Acerca de la construcción del odio

21/08/2017
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Epígrafes

 

1. “A partir del momento en que no podemos considerar más al diferente como nuestro semejante, entonces preparamos el infierno. El infierno es el odio dice la hermana Véronique Margron, teóloga, especialista en moral y decana de la facultad de teología de Angers, el 18 de julio de 2016,  después del atentado en Niza, en el periódico La Croix, un órgano de prensa católico.
 

2. “El infierno son los otros” es la sentencia que Sartre nos lega en su obra A puertas cerradas. Formula de diálogo complejo con su lucha por el reconocimiento de la alteridad argelina. 
 

3. “Homo homini lupus”, frase harto transitada. “El hombre es un lobo para el hombre” nos recuerda Freud en el Malestar en la cultura la versión amputada por Hobbes de la formulación de Plauto. Pero advirtamos que esa versión de Hobbes que solemos repetir, no casualmente corresponde a la época del capitalismo en ascenso, a su predatorio desarrollo, la de Plauto, en cambio, casi dos mil años antes afirma lo mismo y al mismo tiempo algo muy diferente, más interesante, complejo y sutil para pensar nuestra constitución humana: “El hombre es un lobo para el hombre, y no hombre cuando desconoce quién es el otro” Esa es la frase completa de Plauto. El reconocimiento del otro es puesto por el poeta, en el corazón de nuestra dificultosa humanización. El escritor latino parece estar más cerca de la teóloga francesa, Sartre y Freud de Hobbes. Al menos, a primera vista.


Introducción
 

Recalco estas tensiones, para abordar desde el comienzo el tema del modo problemático que en sí misma la cuestión impone, y continuar así mi reflexión acerca de la utilización consciente, instrumental y científica de las emociones y atributos psicológicos humanos que inicié en abril en el texto acerca de las creencias políticas. Tomo esta vez el tema del odio y la inseguridad que se anuda con él, como entonces lo hice con la mentira, porque odio y mentira son dos articuladores centrales de la construcción de la subjetividad política actual prevalente y de la instrumentación de fantasmáticas singularmente teñidas de miedo, angustia y terror. En Argentina y en el mundo entero.  
 

Me impulsa en esta exploración lo que considero uno de los grandes desafíos que enfrentamos hoy los psicoanalistas, tratar de entender cómo nuestra práctica de la libertad pudo ser introducida en las prácticas de la sujeción, no sólo a través de lo que Maleval llamó las psicoterapias autoritarias, sino por el modo en que la política devino territorio privilegiado de las prácticas del marketing utilizando observaciones de nuestro campo.¡¿Qué de nuestras teorías autorizan esos usos?!, es una pregunta que  no deberíamos abandonar.
 

El marketing es el nombre con que a comienzos del siglo xx se empezó a disimular la propaganda. La manipulación científica, cuantificada, experimental de las pasiones humanas se fue transformando en axial para la política. Intenté de dar indicios elocuentes de ello en mi trabajo anterior. Su insoslayable importancia  radica en que pone en evidencia que para pensar la política no sólo es imprescindible conocer cómo funciona el capitalismo (eje del mundo en el que vivimos) o el neoliberalismo o como queramos llamarlo, cómo entender la política en su dimensión de práctica racional en los territorios de la argumentación y de las luchas por el sentido en términos de poder, sino, también, cómo funciona nuestra mente, y cómo se articula (siempre desarticuladamente) ella con el capitalismo en tanto relación social devenida régimen social, no sólo sistema económico. Y en este punto los principales movimientos que se propusieron como emancipatorios de una u otra manera, siempre miraron con desconfianza (mucha veces justificada) el saber psicoanalítico. En cambio, como muchos conductistas no tienen escrúpulos en usar a los humanos como cobayos y su propia perspectiva ético-epistemológica los autoriza, van promoviendo (algunos, muchas veces sin advertir las consecuencias de sus actos) conocimientos que sirven para usos manipulatorios, sinérgicos con la actividad cotidiana de los que tienen el poder real del planeta. Piensen si no en los psicólogos diseñando técnicas de tortura en Abu-Grahib. Esto deviene doblemente importante cuando escuchamos el menosprecio con que muchos políticos (de muy diversas procedencias) que se oponen al proyecto que hoy Macri encabeza miran el accionar de esta gestión como si fuera una cuestión de incapaces que no entienden la verdad de las cosas y no de gente que sabe muy bien lo que hace (al menos todo lo muy bien que se puede saber lo que se sabe y hacer lo que se hace). No parecen advertir que para llevarla adelante los constructores de la política neoliberal no parten de la posición de ingenuos practicantes de una actividad que los excede sino que, por el contrario, se basan en datos reales sobre la subjetividad y sobre rasgos específicos de la mente humana en su constitución estructural a cuyo conocimiento el psicoanálisis aporta invalorables indicios. Que los humanos nos resistamos a admitirlos es parte de esos descubrimientos.

 

El saber de Durán Barba 


Es con ese espíritu que Duran Barba puede decir hoy, a 100 años de los trabajos de Bernays a los que aludí en abril: “Los votantes no se mueven solamente en pos de su propio bienestar, sino que también lo hacen buscando que les vaya mal a otros que les caen mal. Para muchos electores estos sentimientos son parte integrante de su existencia. La envidia mueve más que la conveniencia”, (parece que el consultor ha leído a Melanie Klein Klein o a Money Kyrle. “Por supuesto, nuestra innata actitud hacia el mundo influencia nuestras creencias acerca de él, de modo que algunas personas – por ejemplo, aquellas con un alto nivel constitucional de ‘contenido envidioso’, pueden tener más dificultad de adquirir una verdadera pintura del mundo que otros” afirma el psicoanalista inglés Recordemos también que esta frase podría suscribirla Blaquier cuando en la cita que hice en el texto anterior decía: “Es comprensible -no justificable- que por las características de la naturaleza humana los menos dotados se consideren injustamente tratados e intenten sustituir a los mejor dotados. Esto es lo que con toda razón se ha llamado ‘la envidia igualitaria’”.

 

Sigamos con Barba:  “El votante se mueve fácilmente por pasiones negativas y en muchas ocasiones es más sencillo conseguir votos en contra de un candidato (votos de quienes detestan al atacado)  que a favor de tesis programáticas” (287)  Por tal motivo Barba puede proponerse como objetivo de sus operaciones psicológicas: “ Fomentar la ira o la vanidad del rival para que se destruya a sí mismo” (303) O, usar un símil, un descarnado símil: “El buen  torero estudia a su adversario, lo analiza, y sabe llevarlo a espacios que le son convenientes. Si conoce bien su arte dominará al burel y llegará un momento en que el animal embista cuando él se lo ordene, y se quede inmóvil si el matador desea hacer un desplante. Al final de la contienda, lo guiará al mejor sitio de la plaza para poder darle muerte, jugará con él para que ponga la cabeza en la dirección correcta, y dará fin a la vida de la res. Es el propio animal el que provoca su muerte, porque al sentir el dolor del estoque que lo lastima, su instinto lo lleva a arremeter con más fuerza. Sólo se puede matar de esa manera a un toro de lidia” (309) Encontramos en sus palabras que la política deviene la continuación de la guerra por otros medios; la fórmula de Clausewitz se invierte y así se profundiza, y, por cierto, su relato exhibe la dimensión sexual de crueldad sádica que reformatea las tendencias agresivas de los humanos en general. Y sigue: “Más que perseguir que el ciudadano entienda los problemas debemos lograr que sientan indignación, pena, alegría, vergüenza o cualquier otra emoción”. (364).

 

Como se ve en las palabras del asesor ecuatoriano, los afectos, las emociones están en el centro de la práctica política. Cuando miente o recomienda mentir a sus empleadores no es sólo para desestabilizar una razón argumentativa sino para producir emociones que se apropien de la subjetividad de los ciudadanos. Eso es el giro afectivo. Y las emociones que Barba jerarquiza están en línea (aunque sus campos teóricos de referencia sean distintos) con aquello que Jorge Alemán llamó las malas noticias del psicoanálisis y que una semana antes de que él viniera al Colegio y luego más tarde recordaron Marcelo, Rodolfo y Ricky en su recorrido por El porvenir de una ilusión y por las ideas de Money Kyrle. Los seres humanos estamos lejos de la belleza, inteligencia y razón que nosotros mismos nos atribuimos. Por eso, aunque destrone nuestras visiones idealizadas de lo que los pueblos son, la frase: los pueblos no comen vidrio, se demuestra falsa una y otra vez. Muchas veces comemos vidrio, tanto cuando votamos a aquel que nos disgusta como cuando lo hacemos por aquel con el que comulgamos. No hablo de “ellos”- el pueblo, hablo de “nosotros”- el pueblo. La situación no nos es ajena. Lo que sin embargo habría que agregar es que esta afirmación sólo puede advenir cierta si introducimos el no y un pronombre: “los pueblos no siempre comemos vidrio”, nosotros no siempre lo hacemos, no siempre somos totalmente estúpidos. Queda al debate político, cuando sí, cuando no. 


A partir de estas afirmaciones, es evidente que las prácticas que atañen a la acción política en sociedades llamadas democráticas que eligen a partir del voto sus representantes, decantan solas: para los fabricantes de subjetividades que manejan el campo de la producción política se trata de lograr que a los electores le caiga mal aquel a quien quieren derrotar. Le caiga mal no por sus argumentos ni programas, Durán Barba no duda al respecto: “Algunos estudiosos creyeron que los ciudadanos escogían racionalmente al candidato que más le convenía. Sobre todo en la academia norteamericana se instaló la idea del rational choice (la elección racional), que suponía que los electores eran fríos, informados, comparaban posibilidades y escogían lo que les convenía. La verdad es que somos simios con sueños racionales, pero usamos poco la cabeza”. El mito argumentativo que sustentó la ficción deliberativa en la era moderna, esa construcción de una nueva ágora donde todos los ciudadanos supuestamente libres debatimos, no como en la restringida ágora griega, cae hecha añicos por quienes exploran formas planificadas, no intuitivas, de manipular los sentimientos de los electores y de los pseudociudadanos que supuestamente deliberamos libremente en múltiples y diversas “ágoras”.

 

Por eso D. Barba enuncia: “La política es pasión. Los candidatos y los electores dependen de sus sentimientos. Quienes desconocen los vericuetos de nuestra profesión se sorprenden cuando comentamos que la primera pregunta a los encuestados es si nuestros candidatos les caen bien o les caen mal. No nos inquieta si se identifican con sus tesis de izquierda, de derecha, o con que hagan o no la oposición al Gobierno. Ni en el mundo de los electores ni en el de las elites intelectuales se decide el voto razonando” (pag. 87) Y sigue: “En muchas ocasiones, los integrantes de un focus group dicen que un líder es honesto, eficiente, pero que nunca votarían por él. Su argumento suele ser simple: ‘Es pesado, se cree mucho, es antipático’”.


Estos argumentos demuelen nuestra vocación racional, y ante una posición subjetiva así instituida, cuanto más argumentemos más antipáticos devendremos. Para garantizar esa alternativa están los medios de comunicación de masas y hoy las agencias de trolls profesionales financiados con pródiga generosidad que han hecho, por ejemplo, que cada aparición con vocación argumentativa de algún representante lúcido del kirchnerismo fuera recusada con una deslegitimación ad hominem dirigida a algún supuesto rasgo psicológico o moral. Cristina Kirchner, por ejemplo: es loca o corrupta. Se desdibujan las críticas políticas. De la bipolaridad al Síndrome de Hubris circula el dinero K, repiten sus voceros. Tienen un inmenso poder para realizar sus operaciones de mil maneras distintas, y las suelen llevar a cabo individuos psicológicamente rayanos en la psicopatía o moralmente indefendibles sin que las multitudes virtuales que los siguen lo adviertan. Es que eligen como dealers para la primera línea a tipos simpáticos, entradores, expertos en showbusiness, a veces con algún título académico o curso hecho en las usinas del primer mundo que los dota de prestigio de experto y los pone en fila para el próximo premio que  en una fiesta de familia se otorguen. Pero el título es secundario, lo que importa es la simpatía. Como en el focus group: importa que caiga bien a una mayoría de los oyentes o consumidores de tevé en sus diversos formatos actuales.
 

Afectos y capitalismo
 

Es que, si siempre la política estuvo investida de pasiones sostenidas en imaginarios que las convocan (los grandes desfiles de las centurias romanas recreados en el siglo xx en los regímenes nazi-fascista o estalinistas, las ceremonias de la liturgia eclesiástica que se adueñó del Medioevo, el  intimidante e hipnótico boato de los reyes, esa teatralidad hoy hollywoodense que siempre cimentó la política como un aspecto central de la lucha por el poder que los humanos portamos en las más minúsculas o mayores escalas de nuestra existencia) hoy devino un saber tecnológico más. Saber tecnológico que ha reformateado el capitalismo de un modo tal que, si bien las leyes que Marx encontró en su funcionamiento siguen mostrando su poderosa vigencia (suficiente como para permitirme afirmar que la sentencia de Underwood que se citó:” la cuestión es el poder, la economía es secundaria”, se puede demostrar falsa apenas empezar a explorar la cuestión porque si bien la ambición de poder está siempre en el centro, la economía define sus perfiles y le da especificidad). Desde esta perspectiva, este capitalismo de hoy es el mismo pero al mismo tiempo otro por completo diferente a aquel que el pensador alemán supo desarrollar en detalle en los tres tomos de El capital o los Grundisse.
 

Y si hablar del odio es hablar de la aversión lindante con el deseo de muerte del otro, de la violencia, de la destrucción, seguramente del goce sádico; de cómo diversas formas de la agresión son constitutivas de la especie humana en tanto partícipes del mundo animal, pero fundamentalmente como ser parlante y consciente, hoy incluso de su propio inconsciente sexual, toda esa destrucción se macera exponencialmente en las entrañas del capitalismo contemporáneo. 
 

Aun en contra de sus expresiones más esperanzadas, Marx lo formuló sin medias tintas al final del capítulo xv de El capital: “Capitalismo y gran industria”


“Por consiguiente, la producción capitalista, sólo desarrolla la técnica y la combinación del proceso social al mismo tiempo que agota las dos fuentes de las cuales brota toda la riqueza: La tierra y el trabajador”.
 

Marx no dice que la destrucción está en todo sistema social por alguna universal tendencia autodestructiva salvo cuando se pone hegeliano y la destrucción es la matriz de cualquier nueva vida, es mucho más específico, explica porqué este sistema lleva a la muerte a todo y a todos. Marx, al igual que Freud, tampoco tiene buenas noticias. Los ecologistas de hoy deberían escuchar las razones de su pronóstico formulada hace 150 años. El ecocidio y el genocidio están en el corazón del capitalismo porque ésa es la tendencia inherente a su modo de producción y apropiación de la riqueza y de la subjetividad como mercancía. Paradójicamente, no sólo criminal, sino principalmente suicida. El crimen sólo será perfecto (si tomamos la formulación de Alemán) a condición de que el asesino termine matándose a sí mismo.  
 

Tan contrario al optimismo idealista era Marx que termina el mismísimo Manifiesto comunista diciendo: “La historia de toda sociedad hasta nuestros días no ha sido sino la historia de la lucha de clases. Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles o siervos, maestres artesanos y oficiales, en una palabra, opresores y oprimidos en lucha constante mantuvieron una guerra ininterrumpida, ya abierta, ya disimulada; una guerra que terminó siempre, sea por una transformación revolucionaria de la sociedad, sea por la destrucción de las dos clases antagónicas”.


Como ven, para Marx el triunfo del bien no está garantizado por ninguna ley histórica como durante años se repitió y aun hoy algunos lo hacen. Pero si bien ninguna ley histórica garantiza el bien, sí hay lógicas económicas que permiten anticipar el mal.
 

A esta tendencia que Marx puso en términos de todo lo sólido se desvanecerá en el aire, J. Alemán lo llamó epifanía de Marx. Por cierto, la epifanía se sostiene en miles de páginas escritas y miles de horas de estudio acerca del modo en que el capitalismo como “relación social” existe. La violencia, la agresión, la muerte el odio están en su seno desde lo que se llama acumulación originaria. No creados exclusivamente por su dinámica fatal; por cierto, habrá residuos ancestrales, tal vez paleozoicos, y peculiaridades psicológicas haciendo posible esa dinámica, pero esas propiedades son potenciadas por su lógica egoísta hasta la exasperación. La lógica del “Hombre lobo del hombre”, que encierra una concepción antropológica construida por el mismo capitalismo, excluye que un hombre no lo es si desconoce quién es el otro. La lógica individualista del self-made man se da de patadas con cualquier perspectiva que jerarquiza la comunidad humana entre semejantes singulares en su diferencia y por ende, en conflicto.
 

Diversas génesis del odio 
 

Entonces, ¿por qué decimos que el odio se construye cuando al mismo tiempo decimos que se provoca? ¿No sería más apropiado decir que la capacidad de odiar que el hombre porta como una de sus capacidades inmemoriales es convocada, constantemente, por el capitalismo (o más aún, por cualquier sistema social en tanto frustra o coarta las necesidades y deseos humanos)? En ello me detendré, para lo cual deberé apelar por momentos a una retórica mucho menos ágil que la venía trayendo.
 

El odio es un sentimiento, un afecto, una emoción según la amplitud con la que usemos estos términos. Hace años expuse aquí en el Colegio mi tesis de que si sentimiento es aquello que el ser humano siente de modo consciente, la emoción puede ser el modo de nombrar sus aspectos más biológicos y preformados, mientras que el afecto sería (en una aproximación más específica) un tipo de representación (es decir, como siempre ocurre con la representación, de representaciones en red) que en tanto tal puede ubicarse, en el sentido tópico del término, en el inconsciente, mientras que cuando se localiza en la conciencia se confunde con los sentimientos. Desde esa perspectiva, un sentimiento remite siempre a la conciencia, pero sin olvidar que dichos sentimientos humanos en tanto tales están inscriptos y formateados por la peculiar característica desvalida de nuestra especie que tiene en la relación pulsionalmente comunicante con “el otro sujeto de inconsciente”, un complejo entramado representacional, siempre incompleto porque la representación nunca integra por completo lo real, en cuyo interior los afectos juegan su papel, también representacional, aunque fuere una representacionalidad prosódica.  Si hablamos de odio, sólo odia el humano. Los animales matan, destruyen, pero ignoramos si odian cuando lo hacen. Porque entre otras cosas, carecen de la posibilidad de enunciar ese sentimiento como tal como para que lo sepamos.  Si el camaleón se camufla (forma embrionaria de la mentira diría el biólogo) no da cuenta de su acto dije en el artículo anterior. Si odia, tampoco. 
 

Entonces, no pondría el odio como una emoción básica del hombre en su sentido de instinto, porque los instintos que el hombre tiene son demasiado precarios y sólo adquieren densidad bajo su forma pulsional, sexual, en el seno de la mente. Es decir, bajo la forma peculiarmente tensa del lazo con el otro humano de la cual surge ese resto que llamamos pulsión. Es decir que en el humano aparecen bajo la forma del afecto, del aparato psíquico afectado, del psiquismo afectado en todas sus instancias. Lo he dicho muchas veces, el afecto es un concepto que no se puede reducir al puro quantum como instituyó la tradición freudiana. Cuando Laplanche dice: “¡Los mensajes que son objeto de las primeras traducciones no son esencialmente verbales ni “intelectuales”! Incluyen en gran parte significantes de afectos que podrán ser traducidos o reprimidos (…)” pone el afecto en el interior del campo significante como huella o indicio, de ese modo, va de suyo, pasible de represión. Por supuesto, jamás el maestro francés llegó a suscribir que pueda haber afectos inconscientes. Hacerlo, dijo, es ir contra Freud, Lacan y contra sí mismo, lo cual inevitablemente me genera una sensación de irresponsable desmesura solitaria cuando insisto en ir contra una afirmación tan aceptada y canónica de los maestros. (La lectura posterior a estos trabajos de algunas reflexiones de Piera Aulagnier permite no sentirse tan solo) Pero decir “significantes de afecto” no es un modo de la enunciación que pueda alejarnos de la dimensión representacional donde Freud localizó la represión. 
 

Más allá de los detalles de ese debate, me interesa recalcar que ese sentimiento humano del odio (en tanto a él nos referimos) existe en complejos sistemas de representaciones diversas organizados en fantasmas. Odiamos a alguien por el daño que pudo infringir a nuestro yo, es decir, a nuestro narcisismo. Siempre ese estado emocional toma existencia en el interior de una escena hecha de huellas que pueden tener diversas localizaciones tópicas y diverso origen. Siempre motorizado por dicho daño en el yo, incluso cuando parece primar algo tan biológico y autoconservativo como puede ser el hambre, pero que siempre existe   vicariada por la preservación del yo que la alimentación supone. Su despliegue es por completo singular. En ese sentido el odio no puede cargar con una descalificación de orden moral o atribuida a orígenes pulsionales mortíferos.
 

Por ejemplo: es sin duda comprensible que todos los responsables directos o indirectos de la dictadura odien a los Kirchner. Como dijo Videla “Este gobierno es lo peor que nos pudo pasar”. Los enjuiciados, aquellos con posibilidades de serlo, sus familiares, sus amigos, los identificados con los argumentos o ideales de la dictadura, los que fueron sus cómplices civiles aunque nunca se hayan ensuciado las manos torturando, no pueden sentir otra cosa que odio hacia quienes los llevaron a tener que hacer frente a sus crímenes y a la herida narcisista de saber a “su criminal yo” mostrado entre rejas ante la sociedad, con toda su infinita crueldad expuesta. Ellos que se consideraron los salvadores de la patria, odian. Por ello, han actuado y actúan en consecuencia. 
Es comprensible el odio de los sectores agrarios más concentrados cuyos descomunales intereses pueden haber sido (siquiera mínimamente) afectados, pero mucho más lo fue su autopercepción de heráldica omnipotencia. Esa que pulsa su hondo e histórico desprecio (velado por su bonhomía paternalista) hacia la peonada, o hacia la más urbana “negrada”, y que les hace ver aquello a lo que su diario: La Nación, llama populista, como la expresión de su más radical enemigo.
Es comprensible el odio de los periodistas que tan acostumbrados a ser los dueños de la última palabra se encontraron de golpe frente a programas que podían mostrar sus caras menos presentables tan bien ocultas tras el falso ropaje de una independencia que jamás ningún periodista tuvo, ni podrá tener. 
 

Hay muchos motivos que explican odios comprensibles. Odios que además motorizan perfiles sádicos, en los que la crueldad le da otra dimensión. Un paciente atravesado por la contradicción entre su rechazo ideológico a Macri y su odio visceral, invadido de sentimientos vengativos hacia funcionarios kirchneristas que tuvo que soportar y padecer, transmite su angustia ante su voto. Pero sobre todo, trasmite su desilusión hacia sí mismo acostumbrado a una ética imaginaria de la inmaculada perfección. Saber que la fuente de su voto era su deseo de vengarse de aquellos que le hicieron padecer atentaba contra su imagen de sí (Donde la dimensión gozosa de su venganza era aún más difícil de tolerar para él). Sin embargo, esto no desligitimaba su voto. Para mí resultaba evidente que en su situación había un único voto posible para él. Ni siquiera la abstención era una alternativa. Su voto no era el mío, por cierto. Ganas tenía de contradecirlo, evidente. Pero no lo hice. Son los momentos en que nuestros deseos personales chocan con la experiencia psíquica de un paciente y el rehusamiento se hace perentorio. Su voto era claro, pero su contradicción también. Y en esa contradicción el odio (preñado de goce sádico) que no podía terminar de reconocer en él estaba presente imponiéndose como un daño para su bella imagen de sí, sin advertir que ese acto de venganza electoral le permitía la apropiación de aspectos agresivos-sexuales que estaban excluidos de su vida mental.
 

Motivos de rechazo hacia un gobernante o una persona puede haber de distinto origen. Es la respuesta del focus group al que alude Barba: los motivos por los que podemos caer mal, son infinitos. 
 

Seguro que Cristina Kirchner logró que muchos maestros se sintieran agredidos cuando hizo referencia al uso abusivo de licencias. Muchísimos lo recordaron al momento de votar aunque observaran que la educación había tenido mejoras notables en relación con la destrucción que había sufrido durante décadas.  Pero el narcisismo herido del docente queda allí como una llaga abierta si alguien sabe tirar sal en el momento justo. El dolor narcisista es mucho más fuerte que cualquier razón.
 

Ejemplos se podrían dar de a montones.
 

En esas sensaciones de odio que emergen cuando el yo investido y así construido de libido narcisista, instituyendo un espacio narcisista que incluye a los valores y a los modos ideológicos entre sus componentes, es vulnerado, hay una variedad infinita de escenarios fantasmáticos que le dan consistencia.  Y en tanto dichos escenarios que construyen el sentimiento del odio está soportado sobre multiplicidad de teorías (preconscientes e inconscientes) es sobre su malla significante que intervienen quienes estudian los estados emocionales de la población. Allí es donde los operadores actúan. Como recomendaba Freud para nuestra clínica, escuchan la superficie psíquica. Pero hasta allí llegan con Freud, pues lo hacen sólo para diseñar acciones en función de lo que escuchan y miden. No por afán de alojar la palabra del otro sino para adueñarse de ella.
 

El odio se exterioriza pero previamente se construye. No es un estado emocional natural que está en potencia listo a salir siempre igual a sí mismo. De poca utilidad me parece pretender explicarlo a partir de esa llamada pulsión de muerte que suele servir para todo, en una perspectiva donde la idea de instinto (no de pulsión) vuelve recargada, autorizada con en eso que Laplanche llamó la especulación metabiológica y metacosmológica de Más allá del Principio del placer. El modo en que se exterioriza es parte del formato que adquirió en su construcción. Freud, en su texto más específico sobre el odio en Pulsiones y destinos de pulsión lo ubica así: “los vínculos de amor y de odio no son aplicables a las relaciones de las pulsiones con sus objetos, sino que están reservados a la relación del yo-total con los suyos”. Una de sus alternativas es entonces su oposición con el amor. La ambivalencia afectiva se convierte así en centro de esa dualidad. Sin embargo, cuando vemos a señoras, señores o jóvenes gritando con ojos exaltados la muerte del otro, difícil se hace pensar en ambivalencia afectiva; no siempre el vínculo con el agredido-agresor incluye el amor, aun cuando muchas veces es probable que sí, aunque no podamos saberlo. Allí el narcisismo herido reacciona y el resorte sádico convocado se hace explícito. A veces bajo el formato de la exteriorización destemplada que no oculta su deseo criminal. Y (ésta es una cuestión específica) sin que tampoco sea necesario encontrar la injuria a su yo en su experiencia mental aunque la teoría de la proyección usada a destajo pueda darle siempre una explicación que la instale. Es esa pregunta que podemos hacerle a quien exuda odio: ¿a vos qué te hizo? y que no encuentra respuesta, la que permite pensarlo. A ello me referiré a continuación.
 

Odios implantados
 

Cuando a principio de año decidí hablar sobre este tema tenía in mente una pregunta que muchos compartimos: ¿cómo pudo ser que tanta gente pudiera votar en contra de sus propios intereses arrastrada por el odio? Se me imponía una charla con un taxista: había sido el jueves previo al día del ballotage. Subo a un taxi, digo a dónde me dirijo y el chofer me espeta “¡¡¡ Macri se volvió loco!!!”… ¡Quiere mandar tropas a Francia!”. A la tarde un paciente había comentado algo parecido pero referido a apoyar a cascos blancos en el conflicto en Medio Oriente contra el Isis. Así que lo escuché sin demasiada sorpresa. Si bien me resultaba extraño que hubiera hecho una declaración así, era congruente con el alineamiento absoluto que era previsible que fuese a hacer con los sectores más duros de la derecha norteamericana. Pensaba estas cosas pero no agregué nada porque el taxista siguió solo. “Nos va a traer el terrorismo acá, como Menem”. “¿Dónde lo escuchó?, le pregunto” “Lo dijeron en la radio”, me contesta sin mucho interés de informarme, y sigue. “Yo estoy muy preocupado, este auto me lo pude comprar hace poco y tengo las cuotas. Si la inflación se dispara, pierdo todo”. A esa altura imagino al taxista un militante espontáneo por el voto por Scioli tratando de hacer campaña con los pasajeros, y le digo en tono de complicidad “Lo suyo es un voto cantado”. “¡No!!!” Exclama “¡¡¡ Yo a Scioli no lo voto!!! ¡No!!!”, enfatiza como quien evocara al diablo. “¡Con todo lo que dijo de Macri no vota a Scioli!”, pregunto sin salir de mi asombro. “¡No!!! ¡Yo a Cristina no la aguanto más!” “Pero no se vota a Cristina, se vota a Scioli” digo, tratando de despejar ese masacote de odio concentrado. “¡No importa, yo a Scioli no lo voto! Cristina hizo muchas cosas buenas. Pero quiero un cambio. No la aguanto más!” “¿Después de todo lo que dijo que Macri puede hacerle, prefiere que gane él. Prefiere votar contra usted mismo para que no gane Scioli?”, “¡Sí, no me importa, yo a ése no lo voto!” Ese era el límite infranqueable de su argumentación. Acababa de llegar a mi destino y bajé pensativo y apesadumbrado. La teoría de D. Barba no necesita mejor confirmación.
 

Aquí el odio no funciona por una afectación en la experiencia autoconservativa (es decir ligada libidinalmente a la preservación del yo, siempre a aspectos narcisistas de lo subjetivo), funciona por la introducción de un afecto-representación, por vía puramente discursiva, podemos suponer que a través de la radio, con todos sus componentes compactados, que opera al modo psicótico. Es decir, no remite a otra cosa que a sí mismo, no se puede desarmar, evoca aquello que Lacan instituyó con la palabra holofrase: es decir, amalgama, unión de varias palabras en un solo signo con valor comunicativo oracional, que tienen el valor de una frase completa. Sentido que no se puede descomponer en sus elementos significantes constitutivos. Allí el sujeto se desdibuja. Hay alienación en el odio a partir de un compactado de sentidos diversos que operan sin la conciencia de quien odia. Horas de radio encerrado en el gabinete de un taxi pueden producir esa escisión entre quien sabe que, si gana aquel a quien él va a votar, él al mismo tiempo pierde pero que, sin embargo, con el odio implantado no puede actuar sino bajo un efecto compulsivo renuente a cualquier razón. La situación me parece especialmente significativa porque permite comprobar que no hay siquiera la posibilidad de alguna explicación (racionalización) para ese sentimiento por completo contradictorio con sus intereses expresados con elocuencia, pasión y nitidez apenas segundos antes.
 

Odio e inseguridad 
 

Desde esa interrogación empecé a pensar las cuestiones que he venido delineando. Pero el vértigo de la vida política me hizo agregar otra perspectiva. Y quiero terminar haciendo referencia aunque sea brevemente al tema de la inseguridad, porque ha sido durante años y lo será de seguro en los tiempos por venir el tema central de la construcción mediático-política, aunque pueda tener circunstanciales oscilaciones. Y allí este tema de la implantación de odios deviene central.
 

Sabemos que la inseguridad nos pone paranoicos, la agresividad comienza a morar agazapada dispuesta a lanzarse sobre la amenaza virtual. En mi barrio hay calles en los que se puede leer un cartel: Vecinos en alerta permanente. Quien construye un espacio de alerta permanente termina disparando al primer gorrión que se posa en la ligustrina creyendo que es un asesino serial. Un capitalismo que vive de la industria de la muerte, por ende vive de la muerte, donde las guerras han devenido una de las formas centrales de atenuar la crisis del gran capital descargándola sobre la población inerme a escala planetaria, tiene en el miedo un componente central. A veces miedo, otras angustia, cuando no terror.
 

El miedo hace del objeto temido un objeto odiado. Y el odio desatado lleva al crimen. Cuando una persona asaltada, lejos de cualquier actitud de autodefensa, le echa el auto encima a un ladrón que le acaba de robar, se impone su compulsión vengativa de matar; pasa sin escalas al acto. El bien perdido en el robo deviene más importante que la vida que se va a segar. El que echa el auto encima no lo hace porque necesariamente ignore que la vida es un bien jurídicamente superior a la cartera que le han robado, lo que trata de restaurar es su yo herido. Lo jurídico, que claramente mide bienes de mayor o menor cuantía al momento de calificar la acción, no tiene modo de medir ese narcisismo herido, violado en su integridad aunque lo robado pueda ser algo menor. En esa imposibilidad estructural los medios instalan un modo emotivo de valorar la acción por fuera de lo jurídico creando lo que Zaffaroni ha llamado justicia mediática. La razón es destituida por el odio (sirviéndose además de los aportes sexuales de formato cruel que se comprueba en lo que se llama “morbo”). Además, si continuamente se instituye por la vía performativa que los medios  imponen, en los sistemas valorativos que aloja nuestro ideal del yo, que el asaltante debe ser eliminado a golpes de mano dura; si la venganza es propuesta como bien supremo aunque se lo invista de alguna supuesta racionalidad jurídica; si comunicadores de gran prestigio aúllan que hay que matar a todos los delincuentes, entonces, un chico que roba pierde su dimensión de niño para devenir un Alien y hasta puede ocurrir que un niño de 8 años sea llevado a la comisaria ¡y fichado!, por la sospecha de haber intentado llevarse un par de zapatillas en el pelotero de un Mc Donalds, sin siquiera convocar primero a sus padres. A partir de allí la pena de muerte se naturaliza hasta el linchamiento público o la aprobación expresa, vociferantemente obscena, de la tortura. Ergo, el odio causado por la experiencia directa y el odio implantado, se apoderan del sentido común social, ya no sólo como un sentimiento reactivo a un estímulo más o menos doloroso para el yo sino como una construcción mental de afectos, sostenido en los fantasmas de indefensión que como humanos nos acompañan, como los miedos infantiles evidencian; miedos que son una de las experiencias que los humanos debemos inevitablemente tramitar durante toda la vida. 
 

Hoy, la inseguridad es el caballito de batalla de la derecha financiero-belicista mundial, incluso en sus formas socialdemócratas. Los inmigrantes desarrapados, en estado de indefensión extrema, son (antes que nada) potenciales terroristas. El miedo se hace tan hondo y cotidiano que la población londinense ha aceptado y demandado ser filmada todo el tiempo… la de Tigre, también. Lo que no impide que le peguen un tiro a un simple turista brasileño por algún movimiento sospechoso. Ni qué Tigre comercialice las filmaciones para programas sobre la inseguridad en la televisión abierta. Las cámaras sirven para registrar el acto, no para evitarlo. Sirven para inscribir el terror y el odio, no para darle seguridad a nadie. Niza es la ciudad con más cámaras de toda Francia, ya sabemos los resultados. Los sospechosos no son los posibles delincuentes, ahora todos somos sospechosos de ser delincuentes. Y como sospechosos que viven entre sospechosos actuamos. El miedo a un delincuente, la angustia ante un peligro sin forma, el terror ante cada irrupción de lo inesperado es un modo de producir una sociedad donde sólo se impone el odio. Hobbes vuelve a decirnos que “El hombre es lobo para el hombre”.  Cuesta recuperar a Plauto y hacernos cargo de que dejamos de serlo cuando desconocemos al otro. El individualismo ignora al otro como semejante-diferente, pero también como imprescindible para nuestra constitución subjetiva. En ese momento el otro se torna nuestro infierno. La grieta se instala en lo social más allá de las coyunturas. No es algo que se pretende atenuar sino profundizar constantemente. Lobo, lobos, todos lobos, nos gritamos los humanos
 

Lo interesante es que quienes promueven esta lógica social no necesariamente odian. Pueden ser sujetos desprovistos de pasiones que promueven el odio sin pestañear aunque hablen con dulzura y buenos modales. Ser dueños del poder les genera un sentimiento de superioridad que hace del sufrimiento de los otros un tema que los mantiene por completo indiferentes (y conocemos las reflexiones de Freud sobre la indiferencia y el odio). Durán Barba no muestra odio, sólo dice que cuanto más odie la población al rival, más fácil será vencerlo. El se ubica por fuera de la pasión como observador objetivo de una realidad con la que no mantiene relación ética. Así puede decir que “cuando diseñamos una estrategia de campaña, desde un punto de vista pragmático, nos interesan más los electores poco informados, los menos politizados, porque son ellos los que pueden moverse. No hay detrás de esto ninguna intención de manipular a la gente…” (66) Pero todo su libro es un curso de manipulación. Cuanto más desconfiamos de nosotros, cuanto más nos odiamos, más fácil se apropian de nuestra mente y de los bienes sociales que nos constituyen en él. Así fue siempre en la historia, los ingleses fomentando las luchas internas en la India y Medio oriente, las grandes potencias europeas apoderándose del completo continente africano promoviendo las guerras tribales desde principios del siglo xx hasta nuestros días. Por eso ninguna medida que afecta a la población se toma hoy procurando siquiera atenuar el dolor que genera la impotencia, porque cuanto mayor sea ésta más posibilidades habrá de que el odio cunda y las condiciones de violencia social se expresen de forma fragmentada y finalmente autoagresiva. Naomi Klein habla implícitamente de ello en su “doctrina del shock”. Es el propio tejido social el agredido. El mejor proyecto de democracia que el  capital impone hoy, es el de una ciudadanía abúlica y escéptica ante los problemas generales del mundo, que odia a todos los políticos por igual, encerrada en su casa en clima de sospecha y, cuando forma parte de los incluidos, conectado al sistema del consumo como a un respirador. La antipolítica es el corazón de la política neoliberal, muchas veces se ha repetido esto, yo mismo escribí sobre el asunto en un texto sobre la corrupción. ¡Son todos iguales! es la frase que garantiza la parálisis. House of cards, su equivalente republicano Scandals, se diseñan favoreciendo esa vivencia. Una narración tejida con reduccionismos psicológicos que se detiene en la codicia y la ambición individuales que nos hunden en la desesperanza. Si Shakespeare nos mostró con tanta belleza y finura el mundo de las pasiones humanas en la política, estas nuevas series que Hollywood fabrica de modo genial, hacen de la política un problema de pasiones.
 

Hace ya varios años escribí el texto que antes mencioné donde postulaba que la inseguridad operaba como un modo de seguridad del sistema, en aquel momento me preocupaba su lugar en la lógica de poder del capital, hoy, el modo en que los afectos se tramitan para que esto devenga posible. Los mejores candidatos del gran capital en el próximo período histórico serán aquellos que más hagan propia esa perspectiva de miedo, suspicacia y odio; aquellos para quien el hombre resulte sin matices lobo del hombre. Para ese proyecto, la segunda parte de la afirmación de Plauto debe quedar reprimida, definitivamente olvidada, enterrada bajo el peso marmóreo de la sentencia, inapelable y fatal de Hobbes. Entonces, sólo nos quedará pasar ante la lápida con ánimo indiferente, con El malestar en la cultura bajo el brazo y, a lo sumo, con una mueca, como de sorna en los labios
 

Final


Recordemos la cita de la religiosa francesa: A partir del momento en que no podemos considerar más al diferente como nuestro semejante, entonces preparamos el infierno.

 

También el fragmento amputado de Plauto: El hombre deja de serlo cuando desconoce quién es el otro. 
 

En una mirada rápida pueden parecer semejantes, y lo son, pero importa distinguir aquello diferente en lo semejante. La teóloga enfatiza considerar al otro diferente como nuestro semejante, el amor cristiano está en su corazón, lleva a poner la otra mejilla, todos somos iguales ante los ojos de Dios. Plauto nada dice de esto, dice que hay que reconocer al otro, no se detiene en la cuestión del semejante-diferente. Indicar la dimensión deletérea del odio no significa la promoción vacua del amor pasteurizado, sobre todo porque el odio también mora en nuestras posibilidades de amar. Reconocer que el otro humano puede ser diferente (más aun, que es siempre diferente) es una de las tareas más complejas que tiene a su cargo el psiquismo en tanto nos constituimos en, el y con otro sujeto de inconsciente, por ende constantemente promotor de un plus incapturable. En ese sentido, otro del cual habrá que tener en cuenta que a veces es tan diferente y contradictorio como para devenir nuestro rival o hasta nuestro enemigo. El punto está en cómo hacer que no pierda por ello para nosotros su dimensión humana más ligada, esa que nos constituye en la relación con los otros en el campo de Eros. Cuando esto no ocurre, el odio en su forma extrema, criminal o suicida, se adueña de la vida. 
 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/187550
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