Ensayo sobre cómo abrir nuevamente la ventana

16/04/2018
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Lula em reunião do PT (25/01/2018)
Foto: Ricardo Stuckert
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Roberto Regalado, un camarada cubano, me invitó a contribuir en una «antología de ensayos sobre los gobiernos de izquierda y progresistas, y el impacto en ellos de la estrategia desestabilizadora desarrollada por el imperialismo y las oligarquías criollas».

 

Mi contribución consistió, en primer lugar, en conseguir un artículo de Gleisi Hoffmann, presidenta nacional del Partido de los Trabajadores. La tarea fue cumplida con la ayuda de dos compañeros que cabe mencionar: Ricardo Amaral y Marcelo Zero.

 

En segundo lugar, me correspondía escribir mi propio artículo para la antología. Y cuando estaba ocupado en esto, me acordé que hace no mucho tiempo, el mismo Roberto Regalado me solicitó que participara en otra antología, aquella titulada La izquierda latinoamericana a 20 años del derrumbe de la Unión Soviética.

 

Participé en esa antología, publicada en formato de libro por la Editorial Ocean Sur, con un texto que pomposamente llamé «Ensayo sobre una ventana abierta». En él aborde cuatro temas: «en qué situación se encontraba la izquierda latinoamericana en su conjunto en el año 1991; qué pasó con esta izquierda desde entonces; cuál es su situación actual; cuáles son sus perspectivas».

 

Escogí el año 1991, como es obvio, debido a la desaparición de la Unión Soviética, motivo por el cual en la parte inicial del «Ensayo sobre una ventana abierta» incluí un balance de la lucha por el socialismo desde 1917, cuyo desenlace resumí así: «La desaparición de la URSS y de las democracias populares del Este europeo fue, por tanto, resultado de una de las batallas de un proceso más amplio, a saber, la transición entre dos etapas del capitalismo: la del imperialismo clásico y la del imperialismo neoliberal».

 

Afirmé también que si observábamos «la correlación mundial de fuerzas desde el punto de vista de las clases, el período inmediatamente anterior y posterior a 1991 es de derrota para las clases trabajadoras. Esta derrota puede ser medida objetivamente, en términos de extensión de las jornadas, el valor relativo de los salarios, las condiciones de trabajo y la oferta de servicios públicos y de democracia real».

 

Veinte años después del derrumbe, en 2011, la situación había cambiado «un poco, pero no tanto». A saber: «la ofensiva desencadenada por el capitalismo contra la clase trabajadora a partir de la crisis de los años setenta, perdió aliento. En algunos lugares, estamos logrando incluso recuperar parte del espacio perdido. Pero el escenario aún tiene mucho de tierra arrasada. En el plano ideológico, esto se traduce en una tremenda confusión y déficit teórico».

 

Mas, «paradójicamente, lo que viene ocurriendo en el mundo desde la crisis de los años setenta, particularmente después de 1991, confirma el acierto de las ideas fundadoras del marxismo». Y en América Latina estaríamos asistiendo, dos décadas después del derrumbe, a intentos variados de iniciar un nuevo ciclo socialista, a lo cual han contribuido cuatro factores, que transcribo a continuación tal como estaban redactados en el referido ensayo:

 

Primero: debido al «lugar» ocupado por nuestra región en la división del trabajo vigente en el período imperialista clásico, no tuvimos en nuestro continente una experiencia socialdemócrata equivalente al Estado de bienestar social, que cristalizase la creencia de que era posible conciliar capitalismo, democracia y bienestar social. Lo que llegó más cerca de esto (el populismo, especialmente el argentino) fue combatido con violencia brutal por las oligarquías y por el imperialismo. Con otras palabras, incluso donde la izquierda luchaba por banderas de tipo capitalista, la burguesía realmente existente era en general un sólido adversario. Esto, aunque no había eliminado las ilusiones, dio a las luchas de los años ochenta un sesgo mucho más radical, sin el cual algunos éxitos de la resistencia al neoliberalismo no habrían sido posibles.

 

Segundo: a pesar de los equívocos, de las limitaciones y principalmente a pesar del retroceso causado por la combinación entre el bloqueo estadounidense y el colapso de la URSS, la valiente resistencia cubana impidió que asistiésemos, entre nosotros, a las escenas deprimentes y desmoralizantes vistas en el Este europeo y en la propia URSS. Además de eso, ciertas características de la sociedad cubana seguían siendo un diferencial positivo para el trabajador pobre de la mayoría de los países latinoamericanos; no era así, en Europa, en gran parte de los casos y de las personas. Esto hizo más fácil, para grandes sectores de la izquierda latinoamericana, mantener la defensa del socialismo, percibir las especificidades nacionales y mantener una actitud más crítica en cuando a modelos supuestamente universales, especialmente los venidos de otras regiones.

 

Tercero: la hegemonía neoliberal, combinada con el predominio estadounidense ocasionado por la desaparición de la URSS, era efectivamente y fue percibida inmediatamente como un riesgo, no solo para las izquierdas, sino para la soberanía nacional y para el desarrollo económico latinoamericano. Para muchas organizaciones de la izquierda regional, esto permitió compensar con nacionalismo y desarrollismo lo que se perdía o se diluía en términos de contenido programático socialista y revolucionario.

 

Cuarto: el fin de la URSS abrió inmensas oportunidades de expansión para las potencias capitalistas, especialmente para los Estados Unidos y para la naciente Unión Europea. De ahí se derivó una concentración de esfuerzos en el Este Europeo y en el Oriente Medio, acompañada de una cierta «despreocupación sistémica» con lo que estaba ocurriendo en el patio trasero latinoamericano. Esto explica, no el hecho en sí, sino la velocidad con que los partidos críticos del neoliberalismo llegaron al gobierno, a partir de 1998, en importantes países de la región.

 

Mientras tanto, y de manera que nuevamente llamé paradójica, fue a partir de 1998 que «se evidenciaron más ciertas consecuencias del fin de la URSS, así como las derivadas del surgimiento del capitalismo neoliberal. Implicaciones que pesaban sobre las acciones de la izquierda latinoamericana, exactamente en el momento en que comenzaba a conquistar los gobiernos nacionales de sus países».

 

Implicaciones: las izquierdas que «llegan al gobierno a partir de 1998, pero también aquellas que se mantuvieron desde entonces en la oposición, en algunos casos contra la derecha, en otros casos contra los gobiernos progresistas y de centroizquierda, no lograron superar la confusión ideológica y tampoco lograron resolver el déficit teórico, que se expresa en tres terrenos fundamentales: el del balance de los intentos de construcción del socialismo del siglo XX, el de análisis del capitalismo del siglo XXI y el de la elaboración de una estrategia adecuada al nuevo período histórico».

 

Aún respecto a eso, afirmé en el ensayo que «la confusión ideológica y la limitación teórica no constituyen un problema tan grave, cuando el viento está a favor. [...] Pero, cuando el viento no sopla a favor, la claridad teórica y la consistencia ideológica se tornan activos fundamentales». Y alerté que en aquel año 2012, estábamos en un momento de «vientos contradictorios».

 

Implicaciones políticas: «salvo raras excepciones, el conjunto de las izquierdas latinoamericanas incorporó la competencia electoral, parlamentaria y gubernamental, a su arsenal estratégico. O sea, incorporó un arma típica del arsenal socialdemócrata, en el exacto momento en que en el Viejo Mundo los aspectos progresistas de la democracia burguesa y de la socialdemocracia clásica están en declive».

 

En el ensayo argumenté que «la incorporación de esta arma fue posible por diversos motivos. De parte de las izquierdas, podemos citar la derrota político‑militar de las experiencias guerrilleras, la reducción de los preconceptos (bien fundados o no) contra la «democracia burguesa», y la dinámica particular que permitió una más o menos exitosa combinación entre lucha social y electoral en cada país». Pero para que el arma electoral fuese utilizada con cierto éxito por las izquierdas, desde el final de los años noventa hasta ahora, es preciso considerar también el cambio relativo en la actitud de los Estados Unidos, de las derechas y de las burguesías locales, que en varios países no tuvieron los medios y/o los motivos para bloquear electoralmente a las izquierdas».

 

Y dije que, «pasada cierta euforia inicial, las distintas izquierdas latinoamericanas se toparon con los límites derivados del camino electoral. De diferentes maneras, hasta porque las izquierdas, los procesos y las culturas políticas son distintas, se fueron evidenciando las diferencias entre Estado y gobierno; la difícil combinación entre democracia representativa y democracia directa; los límites de la participación popular y de los movimientos sociales; las diferencias entre legalidad revolucionaria y legalidad institucional. Además de eso, los mecanismos de defensa del Estado burgués —como la burocracia, la justicia, la corrupción y las fuerzas armadas— han operado con eficiencia, para constreñir a los gobiernos progresistas y de izquierda. Sea como fuere, quedó en evidencia que la izquierda latinoamericana necesita una mayor comprensión de las experiencias regionales y mundiales que echaron mano a las armas electorales como medio para tratar de transformar la sociedad».

 

Finalmente, un tercer tipo de implicación: «la comprensión de la etapa histórica en que vivimos», con mayor precisión la noción de que «el socialismo se encuentra todavía en un período de defensiva estratégica».

 

Sobre eso afirmé que «hace más de diez años la izquierda viene ampliando su participación en los gobiernos y enfrentando con mayor o menor decisión el neoliberalismo, pero por todas partes el capitalismo sigue siendo hegemónico».

 

Dije que eso no impedía a «algunos sectores de la izquierda de apellidar el proceso político en curso en sus respectivos países con nombres combativos (diferentes variantes de “revolución”), ni impide a otros sectores de la izquierda “resolver” las dificultades objetivas acusando a los partidos gobernantes de falta de combatividad y de firmeza de propósitos, lo que sin dudas es verdad en varios casos. Pero, más allá de las traiciones, del voluntarismo y del deseo, la verdad parece ser la siguiente: incluso donde la izquierda gobernante sigue fiel a los propósitos socialistas, las condiciones materiales de la época en que vivimos imponen límites objetivos».

 

Esencialmente, argumenté que «tales límites constriñen a los gobiernos de izquierda, hasta a los políticamente más radicales, a recurrir a métodos capitalistas para producir desarrollo económico, aumentar la productividad sistémica de las economías, ampliar el control sobre las riquezas nacionales, y reducir la dependencia externa y el poder del capital transnacional, especialmente el financiero. E, incluso, tales límites constriñen el financiamiento de las políticas sociales».

 

Recordé que «el capitalismo neoliberal provocó un retroceso en el desarrollo económico latinoamericano. Una de las consecuencias políticas de ese retroceso fue la dislocación, a favor de la oposición de izquierda, de sectores de la burguesía y de las capas medias. Esa dislocación hizo posible la victoria electoral de los actuales gobiernos progresistas y de izquierda, y generó gobiernos pluriclasistas, vinculados genéticamente a la defensa de economías plurales, con un amplio predominio de la propiedad privada, en sus variadas expresiones, incluso las más contradictorias, como la propiedad cooperativa y el capitalismo de Estado». Al llegar a ese punto, en el «Ensayo sobre una ventana abierta», resumí así la situación:

 

En el año 1991, la izquierda latinoamericana venía de un doble proceso de derrotas: primero, la derrota del ciclo guerrillero de los años sesenta y setenta; después, la derrota del ciclo de redemocratización de los años ochenta. El fin de la URSS y el ascenso del neoliberalismo abren un tercer período, cuyo desenlace es distinto: se inicia en 1998 un ciclo de victorias electorales, que resulta en una correlación de fuerzas regional favorable, que aún se mantiene.

 

Las condiciones internas y externas que hicieron posible este ciclo de victorias permitieron a estos gobiernos, en un primer momento, ampliar los niveles de soberanía nacional, democracia política, bienestar social y desarrollo económico de sus países y sus pueblos. Pero, en lo fundamental, esto se hizo mediante una redistribución distinta de la renta, sin alterar la matriz de distribución y producción de la riqueza.

 

En un segundo momento, las limitaciones de la propia matriz de producción y distribución de la riqueza, acentuadas por otras variables —políticas, ideológicas, estratégicas, económicas, sociológicas, geopolíticas— hacen que los niveles de soberanía nacional, democracia política, bienestar social y desarrollo económico se mantengan en limites más estrechos de los deseados inicialmente por la izquierda, gobernante u opositora.

 

En aquel momento en que escribí «Ensayo sobre una ventana abierta», dice que estábamos:

 

[...] en este segundo momento, que coincide con un agravamiento de la situación internacional, que repercute de dos maneras fundamentales sobre la región: por un lado, complica sobremanera la situación de las economías que dependen del mercado internacional; por otro lado, aumenta la presión de las metrópolis sobre la región, concluyendo aquel período de cierta «desatención estratégica» que facilitó ciertas victorias electorales.

 

Las limitaciones internas y el cambio de ambiente externo tienden a agudizar el conflicto, dentro de cada país, entre las fuerzas sociales y políticas que componen lo que llamamos izquierda; pueden, también, exacerbar algunas diferencias entre los gobiernos de la región.

 

Dicho esto, así resumí las perspectivas, tal como las veía en aquel momento:

 

Hay que considerar, en primer lugar, la incidencia sobre la región de macro‑variables sobre las cuales no tenemos influencia directa: la velocidad y la profundidad de la crisis internacional, los conflictos entre las grandes potencias, la extensión e impacto de las guerras. Destacamos, entre las macro‑variables, aquellas vinculadas al futuro de los Estados Unidos: ¿recuperará su hegemonía global? ¿Concentrará energías en su hegemonía regional? ¿Agotará sus energías en el conflicto interno de su propio país?

 

Hay que considerar, en segundo lugar, el comportamiento de la burguesía latinoamericana, en especial, de los sectores transnacionalizados: ¿cuál es su conducta frente a los gobiernos progresistas y de izquierda? ¿Cuál es su disposición con respecto a los procesos regionales de integración? ¿Cuál es su capacidad de competir con las burguesías metropolitanas y aspirar a un papel más sólido en el escenario mundial? Del «humor» de la burguesía dependerá la estabilidad de la vía electoral y la solidez de los gobiernos pluriclasistas. O, invirtiendo el argumento, su «falta de humor» radicalizará las condiciones de la lucha de clases en la región y en cada país.

 

En tercer lugar, está la capacidad y disposición de los sectores hegemónicos de la izquierda —partidos políticos, movimientos sociales, intelectualidad y gobiernos—. La pregunta es: ¿hasta dónde estos sectores hegemónicos están dispuestos y conseguirán rebasar los límites del período actual, y con qué velocidad? Dicho de otra manera, cuánto conseguirán aprovechar esta coyuntura política inédita en la historia regional, para profundizar las condiciones de integración regional, soberanía nacional, democratización política, ampliación del bienestar social y del desarrollo económico. Y principalmente, si van a lograr o no alterar los patrones estructurales de dependencia externa y concentración de la propiedad imperantes en la región hace siglos.

 

Considerando estas tres grandes dimensiones del problema, podemos resumir así las perspectivas: potencialidades objetivas, dificultades subjetivas y tiempo escaso.

 

Potencialidades objetivas: el escenario internacional y las condiciones existentes hoy en América Latina, en especial en América del Sur, hacen posibles dos grandes alternativas, a saber, un ciclo de desarrollo capitalista con trazos socialdemócratas y/o un nuevo ciclo de construcción del socialismo.

 

En cuanto a esta segunda alternativa, estamos, desde el punto de vista material, relativamente mejor que la Rusia de 1917, que la China de 1949, que la Cuba de 1959 y que la Nicaragua de 1979.

 

Dificultades subjetivas: hoy, los que tienen la voluntad no tienen la fuerza, y los que tienen la fuerza no han demostrado la voluntad de adoptar, a una velocidad y con una intensidad adecuada, las medidas necesarias para aprovechar las posibilidades abiertas por la situación internacional y por la correlación regional de fuerzas. Un detalle importante: no hay tiempo ni materia prima para formar otra izquierda. O bien la izquierda que tenemos aprovecha la ventana abierta, o se perderá una oportunidad.

 

El tiempo está escaseando: la evolución de la crisis internacional tiende a producir una creciente inestabilidad que sabotea las condiciones de actuación de la izquierda regional. La posibilidad de utilizar gobiernos electos para hacer transformaciones significativas en las sociedades latinoamericanas no va a durar para siempre. La ventana abierta a final de los años noventa todavía no se cerró. Pero la tempestad que se aproxima puede hacerlo.

 

Concluí aquel diciendo que:

 

[...] el juego aún no ha terminado, motivo por el cual debemos trabajar para que la izquierda latinoamericana, en especial aquella que está gobernando, y dentro de ella la brasileña, haga lo que debe y puede hacerse. Si ello sucede, podremos superar con éxito el actual período de defensiva estratégica de la lucha por el socialismo. En resumen, la ventana sigue abierta.

 

Hoy, en febrero de 2018, más o menos seis años después de escribir lo que acabo de transcribir más arriba, me parece obvio que algo cambió y cambió para peor. La derrota electoral en Argentina, el golpe en Brasil, el fraude en Honduras, el vuelco en Ecuador, la difícil situación de Venezuela, el conjunto de la situación muestra cómo eran excesivamente optimistas los que hablaban de «cambio de épocas».

 

Pero, evitando el impresionismo periodístico, volvamos a los tres puntos citados más arriba.

 

Hoy, en comparación con 2012, podemos decir que la crisis internacional prosigue, crecen los conflictos entre las grandes potencias, aumenta la posibilidad de un conflicto militar en gran escala, los Estados Unidos están buscando de manera desesperada recuperar su hegemonía global y regional, al mismo tiempo que crecen los conflictos internos en aquel país.

 

Hoy también podemos decir que la burguesía latinoamericana decidió destruir a los gobiernos progresistas y de izquierda, dejar atrás los procesos regionales de integración, reafirmar su condición de socia menor de las burguesías metropolitanas, motivo por el cual se acabó la estabilidad de la vía electoral y se acabó la solidez de los gobiernos pluriclasistas. Dicho de otra forma, hay una radicalización de las condiciones de la lucha de clases en la región y en cada país.

 

También se está respondiendo a la tercera pregunta: al contrario de la propaganda que muchos de nosotros hacíamos, la verdad es que no fuimos muy lejos en la tarea de profundizar las condiciones de la integración regional, la soberanía nacional, la democratización política, la ampliación del bienestar social y el desarrollo económico, ni en la tarea de alterar los patrones estructurales de dependencia externa y concentración de la propiedad vigentes en la región hace siglos. Una de las pruebas de esto es la rapidez con que se está desmontando lo que hicieron los gobiernos progresistas y de izquierda en la región.

 

En resumen: la tempestad vino y cerró la ventana abierta al final de los años noventa. La pregunta planteada a la izquierda ya no es cómo aprovechar bien la ventana que estaba abierta. La cuestión que ahora está planteada, en especial, a la izquierda brasileña, es cómo hacer para que la ventana se abra de nuevo.

 

Digo «especialmente para la izquierda brasileña», porque solo cambiando la correlación de fuerzas en Brasil podemos cambiar de forma duradera y radical la situación en el conjunto de la región. No se trata de quién viene primero y quién después. Se trata de constatar que Brasil es indispensable para reunir la masa de recursos humanos y materiales que son necesarios para la transformación radical y completa de nuestro continente.

 

¿Y qué puede decirse, entonces, de la situación brasileña?

 

En 2013, poco después del duodécimo aniversario del derrumbe, en Brasil conmemoramos 10 años de la llegada de Lula a la Presidencia de la República. En aquella época, el tono predominante en el Partido de los Trabajadores de Brasil y en la mayor parte de la izquierda brasileña era de extremo optimismo.

 

El mejor ejemplo de este optimismo es el libro Un salto hacia el futuro, escrito por Luiz Dulci y lanzado en marzo de 2013. Dulci fue un importante dirigente sindical de la categoría de maestros de nivel medio, participó en la fundación del Partido de los Trabajadores en 1980, hizo parte de nuestra primera bancada de parlamentarios federales, ejerció como ministro durante los ocho años de gobierno de Lula y escribió el libro mencionado cuando era uno de los directores del Instituto Lula. Por tanto, es una persona calificada para hacer un balance crítico y autocrítico de nuestra experiencia de gobierno. Pero, el libro no tiene nada de autocrítico. Por el contrario, su lectura deja claro cuán difícil era, alrededor del año 2013, mencionar y mucho más difícil aún debatir en serio los problemas, las deficiencias, las dificultades, las amenazas que rondaban a la izquierda brasileña, y que se derrumbaron sobre nuestras cabezas pocas semanas después que el citado libro llegó al público.

 

Desde entonces, cinco años pasaron por debajo del puente. Pero parece que fue mucho más tiempo. Entre 2013 y 2017 asistimos a: grandes manifestaciones de masas, promovidas tanto por la izquierda como por la derecha; dos procesos electorales, en 2014 y 2016; un golpe mediático-parlamentario-judicial contra la presidenta Dilma, consumado con un impeachment ilegal en agosto de 2016; una campaña sistemática de medios y una persecución judicial contra el PT, en la cual se está pensando incluso quitarle el registro legal al partido; la prisión y condena de innumerables dirigentes partidistas; la aprobación por el Congreso Nacional de diversas medidas antipopulares, antidemocráticas y antinacionales; y un empeoramiento significativo de las condiciones de vida del pueblo brasileño.

 

Más recientemente, el día 24 de enero de 2018, se produjo la condena en segunda instancia judicial al presidente Lula, lo cual puede resultar en su prisión. Por motivos obvios, lo que ocurra en las próximas semanas impactará no solo en las elecciones presidenciales de 2018, sino también definirá dentro de qué parámetros va a transcurrir la lucha política y social en Brasil, con fuertes repercusiones internacionales.

 

Para un sector importante de la derecha, se trata de una guerra de exterminio contra lo que consideran una «organización criminal», que tiene en agenda cancelar el registro electoral del Partido de los Trabajadores, condenar y encarcelar al mayor número posible de sus líderes, criminalizar la lucha social y estigmatizar el pensamiento de izquierda. En este sentido, el objetivo va mucho más lejos que impedir que Lula dispute la elección presidencial de 2018.

 

Existen contradicciones en el seno de las fuerzas golpistas. Se expresan en diferentes pre-candidaturas presidenciales, en diferentes visiones acerca del activismo judicial, en mayor o menor disposición de aplicar todos los elementos del programa neoliberal «Puente hacia el futuro». Pero estas contradicciones no impiden que, por acción o por omisión, el conjunto de las fuerzas golpistas contribuya a la guerra de exterminio contra el PT.

 

Por consiguiente, es mucho más reducida la posibilidad de hacer alianzas, con sectores de centro‑derecha y derecha, en defensa de la democracia y contra el fascismo. Más que reducida, es nula la posibilidad de seducir a sectores del gran empresariado con promesas de que el regreso de la izquierda al gobierno traería de vuelta los buenos tiempos de «crecimiento» y la «paz social», que supuestamente hubo en algunos de los años de los gobiernos nacionales petistas. El gran empresariado es el principal autor del golpe, su mandante y fiador. Como se observa en todo el mundo, el gran capital, especialmente el financiero, no le tiene miedo a la recesión, al desempleo ni a la crisis social. Por el contrario, estimula todo esto. En definitiva, el gran empresariado luchó contra los pocos aspectos progresistas existentes en la Constitución brasileña de 1988.

 

Las candidaturas presidenciales petistas fueron victoriosas en cuatro elecciones presidenciales consecutivas, pero la izquierda no pudo impedir el golpe consumado en agosto de 2016. Tampoco pudo impedir la aprobación, en el Congreso, de varias medidas antinacionales y antipopulares, ni pudo impedir la condena judicial de Lula en segunda instancia. Y no ha conseguido impedir el crecimiento del conservadurismo político e ideológico, ni siquiera en sectores importantes de la juventud y la clase trabajadora.

 

Claro que la izquierda brasileña mantiene la resistencia, la capacidad de movilización y un apoyo popular que se manifiesta en las encuestas de intención de voto que ubican a Lula en primer lugar. Pero es preciso reconocer que nada de esto fue suficiente, hasta ahora, para derrotar la ofensiva golpista.

 

El presidente Lula encabeza las encuestas hechas y publicadas hasta febrero de 2018, pero la mayor parte del electorado aún no tiene candidato. O sea, Lula lidera en la mitad del electorado que ya escogió por quien va a votar. Y no se debe minimizar el desgaste causado por años de propaganda negativa. Además de eso, en caso que, al fin y al cabo, prospere la interdicción electoral de Lula, la izquierda brasileña como un todo, y el PT en particular, enfrentarán un dilema de difícil solución.

 

Este dilema se resume en la consigna: elección sin Lula es fraude. El problema se presentará en caso que la derecha lleve hasta el final su propósito de impedir que Lula sea candidato en las elecciones presidenciales de 2018. En esta circunstancia, habría fundamentalmente dos alternativas respecto a las elecciones presidenciales: o participar de una elección que consideramos fraudulenta, en ese caso apoyando otra candidatura a la presidencia; o mantener la candidatura de Lula, aunque su nombre no aparezca en la urna electrónica.

 

Para las fuerzas golpistas de centroderecha y derecha, para el oligopolio mediático, para la cúpula del sistema judicial y de las Fuerzas Armadas, para el gran capital, especialmente el financiero, es absolutamente inaceptable que la izquierda pueda volver a gobernar Brasil. Por eso «escalaron»: del impeachment pasaron a la condena de Lula, ahora están preparando su prisión, y si es necesario recurrirán a medidas aún más extremas, como la cancelación del registro del PT, el aplazamiento de las elecciones, el cambio de régimen político y la intervención militar abierta (en el momento en que hago la revisión final de este artículo, el gobierno de Brasil ha decretado una intervención de las fuerzas armadas en la seguridad pública de la segunda más importante unidad de la federación brasilera, el conocido estado de nombre Rio de Janeiro).

 

Por todos estos motivos, el clima hoy predominante en la izquierda brasileña es totalmente distinto al imperante en 2013. La discusión ya no es sobre el «salto al futuro», pero sí sobre el regreso al pasado, como resultado de la implementación del programa de los golpistas. No predomina el optimismo de 2013, sino el pesimismo, aunque disfrazado de realismo.

 

Lo curioso es que, tanto hoy como en aquella época, sigue siendo igualmente difícil realizar un debate sobre los problemas de la izquierda brasileña y cómo superarlos. En uno y otro caso, uno de los mayores obstáculos para el debate es lo que voy a llamar aquí sentido común de corto plazo.

 

Pues bien: la negativa a debatir, aún en 2010, el necesario cambio de rumbos, tanto del gobierno encabezado por el PT, como de los sectores de la izquierda liderados por nuestro partido, contribuyó a que nuestro tercer y cuarto mandatos zigzagueasen entre tres posiciones: a) repetir la dosis de lo hecho en el segundo mandato de Lula, b) tratar de enfrentar a los enemigos sin plan ni organización, y c) hacer un shock ortodoxo.

 

Pero el desastre resultante de este zigzagueo no fue suficiente para que se abandonase el sentido común de corto plazo: hoy gran parte de la izquierda brasileña no piensa en otra cosa sino que no sean las eleciones de 2018.

 

Es evidente que la izquierda debe y necesita tener fuertes candidaturas a gobernadores, a senadores, a diputados federales y estaduales para disputar con la derecha en las elecciones de 2018.

 

El problema no reside en eso, sino en lo siguiente: incluso suponiendo que la izquierda tenga un óptimo resultado en las elecciones de 2018, incluso si se elige a Lula presidente de la República, eso no tendría las mismas implicaciones que en 2002, 2006 y 2010. Esta vez, si la izquierda gana, la otra parte seguirá actuando como en 2014 y continuará operando en la frecuencia del golpe; y hará todo para impedir nuestra toma de posesión y para sabotear de manera violenta nuestro gobierno.

 

Contra eso, no basta tener una política electoral exitosa. Es preciso tener otro tipo de estrategia política, acompañada de niveles de organización y movilización totalmente distintos de los que tuvimos hasta hoy.

 

El mismo raciocinio vale para el caso de una derrota total o parcial en las elecciones de 2018: lo que vendrá después de eso no serán menos, sino más ataques violentos, contra los cuales aportarán muy poco las posiciones institucionales que la izquierda haya conquistado en 2018, en especial si estas posiciones se hubieren conquistado en una línea de «respeto al orden» y «conciliación de clases».

 

Obviamente no se está diciendo que tener posiciones institucionales sea inútil. Lo que se está diciendo es que la «utilidad» estratégica de parlamentarios y gobernantes aumenta o disminuye mucho, en dependencia de la línea política y del nivel de organización extra institucional adoptadas por las organizaciones de izquierda.

 

Vale decir que gran parte de la izquierda brasileña admite que es necesario adoptar otra línea política, diferente a la implementada entre 1995 y 2016. Gran parte también reconoce la necesidad de cambiar profundamente los métodos de funcionamiento de la izquierda, con énfasis en la recuperación de los espacios perdidos junto a la clase trabajadora.

 

Pero hay una distancia enorme y evidente entre el discurso y la práctica. En parte esto ocurre por inercia, en otros casos por falta de imaginación y/o experiencia, pero principalmente porque una parte importante de la izquierda brasileña simplemente no comprende las consecuencias de lo ocurrido en 2016, y sigue creyendo en la posibilidad de cambiar el país sin infringirle una derrota profunda a los grandes capitalistas brasileños.

 

La dificultad de comprender el papel de la clase de los grandes capitalistas no es un problema cognitivo. El problema es de otra naturaleza: existe un sector de la izquierda brasileña, así como existe un sector de la clase trabajadora, que no considera necesario ocasionarle una derrota profunda a la clase de los grandes capitalistas. Por el contrario, creen que el camino de «derrotar profundamente» a nuestros enemigos de clase es, además de inviable, perjudicial a nuestros objetivos de corto y mediano plazo: sería como lo óptimo utópico, que termina por convertir al bueno en enemigo.

 

De ahí proviene, igualmente, la indiferencia y hasta la repulsa de estos sectores a cualquier referencia al socialismo, y su predilección por palabras de orden del tipo «nación», «soberanía», «Estado» y «desarrollo».

 

En última instancia, esta postura de conciliación de clase es la que está detrás de las políticas de alianza con fuerzas de derecha y centro‑derecha, detrás de las ilusiones republicanas en las instituciones del «Estado democrático de derecho», y detrás de las actitudes que nuestros gobiernos no adoptaron contra el oligopolio de los medios. En el fondo, todo se remite a un problema de clase, más exactamente a sobre cómo tratar a la clase dominante.

 

En el pasado reciente, la hegemonía del pensamiento conciliador no puso en riesgo la sobrevivencia a corto plazo de la izquierda brasileña. Por el contrario, a corto plazo aquella actitud pragmática puede haber contribuido, en algunos casos, al crecimiento institucional de la izquierda. Sin embargo, en el mediano plazo sabemos cuáles fueron las consecuencias de la conciliación, inclusive en términos de reducción de la presencia electoral e institucional de la izquierda.

 

En la actual coyuntura y en el futuro visible, mientras tanto, la hegemonía del pensamiento conciliador puede llevar a desdoblamientos catastróficos para la izquierda brasileña, no solo en el mediano, sino también en el corto plazo.

 

¿Y qué hacer ante esta situación? Ya no se trata, como decíamos antes, de aprovechar la ventana abierta. De lo que se trata es de abrirla nuevamente. Esto implicará un conjunto de medidas, algunas de naturaleza práctica, organizativa, política, y otras de naturaleza ideológica, cultural, teórica, intelectual. De ellas, considero que será útil para los lectores de este artículo mencionar tres.

 

En primer lugar, como resultado del veloz desmontaje de aquello positivo que se hizo entre 2003 y 2016, estamos viendo aparecer una nueva configuración social de lucha de clases, diferente de aquellas en que actuamos la mayor parte de los últimos treinta años. ¿Cómo lidiar con esta «nueva» situación, en particular con la «nueva» clase trabajadora?

 

En segundo lugar, en parte como desdoblamiento de la ofensiva del capital contra nosotros, en parte resultado de los métodos utilizados para derrotar al PT, estamos viendo aparecer una «nueva normalidad» institucional, diferente de aquella a la que nos acostumbramos desde la promulgación de la Constitución de 1988. ¿Cómo actuar en esta «nueva» institucionalidad?

 

En tercer lugar, las operaciones de la derecha para destruir al PT, así como las tentativas que varias izquierdas hacen de «superar» al PT, están alcanzando el clímax y su combinación pude llevar a una situación que no vimos en ninguna de las elecciones presidenciales, desde 1989 hasta 2014. ¿Cómo actuar frente a esta situación, tomando en consideración que una eventual destrucción del PT, arrastraría tras de sí a toda la izquierda?

 

Ya se dijo que todo lo que está vivo un día muere; y todos los vivos morimos un poco cada día, sin tener jamás la certeza de cuánto nos queda por delante. Hecha esta excepción, no hay razón alguna para que el PT no sobreviva aún por mucho tiempo.

 

Para citar ejemplos brasileños, basta constatar el caso del Partido Comunista y también el caso del Partido Laborista, uno fundado en 1922, el otro en 1945. Ambos siguen actuando hasta hoy.

 

La cuestión relevante, claro está, no es saber si el PT sobrevivirá, sino con qué influencia social y con qué línea política. Ninguna de estas cuestiones está dada de antemano. Variables internacionales y nacionales van a influir en esto, comenzando por los desdoblamientos de la lucha actualmente en curso entre el gran capital y la clase trabajadora.

 

Pero una cosa es segura: cualquiera que sea lo que ocurra en los próximos años, incluidas las modificaciones de la propia clase trabajadora, esta continuará necesitando un partido de clase, de masas, socialista y revolucionario.

 

Si nosotros, que somos militantes del PT, no somos capaces de solucionar y superar las dificultades actuales, para las futuras generaciones será mucho más difícil hacerlo.

 

Si, por el contrario, somos capaces de alterar nuestra línea política, nuestra política de organización y movilización de la clase trabajadora, nuestro legado a las futuras generaciones no será un problema, sino una solución: el Partido de los Trabajadores.

 

¿Seremos capaces? Parte importante de la respuesta la sabremos en los próximos días, semanas y meses. Nuestra reacción frente a una posible orden de prisión contra Lula, así como nuestra postura ante las elecciones de 2018 tendrán, para el futuro del PT, un significado similar al que tuvieron nuestras posturas frente al Colegio Electoral y frente a la Constitución de 1988.

 

Ya se verá si seremos un partido integrado o un partido dispuesto a subvertir el orden.

 

Valter Pomar es militante del Partido de los Trabajadores de Brasil y profesor de Relaciones Intenacionales de la Universidad Federal de ABC. Entre 1997 y 2013 integró la Comisión Ejecutiva Nacional del Partido de los Trabajadores, y entre 2005 y 2013 ejerció como secretario ejecutivo del Foro de São Paulo.

 

 

Este artículo fue publicado en la antología Los gobiernos progresistas y de izquierda en América Latina, Roberto Regalado (compilador), Partido del Trabajo de México, Ciudad de México, 2018.

 

 

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/192286
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