, a monseñor Gregorio Rosa Chávez, amigo y cercano colaborador de monseñor Romero en los momentos más críticos.

 

Al referirse al martirio de monseñor Romero, el papa distingue tres momentos, descritos así: “El martirio de monseñor Romero no fue puntual en el momento de su muerte, fue un martirio, testimonio de sufrimiento anterior: persecución […] hasta su muerte. Pero también posterior, porque una vez muerto […] fue difamado, calumniado, ensuciado. Su martirió se continuó incluso por hermanos suyos en el sacerdocio y en el episcopado”. Y de inmediato aclaró: “No hablo de oídas, he escuchado esas cosas […] Después de haber dado su vida, siguió dándola dejándose azotar por todas esas incomprensiones y calumnias. Eso da fuerza […] Solo Dios sabe las historias de las personas y cuántas veces [después de haber dado sus vidas] se les sigue lapidando con la piedra más dura que existe en el mundo: la lengua”. Francisco busca resignificar esos testimonios de quienes – como se afirma en el documento de Aparecida – “han vivido con radicalidad el Evangelio y han ofrendado su vida por Cristo, por la Iglesia y por su pueblo” (n.98). Esos rasgos encajan cabalmente con monseñor Romero.

 

Peligros de la canonización

 

El padre Ignacio Ellacuría sostuvo que a lo mejor nadie olvida a monseñor Romero, pero no todos lo recuerdan como resucitado y presente. Y agregaba: “Hasta puede considerarse [a monseñor Romero] un pasado glorioso, un pasado del que vanagloriarse, pero que no ha de seguir dándose, por cuanto son otras las circunstancias”. A los que así podían pensar, Ellacuría les replicaba: “Pueden ser distintas las circunstancias y la situación, pero es más clara aún la ausencia del Espíritu, y la pascua o paso del Señor como se dio en monseñor Romero”.

 

Sin duda, que la santidad del beato Romero estuvo arraigada en el seguimiento a Jesús. Y esto significó para él, elegir el camino de la profecía y la compasión. Él se reconocía, en virtud de su vocación cristiana, parte de un pueblo profético. En un mundo injusto, decía, no podemos callar. Y habló – en nombre de Dios – con una palabra cuya fuerza estaba en la verdad y la concreción. Pero esta era solo una cara de la moneda. Conmovido por la tragedia de la injusticia social y la violencia, por la que atravesaba el país, proclamó con vehemencia que “el pastor tiene que estar donde está el sufrimiento”. Creyó en un Dios Amor-Justicia, que desciende para defender y liberar a los oprimidos. Esta es la raíz de su ministerio, de su vida, de su martirio, y de su beatificación y canonización.

 

Por otra parte, de monseñor Romero se sabe que fue un pastor receptivo de la renovación que implicó el Vaticano II y que, su visión y práctica pastoral, se fundamentaron cada vez más en las intuiciones teológicas de Medellín y de Puebla. Dos de ellas son decisivas: la liberación integral y la opción preferencial por los pobres. En consecuencia, su fe unificó espiritualidad y liberación. Espiritualidad entendida como seguimiento a Jesús y la liberación comprendida como procesos que empoderan la vida, especialmente, la de los pobres. Es la santidad de la compasión y la justicia, tan necesarias en el mundo de hoy.

 

Queda claro que la canonización no debe estar desconectada con el modo histórico de su ejercicio ministerial, donde encontramos las causas de su martirio. Monseñor supo responder a las exigencias de la realidad y del Evangelio. A las exigencias y desafíos que plantearon los documentos de Medellín y Puebla. De ahí que la canonización tiene que trascender el hecho de llevarlo a los altares o de elogiar sus virtudes. Más decisivo es dejarnos inspirar por su ejemplo en la consecución de las causas primordiales que siguen vigentes: el Reinado de Dios y su justicia, la opción por los pobres, la compasión con las víctimas, la indignación profética y la solidaridad con los nuevos rostros de excluidos. En pocas palabras, se trata de cultivar la santidad de la justicia no violenta que enfrenta la malignidad de la injusticia violenta. Ahora bien, para prevenir un tipo de canonización genérica y abstracta, desarraigada de la historia, necesario es que mantengamos en la memoria los aspectos que Jon Sobrino destaca en uno de sus escritos sobre monseñor Romero. Ahí afirma:

 

“Es evidente que Monseñor fue hombre de Dios, creyente, devoto; que fue sacerdote, dispensador de los misterios de Dios; que fue arzobispo, cuidador de la fe y de las cosas santas de su pueblo. Pero a eso hay que añadir -–y hacer de ello cosa central–- que Monseñor fue un insigne salvadoreño que por eso se encarnó en una realidad de conflicto y de muerte. Que fue defensor de los pobres, y que por eso fue amado y venerado por ellos. Que fue profeta, denunciador y desenmascarador de militares, oligarcas, gobernantes y políticos, y que por eso fue odiado por ellos. Que fue voz de los sin voz, y que por eso fue voz contra los que tienen demasiada voz. Que fue creyente y hombre de Dios, y que por eso fue enemigo acérrimo de los ídolos. En suma, es evidente que el verdadero Monseñor vivió todo para Dios y todo para la justicia. Ese fue el Monseñor Romero total, el "verdadero" Monseñor”. Y ese Monseñor es el que el pueblo espera que sea canonizado, el que sea presentado como protector y modelo de este pueblo…”.

 

A modo de conclusión: la santidad de las bienaventuranzas en monseñor Romero

 

Cuando en los Evangelios se habla de mayorías pobres, hay una clara referencia a los excluidos socialmente (leprosos y deficientes mentales); los marginados religiosamente (prostitutas y publicanos); los oprimidos culturalmente (mujeres y niños); los dependientes socialmente (viudas y huérfanos); las personas con discapacidad física (sordos, mudos, lisiados y ciegos); los atormentados psicológicamente (posesos y epilépticos); y los humildes espiritualmente (gente sencilla temerosa de Dios, pecadores arrepentidos). Los mismos textos relatan que Jesús se conmovió hondamente ante el sufrimiento de todos ellos: “Vio a la multitud y sintió compasión de ellos, porque estaban como ovejas que no tienen pastor” (Mc 6,34). Se sabe, en este sentido, que donde está Jesús hay amor por la vida, interés por los que sufren, y pasión por redimir de todo mal. Jesús es considerado el primer testigo de la compasión de Dios. Hoy día se insiste en que Jesús no cura para probar su condición divina o la veracidad de su mensaje. Lo que le mueve a Jesús es la compasión ante el sufrimiento humano.

 

En la exhortación apostólica del papa Francisco, Gaudete et Exsultate, sobre la llamada a la santidad en el mundo actual, se plantea que la santidad cristiana está estrechamente vinculada con la búsqueda de la justicia, el auxilio al oprimido, la protección del huérfano, la defensa de la viuda (n.79). Mirar y actuar con misericordia, eso es santidad (n.82). Sembrar paz con creatividad, sensibilidad y destreza, eso es santidad (n.89). Aceptar cada día el camino del Evangelio, aunque nos traiga problemas, eso es santidad (n.94). Según la exhortación papal, las fuentes primarias que inspira esta santidad son las bienaventuranzas y el protocolo sobre el cual seremos juzgados (n.95): “Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, fui forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, en la cárcel y vinieron a verme (Mt 25,35-36). Las bienaventuranzas y este protocolo pueden ser consideradas como el test que evalúa la autenticidad y radicalidad de nuestra vida y compromiso cristiano. En ambas, amor a Dios y amor al prójimo se entrelazan.

 

Es decisivo en este plano, el señalamiento que hace el papa en el numeral 101 de la exhortación, al advertir de dos errores nocivos que mutilan el corazón del Evangelio. Primero, “el de los cristianos que separan estas exigencias del Evangelio de su relación personal con el Señor, de la unión interior con él, de la gracia”. Cuando esto ocurre “se convierte al cristianismo en una especie de ONG, quitándole esa mística luminosa que tan bien vivieron y manifestaron san Francisco de Asís, san Vicente de Paúl, santa Teresa de Calcuta y otros muchos. A estos grandes santos ni la oración, ni el amor de Dios, ni la lectura del Evangelio les disminuyeron la pasión o la eficacia de su entrega al prójimo, sino todo lo contrario”.

 

Segundo, el obispo de Roma afirma también que, “es nocivo e ideológico el error de quienes viven sospechando del compromiso social de los demás, considerándolo algo superficial, mundano, secularista…”. Luego, encara de manera contundente este error indicando: “No podemos plantearnos un ideal de santidad que ignore la injusticia de este mundo, donde unos festejan, gastan alegremente y reducen su vida a las novedades del consumo, al mismo tiempo que otros solo miran desde afuera mientras su vida pasa y se acaba miserablemente”.

 

El camino de la santidad, pues, tiene un horizonte definido: vivir las bienaventuranzas y el protocolo del juicio final. Según la exhortación de Francisco, se trata de pocas palabras, sencillas pero prácticas y válidas para todos, porque el cristianismo es principalmente para ser practicado (n.109). Este fue el camino seguido por Romero. En cada uno de los rasgos anotados por Mateo en las bienaventuranzas, podemos encontrarnos con su testimonio. Él vivió, ciertamente, las bienaventuranzas. Veamos:

 

Fue un pobre de espíritu, porque se confió planamente en Dios y se hizo disponible a Él (“La pobreza evangélica es desprendimiento, es esperarlo todo de Dios, es voltearle la espalda al becerro de oro para adorar al único Dios”); fue un pastor que se compadeció de los afligidos y ejerció con ellos misericordia (“Pido al Señor, mientras voy recogiendo el clamor del pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia, que me dé la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al arrepentimiento”); por fidelidad al Evangelio y al pueblo, fue rechazado y difamado ( “cuando se trata de vivir, cuando se trata de hacer realidad en la historia de un pueblo sufrido esas enseñanzas del Evangelio, es cuando surge el conflicto”); buscó con pasión el reino de Dios y su justicia (“cada uno de nosotros tiene que ser un devoto enardecido de la justicia, de los derechos humanos, de la libertad, de la igualdad, pero mirándolos a la luz de la fe”).

 

Monseñor actuó, trabajó y vivió movido por compasión (“ante el atropello y la violencia… me he puesto con compasión de Cristo al lado del muerto, de la víctima, del que sufre”); sus adversarios lo acusaron de ser el causante de la violencia, pero la realidad demuestra que, ante todo, fue un hacedor de paz (“Dios no camina por allí, sobre charcos de sangre y torturas. Dios camina sobre caminos limpios de esperanza y amor”); experimentó la persecución a causa de la lucha por la justicia (“una Iglesia que no sufre persecución, sino que está disfrutando los privilegios y el apoyo de las cosas de la tierra—¡tengan miedo! — no es la verdadera Iglesia de Jesucristo”).

 

Las bienaventuranzas, pues, describen las actitudes propias del discipulado y de la santidad cristiana. Monseñor Romero las asumió con profunda convicción y coherencia. En la homilía del 11 de mayo de 1978, en el primer aniversario del asesinato del padre Alfonso Navarro, hizo un llamado a ser testigos de ellas, aunque eso suponga, ir a contracorriente:

 

“Aun cuando se nos llame locos, cuando se nos llame subversivos, comunistas y todos los calificativos que se nos dicen, sabemos que no hacemos más que predicar el testimonio subversivo de las bienaventuranzas, que le han dado vuelta a todo para proclamar bienaventurados a los pobres, bienaventurados a los sedientos de justicia, bienaventurados a los que sufren”.

 

En el documento conclusivo de Aparecida (n. 139), se dice que “en el seguimiento de Jesucristo, aprendemos y practicamos las bienaventuranzas del Reino, el estilo de vida del mismo Jesucristo: su amor y obediencia filial al Padre, su compasión entrañable ante el dolor humano, su cercanía a los pobres y a los pequeños, su fidelidad a la misión encomendada, su amor servicial hasta el don de la vida”. Esto es lo que se ha transparentado en la vida y ministerio de monseñor Romero. Por eso afirmamos que su santidad, es la santidad de las bienaventuranzas y del gran protocolo del capítulo 25 del Evangelio de Mateo (25,31-46).

 

De la necesidad de esa santidad en el mundo actual, nos ha hablado la tercera exhortación del papa Francisco. Ahí se explica que una fuerza movilizadora para la consecución de esta santidad que humaniza, la tenemos en el ejemplo de tantos sacerdotes, religiosos y laicos que se dedican a anunciar y a servir con gran fidelidad, muchas veces arriesgando sus vidas. Se dice también que el testimonio de estos hombres y mujeres recuerda que la Iglesia no necesita tantos burócratas y funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de comunicar la verdadera vida (n.138). “Esas personas (santos y santas) sorprenden, desinstalan, porque sus vidas invitan a salir de la mediocridad tranquila y anestesiante”. Ese fue y es el caso de Romero, como conciencia crítica y esperanzadora, como vida ejemplar y dignificante, sigue inspirando e interpelando en la búsqueda de la nueva humanidad a la que aspiramos.

 

Carlos Ayala Ramírez

Profesor del Instituto Hispano de la Escuela Jesuita de Teología (Santa Clara University) y de la Escuela de Pastoral Hispana de la Arquidiócesis de San Francisco, CA. Profesor jubilado de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA) de El Salvador.

 

 

 

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