“Señor barroco”: algunas precisiones sobre lo barroco americano y el romanticismo en José Lezama Lima

14/02/2017
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Vislumbres del barroco

 

En una entrevista que quien esto suscribe le hiciera a José Lezama Lima en diciembre de 1974, el escritor cubano, al final de la misma, efectuó por propia voluntad (sin que se le hubiesen formulado al respecto preguntas puntuales) una serie de precisiones acerca del fenómeno del barroco que ilustran una vez más la particular concepción que sobre éste tuvo el autor de Paradiso, la novela cuyo medio siglo de publicación se cumplió en el año 2016.

 

En determinado momento de la entrevista nuestro escritor quiso hacer énfasis especial en este sentido, cuando nos dice:

 

“--Con mucha frecuencia se habla de que un escritor es barroco. Esa palabra se ha repetido con mucha insistencia en el mundo artístico contemporáneo, y conviene ya precisar este término, porque para todo el mundo un arte que sea exuberante, prolijo es un arte barroco. Y en eso no consiste precisamente el barroquismo, porque hay un barroco tan frío como la frialdad que pueden tener algunas estatuas reconstruidas.

 

“En América, en los últimos tiempos, se le cuelga la etiqueta de barroco a cualquier escritor que se sumerja en una proliferación, en una exuberancia. Y lo que yo le voy a decir a usted ahora tiene directa relación con ese concepto.

 

“Es innegable que en las distintas formas de expresión por las que ha pasado América, siempre ha existido el elemento barroco en una u otra forma. En los Cronistas de Indias, por ejemplo, al encontrarse aquellos hombres que venían de Europa con un nuevo paisaje, cuando ellos hablan de nuestras frutas, de nuestros árboles, ya ahí empieza un barroquismo americano; porque era un hombre cansado de Europa, cansado de erudición, de formación humanística, que por primera vez se encontraba con un nuevo paisaje. Ahí hay elementos barrocos.

 

“En el Romanticismo, por su misma riqueza que a veces fue dañina, proliferante, hay también elementos barrocos, elementos de cierta vastedad. Por ejemplo, en la misma Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida de su compatriota, hay elementos barrocos, claro que muy mezclados con cosas neoclásicas, con elementos de los primitivos, de los primeros poetas clásicos, pero innegablemente que también hay barroquismo. En la autoctonía americana, si es que llegó en el siglo pasado, o es que está surgiendo en nuestros días, hay también el primer elemento barroco de formación de un estilo. Hay que subrayar también que el primer gongorino, el primero que hizo comentario alguno sobre Góngora, fue precisamente un indio americano de 1600: Espinoza Medrano. Y yo creo que a pesar de ser Góngora un cordobés, el estilo gongorino donde tuvo más desarrollo en nuestro idioma fue en América.

 

“Por ejemplo, la primera gran figura de la poesía americana que es al mismo tiempo el mejor poeta de su época en el idioma es Sor Juana Inés de la Cruz, en la cual hay innegablemente barroco. Pero, ¿qué decía Karl Vossler, que diferenciaba el barroquismo de Sor Juana del de Góngora?: que en Sor Juana había un paisaje, y que en Góngora no hay paisaje. Ese elemento, esa suma del paisaje, lo que yo llamo el espacio gnóstico, el espacio que conoce por sí mismo, se observa más en los americanos que en los españoles. En la poesía de Góngora el paisaje está ausente, y alguien también ha afirmado que en la pintura de Picasso jamás aparece un paisaje. Cuando esa afirmación se hizo, Picasso, en los cuadros posteriores colocaba unos arbolitos detrás de sus ventanas, como para demostrar que había paisaje. Pero claro, Picasso siempre fue un hombre de mucha inteligencia maliciosa. Para mí el barroquismo es una condición muy nuestra, es una condición muy americana. Yo diría que dos elementos precisan las condiciones del barroco nuestro, que es la simultaneidad; es decir, lo que para los europeos es sucesivo para el americano es simultáneo y le da un turbión sobre su pensamiento.

 

“Y luego, un elemento del barroco nuestro es la parodia de los estilos, la burla de los estilos. En muchos de los elementos barrocos que pasan a nuestro acervo actual hay un innegable grotesco, una innegable burla de lo que es realmente el estilo americano. No es pues la exuberancia, no es la proliferación lo característico del barroco. Yo diría: lo que de Europa sucedió en distintas épocas, al barroco americano lo aprieta y lo resuma en un solo instante en el tiempo; y a la vez hay un elemento de ironía, de una ironía inteligente y más sombría, más profunda que inteligente si se quiere, que lo que es esa parodia de los estilos europeos. Hay que tener mucho cuidado, le repito, porque se insiste en el concepto de lo barroco y se le cuadra a cualquier clown, lo mismo a un clown lunar que a un clown sublunar, un clown que vuela como un pájaro desconocido que apareciera de nuevo”. [1]

 

El barroco americano

 

Todos y cada uno de los anteriores asertos se encuentran constatados y reconfirmados en el ensayo “La curiosidad barroca” incluido en el libro de Lezama Lima La expresión americana (1957) [2] junto a otros cuatro ensayos complementarios entre sí (o mejor diríamos: se trata de un ensayo dividido en cinco partes), a objeto de enriquecer el tema de la expresión en nuestro continente. Haremos alusión, además, a “El romanticismo y el hecho americano” pues en éste último se abordan las figuras venezolanas Francisco de Miranda, Simón Bolívar y Simón Rodríguez. Nos dice Lezama Lima en “La curiosidad barroca” que el barroco en Europa dominó por doscientos años el terreno artístico con una arrogancia sin paralelo, al punto de ser considerado por el gran estudioso alemán Worringer “un gótico degenerado” obrando por acumulación (sin tensión) y con una asimetría sin plutonismo, es decir, sin fuego interior, según entiendo, un fuego originario que en América Latina posee adquisiciones de lenguaje únicas en el mundo mediante complejas maneras, que incluyen desde un misticismo “que se ciñe a nuevos módulos para la plegaria”, hasta los saboreos y tratamientos de los manjares. El barroco aparece en América después de la Conquista y representa justamente un arte de la Contraconquista por la rebelión que contiene. Va surgiendo en las ciudades americanas que emergen, y por su mismo carácter incipiente se va apoderando de “los placeres de la inteligencia”; al alejarse de los tumultos de la Conquista y la Colonia se construye en lo propio, se trenza y multiplica, adquiere un regusto por su propio lenguaje (“el saboreo de su vivir” le llama Lezama) o, para emplear una de esas largas frases lezamianas que a su vez son barrocas: “oreja sutil que en la esquina de su muy espaciada sala, desenreda los imbroglios y arremolina las hojas sencillas”. Este barroco nuestro se sitúa temporalmente a lo largo del siglo XVIII, próximo a la Ilustración, y se apoya a veces en el cientismo cartesiano.

 

Va poco a poco Lezama refiriendo ejemplos de lo que afirma. Nos cita las grandes salas de los incas en Perú, y de inmediato nos reseña las apreciaciones que el Inca Garcilaso de la Vega tenía sobre éstas, “para hacer sus fiestas cuando el cielo era lluvioso”; de inmediato anota Lezama otra de sus ocurrencias barrocas: “arañas multiplicando sus fuegos fatuos en los espejos”. Esa sala inca se llamaba galpón, según informa Garcilaso. También en Perú está la Catedral de Puno llena de emblemas con reminiscencias incaicas, retomando impulsos semejantes a los del gótico, así como en las portadas de la Catedral de Juli. En la Basílica del Rosario en Puebla, México, el barroco se percibe en paredes y columnas; Lezama percibe el barroco en la “absorción del bosque por la contenciosa piedra”.

 

Pero donde Lezama advierte la mayor fuerza del barroco arquitectónico en América es en el indio Kondori. “Princesa incaica con atributos de poderío” le llama, expresada en la así denominada indiátide; en la Portada de San Lorenzo en Potosí. Nos dice sin ambages el escritor cubano que se trata de la gran hazaña del barroco americano, ésta, la del quechua Kondori, quien amalgama en su obra lo español y lo indio, la teocracia hispana con la piedra incaica, refiriendo varios elementos: la semiluna incaica en el orden de los planetas iberos; instrumentos como el charango y la guitarrita en las tonalidades occidentales; las deidades cuzqueñas saludadas en el momento de su exhumación por los soldados españoles, según refiere el relato del Inca Garcilaso. Y en Paraguay, los falansterios construidos por los jesuitas en sus trabajos de misiones, donde al decir de Lezama “se volvía a otra inocencia”.

 

En la parte literaria, tenemos en lugar preponderante al Primero sueño de la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz y las peculiares obras de Sigüenza y Góngora, que desde sus mismos nombres nos ubican en el barroco americano: Manifiesto filosófico contra los cometas y La libra astronómica. En el colombiano Hernando Domínguez Camargo advierte Lezama un gongorismo innovador dotado de frenesí, de “rebelión desafiante, de orgullo desatado, que lo lleva a excesos luciferinos” incluso más allá de los excesos del propio Don Luis de Góngora. Por cierto, un sobrino de don Luis de Góngora en América, Carlos de Sigüenza y Góngora, cartógrafo, estudioso de las razas mexicanas, amigo de Sor Juana y viajero por las costas de La Florida, inventó que el mismo Luis IV había dado para él un banquete en París para tenerle como amigo. Nótense los títulos de sus obras: Belerefonte matemático contra la quimera astrológica y Triunfo parténico. Para Lezama se trata del barroco arquetípico, de alguien que para poder disfrutar del paisaje lo llenaba de elementos artificiales, métricos o voluptuosos.

 

Nos recuerda Lezama Lima que el barroco puede ser tenido como un arte de la Contrarreforma y que la obra de Domínguez Camargo Ejercicios se sintetiza en dos partes: el hombre para Dios y las otras cosas sobre la tierra creadas para el hombre, para que éste disfrute de todas ellas, en un banquete cuya finalidad es Dios, un banquete literario que por su ímpetu expresivo a su vez podría ser un corolario barroco.

 

Detengámonos un poco en los ejemplos que ha puesto Lezama para hablar de este banquete literario. Domínguez Camargo nos dice: Porque hay un repostero / que las aves retrata tan perfectas / que se suelen volar las servilletas”. En sucesivos casos, Lope de Vega aporta la col y la berenjena; Luis de Góngora la aceituna; Sor Juana el aceite; Fray Plácido de Aguilar la toronja y Lope de Vega los mariscos. Mientras, en América Leopoldo Lugones aporta la gallina y la cebolla frita y hasta las sobras para el gato (la piltrafa); el mexicano Alfonso Reyes en un poema suyo aporta el vino, y el cubano Cintio Vitier el tabaco. Esta sección dedicada a las delicias culinarias remata con un café a la turca recordado por Juan Sebastián Bach en una de sus Cantatas. Por cierto, la disposición de Lezama a la buena mesa –que a su vez implica una absorción barroca por la apetencia gozosa que muestra sobre todo en las páginas de Paradiso-- se halla ampliamente glosada con sus respectivas recetas en el volumen Las comidas de Lezama Lima (2011).

 

Volviendo al asunto del barroco literario, Lezama Lima hace énfasis en el tempo lento de Sor Juana Inés de la Cruz en su Primero Sueño, considerándolo en un lugar de primacía, aunque la poeta dice que se ha inspirado en Don Luis de Góngora. Anota Lezama que el Sueño de Sor Juana “comienza con la huida de los animales diurnos para darle paso a las sombras y a las nictálopes (…) termina con la llegada del día, repartiendo los colores y entreabriendo los sentidos. Pero la grandeza del poema no está en la habilidad o extrañeza de su desarrollo, sino en la extensión ocupada por un tema tan total como la vida y la muerte (…)”

 

 

Hay otro poema de Sor Juana: “El Divino Narciso”, un Auto Sacramental que llama la atención de Lezama debido a la importancia que en éste posee la figura de Narciso (tal se halla también en Calderón de la Barca) que en Sor Juana da el tono de un “fondo de raza”. Por cierto, Lezama coloca bajo la égida del barroco a algunas pinturas anónimas de la llamada Escuela Cuzqueña, como “Los primeros pasos del Niño” y “La procesión del Corpus presidida por llama, enteramente clara, del Inca Titupaco” y la hagiografía cuzqueña de la Patrona Santa Rosa de Lima llamada “Gran llama, enteramente clara, sin mezclas de sombras”.

 

El renacimiento americano

 

Afirma Lezama que existe un Renacimiento español en América, que busca aliviar un poco la reiterada carencia señalada por los historiadores del arte, acerca de las escasas manifestaciones renacentistas en España. En este sentido, el mal llamado Descubrimiento y la Reforma son los dos hechos históricos que justificarían tal presencia. Luego encontramos las alusiones al barroco de un Bernini, guiado por la voluntad del “lleno espacial para destruir el vacío”, de llenar el horror vacui, un afán de completar el espacio mediante una elaboración racionalista de la ciudad. El ya citado indio Kondori en el Perú puede ser un ejemplo, y tal afirma Lezama “la naturaleza, el fuego originario, los emblemas cabalísticos, el ornamento utilizado como conjuro o terror, el que informa el templo.”

 

Otro rasgo de este Renacimiento es que después del europeo, la historia de España pasó a América, y el barroco americano se alza con la primacía por encima de los trabajos arquitectónicos de José de Churriguera (cuyo nombre da origen al llamado churrigueresco) o de Narciso Tomé. Haciendo uso de otras técnicas o materiales como la platabanda americana, la madera boliviana y la piedra, las catedrales, las láminas metálicas del Cuzco; en fin, la riqueza del material americano, el formar parte de la gran construcción podían reclamar –dice Lezama— “un espléndido estilo surgiendo paradojalmente de una heroica pobreza”. Otros ejemplos en este sentido serían la Plaza del Zócalo y la Catedral de Puebla en México, y la Catedral de La Habana. Reseña Lezama el hecho de que a Sor Juana le encargaron unos versos para la inauguración de la Catedral de México.

 

Luego está en Brasil el conocido ejemplo de El Alejaidinho, en Ouro Preto. Lezama Lima nos dice que la obsesión del Aleijaidinho era no ser visto, éste “llevaba oculto todo el rostro bajo un sombrero que le caía como ala sobre los hombros”; picotea con su gubia las defensas de piedra y enlaza de modo subterráneo con el conocido proverbio brasilero: “El Brasil progresa de noche, mientras duermen los brasileros”, lo cual por cierto contrasta mucho con la noción de progreso de la mayoría de los occidentales europeos. En este sentido, el arte del Aleijaidinho representa para Lezama la culminación del barroco americano y la unión grandiosa de lo barroco mexicano y de lo hispano con las culturas africanas; de lo cual se infiere que las dos grandes síntesis que están en la raíz del barroco nuestro serían lo hispano incaica y lo hispano negroide. Y en el caso del Alejaidinho lo portugués estaría formando parte de lo hispánico, tomando en cuenta varios factores personales que configuraron su realidad: una madre negra esclava y su padre un arquitecto portugués; finalmente Lezama acota que “el destino lo engrandece con una lepra que lo lleva a romper una vida galante (…) bate y acrece lo hispánico con lo negro (…) Él mismo es el misterio generatriz de la ciudad (…) la gran lepra creadora del barroco nuestro”. Advertimos aquí como una enfermedad como la lepra es tomada en su sentido generador de rebelión, exilio, diferencia y novedad; acaso se le pueda adjudicar también un sentido religioso.

 

 

Barroco y romanticismo venezolano

 

En lo que se refiere al barroco venezolano tendríamos que citar, en primer lugar, a Juan Pedro López (1724-1787), acaso la figura más prominente del siglo XVIII en nuestro país, cuyo modelo fue el artista español Murillo y cuya iconografía se inspira en el barroco hispánico con una fuerza documental notable. En este sentido el arte en Venezuela durante esta época replica al barroco tardío europeo, y desde el primer tercio de ese siglo los pintores criollos comienzan a perfilarse con un lenguaje que se diferencia de los manierismos individualistas, para acercarse al espíritu popular que desembocaría en la obra de Juan Lovera (1778-1841). Otro maestro de esa época es Antonio José Landaeta, quien justamente va a ser maestro de Juan Lovera para prolongar la presencia del santoral barroco y crear la pintura retratística e histórica en Venezuela, captando en su paleta a prelados, hombres de letras o científicos, aportando un elemento documental de primera importancia. En sus obras El 19 de abril de 1810 y El 5 de julio de 1811 da a conocer Lovera la primera semejanza real de quienes protagonizaron nuestra gesta patria.

 

Desde el punto de vista arquitectónico, nuestro barroco también se expresó imitando los modelos hispánicos en iglesias y templos, como en la disposición de centros urbanos donde la Iglesia quiso hacer sentir su peso como institución de poder. La arquitectura de los templos fue sencilla y muy apegada al clasicismo, pero asumidos muchos de ellos desde la libertad barroca de imaginación para el decorado de los retablos, dorados o policromados, en los altares: columnas recubiertas de pámpanos y vides, entablamentos, ángeles, figurillas proponen efectos escenográficos del arte rococó y churrigueresco, como observamos por ejemplo en los retablos del ya citado Juan Pedro López y en el maestro del rococó en Venezuela, Domingo Gutiérrez, autor de los retablos de varias iglesias como la Catedral de Caracas, la Iglesia de San Francisco, la Iglesia de Petare, la Iglesia de Santa Lucía en el estado Miranda, y en mesas y sillones tallados, marcos de espejos y cornucopias que son joyas del rococó venezolano.

 

Quisiera hacer algunas consideraciones muy personales sobre los fenómenos del barroco y el romanticismo en nuestro arte y literatura. El caudal de literatura venezolana romántica es profuso, pero muy irregular. Los dos románticos nuestros son, a mi entender, Juan Antonio Pérez Bonalde (1846- 1892) y José Antonio Maitín (1804-1874), el primero de filiación literaria alemana e inglesa, y el segundo más apegado a lo hispano y lo francés, aunque ambos encontraron expresión propia. La vuelta a la patria (1877), El poema del Niágara (1880) y el poema ante la muerte de su hija Flor (1833) no son sólo joyas del romanticismo criollo y un canto exaltado al país natal y la amada ciudad, --dentro del más depurado sentimiento romántico-- sino un compendio acabado de un sentimiento humano. Mientras la Silva a la agricultura de la zona tórrida (1863) viene a ser, creo yo, nuestro monumento del barroco (tal lo apuntara ya Lezama Lima en su conversación), aunque se tenga históricamente como un ejemplo de lo neoclásico. Su tema mismo desborda cualquier esquema preconcebido y coloca a Bello como un maestro de lo barroco americano. Antes de Bello, José Antonio Maitín había escrito el Canto fúnebre (1851) a la muerte de su esposa, y es la mejor elegía escrita en nuestro romanticismo; tampoco se descartan sus Ecos de Choroní (1844), pueblo casi paradisíaco del litoral aragüeño donde nació Maitín. Esta es pues mi tríada personal del barroco y del romanticismo más depurado en sus variantes de canto a la naturaleza, nostalgia de la patria y sentimiento de pérdida ante los seres queridos.

 

En lo referente a pintura también tengo mis preferencias. En cuanto a lo barroco, me quedo con las obras únicas en su clase de Juan Pedro López, a quien he estado a punto de considerar una especie de Greco venezolano. De las obras religiosas suyas prefiero las de Nuestra Señora de la Concepción (1771), Santa Rosa de Lima, la Virgen de la luz y La vida de la Virgen, verdaderas apoteosis de nuestro barroco; sin olvidar por supuesto los ya citados retablos suyos donde se aprecian pinturas de San Rafael, San Miguel, San Gabriel y el Ángel Custodio. También son muy apreciables las dos obras sobre La Inmaculada Concepción de Antonio José Landaeta, que no tienen par en nuestra pintura colonial, donde la figura de la virgen flota por encima de la ciudad de los techos rojos, creando un efecto sin igual.

 

En cuanto a la obra de Juan Lovera (1776- 1841) y sus piezas cumbres El 19 de abril de 1810 y El 5 de julio de 1811 (1838), habrá que decir que, siendo Alcalde del Cabildo caraqueño también decoró el Cabildo Municipal de Caracas en 1821 y realizó diversos retratos de Páez, Bolívar, Lino Gallardo, Cristóbal Mendoza y José María Vargas, pero donde yo aprecio una auténtica sensibilidad barroca es en un pequeño óleo sobre madera que representa a La Divina Pastora (1820).

 

Creo que nadie aventaja a Martín Tovar y Tovar (1827-1902) dentro de la pintura de tema histórico, sobre todo por su famosa Firma del Acta de la Independencia (1883) realizada para el Salón Elíptico del Palacio Federal Legislativo, y otras obras encomendadas por el entonces presidente de la republica Antonio Guzmán Blanco para el mismo Salón realizadas en París, como son la Batalla de Boyacá (1895) y la Batalla de Junín (1895). Estas joyas artísticas, únicas en su estilo, cumplen para mí con el doble propósito del barroco y del romanticismo: los caballos y jinetes en batallas están suspensos todos en el aire: quienes cabalgan, disparan o caen muertos transmiten siempre una sensación de movimiento y una fuerza inusual, nos impregnan de auténtico poder e insuflan de un elevado patriotismo.

 

Finalmente está el dueto conformado por Arturo Michelena (1863- 1898) y Cristóbal Rojas (1858-1890), ya en las postrimerías del romanticismo. Ambos fueron amigos y murieron jóvenes de la misma enfermedad (tuberculosis) y conforman una verdadera llave de nuestra mejor pintura; son sencillamente, unos genios precoces. Ambos marcharon a París –como Tovar y Tovar— a perfeccionar sus estudios y lo lograron con creces; regresaron a Venezuela cargados de honores. Los temas de Arturo Michelena fueron históricos, nacionalistas y religiosos. Michelena pinta temas religiosos como Las bodas de Canaan, La multiplicación de los panes y La última cena mientras que dentro de lo histórico pinta a la mismísima Carlota Corday antes de ser ejecutada en Francia en tiempo real, lo cual le imprime un relieve patético de verosimilitud al cuadro, como pocas veces hemos presenciado; para venir luego a abordar obras como Vuelvan caras inspirada en la gesta llanera de Páez, y las que serían sus realizaciones insuperables: El asesinato de Sucre en Berruecos y Miranda en la carraca. Estas dos últimas obras no tienen par en la pintura venezolana de cualquier tiempo; son para mí la síntesis plena del neobarroco, el romanticismo y el nacionalismo en un solo movimiento armónico, que nos enfrenta por primera vez al drama de nuestra historia con una potencia nunca antes igualada en nuestro arte. Este retrato de Miranda puede ser considerado la gran obra de arte realizada por un venezolano; ahí Miranda nos mira a todos nosotros desde su derrota, con un gesto impasible y sereno, nos ausculta e inquiere; se trata de la obra más inquietante de nuestra pintura, la síntesis de nuestro drama histórico. Mientras tanto, en El asesinato de Sucre en Berruecos (1895) vemos cómo los ojos del caballo de Sucre, en su huida ante el crimen que acaba de ser perpetrado, expresan el horror por un ideal a punto de perderse y la traición, las bajas pasiones que intentan imponerse a la naciente patria. Este cuadro sobre la muerte de Sucre nos instala y queda como un sello del crimen infame impuesto a uno de nuestros más elevados héroes, expresado en este cuadro y transfigurado en el tiempo, como el de Miranda, transformados ambos en emblemas patéticos de nuestros ideales traicionados.

 

Conmueve, por otra parte, la personalidad de Cristóbal Rojas, pintor de lo triste. Este artista signado por el drama personal, la miseria, la guerra y los desastres naturales (un terremoto devastó su tierra natal de Cúa, en el estado Miranda) obligaron a su familia a marchar a Caracas a estudiar pintura, y lo hizo inspirado en su propia vida de tribulaciones personales. Animista, intimista, se vuelca sobre los temas sórdidos de la enfermedad, la destrucción, la cercanía de la muerte. En París estudia a naturalistas como Daumier o Courbet, pero adaptándolos a su ánimo pesimista que expresará en sus obras Ruinas de Cúa, La miseria (1886), La primera y última comunión (1888) son ejemplos primeros de su inclinación a lo melancólico, constatados por su dominio del claroscuro. Hay tres elementos que llaman mi atención en este artista: su piedad hacia los que sufren (como sufrió él), su capacidad para confrontarse a sí mismo en su pintura (como parte del sufrimiento colectivo), y en medio de todo expresar su condición existencial con sincera vitalidad. Me llaman poderosamente la atención dos cuadros suyos: La taberna (1887) donde parece tener reminiscencias de Johannes Vermeer, (a mi modo de ver el más grande pintor de Europa) por lo que hay en este de placer oculto, de enigma no visible a ser descifrado tras sucesivas miradas al cuadro: una mujer de espaldas recibe en la taberna la alegría de los beodos, mientras hace un ademán para protegerlos de algo. No habrá de olvidarse su Muerte de Girardot en Bárbula (1883) como un admirable homenaje al héroe aragüeño y al ideal patrio, y su extraordinario Autorretrato con sombrero rojo donde impone su personalidad humana, su ser existencial por encima de miserias personales, temporales o históricas: desde ahí nos contempla, desde la alegría y la reafirmación de su rostro altivo coronado por un sombrero gracioso, desenfadado, un rostro pleno que nos mira desde un espacio puro, no hollado aún, como una síntesis del ideal artístico de todos los que le antecedieron.

 

Templos e iglesias

 

De los templos que acusan este influjo barroco –siempre con las diferencias del caso en cada ejemplo— tenemos un conjunto de iglesias diseminadas a lo largo y ancho del país, que si bien recibieron el influjo del Renacimiento europeo en su diseño arquitectónico, mantuvieron el espíritu barroco vivo en el interior de las mismas, cuando se construyeron los retablos para sus altares. El vigor inventivo del barroco, su fantasía y aguda inteligencia se diluyen a veces en sus necesidades de fasto y de pompa ornamental y en sus conceptos dirigidos hacia el exceso. Lo que sobrevive de éste en América se debe a la gran tradición artesanal que se unió a lo europeo para producir variedades originales en cada país. En Venezuela son escasos los templos que acusan esta influencia del barroco tardío europeo, sobre todo en fachadas y portadas, teniendo en cuenta que en el siglo XVI en Europa –siglo de por sí del barroco— no aparece en Venezuela ningún templo de este estilo.

 

Los pocos ejemplos de barroco que tenemos se advierten sobre todo en portales, fachadas o frontispicios, torres o campanarios, siempre teniendo en cuenta que nuestro relativo barroco arquitectónico se produce dentro de una suerte de dignidad creadora de lo elemental, de la escasez e incluso dentro de las condiciones climáticas del trópico y de la limitación de los recursos materiales, y que sus logros se deben más a sus artesanos, albañiles o alarifes que a la de arquitectos consagrados.

 

 

Entre estos templos tenemos a la Catedral de Calabozo en el estado Guárico, con elementos frontales de barroco que intentan imponerse sobre el esquema medieval; la curiosa fachada de ladrillos del templo de Araure (1767) en el estado Portuguesa; la fachada de la Catedral de Caracas (1711) debida a don Francisco Andrés Meneses; la fachada del Templo de San Sebastián de los Reyes (también con textura original de ladrillos, lo cual constituye una innovación); la fachada del Templo de la Concepción de El Tocuyo, (Edo. Lara), la fachada del Templo de Calabozo (Edo, Guárico), considerada una de las más interesantes por las orlas que decoran sus extremos laterales, e indican claramente un elemento barroco; en la Iglesia de El Pao (Edo. Cojedes) el imafronte casi dobla en altura al de la nave central; la fachada de la Capilla del Calvario en Carora (Edo. Lara), en la Iglesia de Calabozo y en la de San Antonio de Maturín en San Carlos (Edo. Cojedes), en la Iglesia de Clarines (Edo. Anzoátegui), la de San Clemente en Coro (Edo. Falcón) pueden hallarse en mayor o menor grado elementos distintivos de lo considerado clásico o renacentista (a veces habría que considerar al barroco y al renacimiento en una relación de continuidad, y no de oposición) y en nuevas aplicaciones en campanarios, torres cilíndricas, agujeros adicionales en las fachadas para colocar las campanas y otros detalles menores, hablan mejor de nuestro barroco arquitectónico religioso que cualquier exceso o recargamiento formal, y como ya antes referimos, en los retablos y pinturas sobre madera de las deidades cristianas, santos y vírgenes que se encuentran en el interior de estos templos.

 

Barroco musical venezolano

 

En materia musical, la época colonial venezolana arrojó una producción magnífica que puede ser ubicada dentro del barroco musical, representada por la figura del presbítero Pedro Palacios y Sojo (1739-1799), conocido como el padre Sojo. Con la fundación del Oratorio de San Felipe Neri, el padre Sojo ingenia una nueva forma musical. Las reuniones de los músicos e instrumentistas en el Oratorio de Chacao –también denominado Escuela de Chacao o Primera Generación por ser ésta la primera promoción floreciente de nuestra música- lograron expresar un matiz americano en sus composiciones, sin limitación alguna. Entre quienes integraron dicha Escuela están Juan Manuel Olivares, organista del oratorio y maestro del estilo contrapuntístico. De sus composiciones se cuentan Salve Regina y Lamentación primera del Viernes Santo. Cuñado de Olivares, José Francisco Velásquez es autor de temas navideños y de un Pange Lingua. Los hermanos José Antonio Caro de Boesi también destacan en la Escuela de Chacao. El primero es autor de la Dextera Domini y el segundo de una singular Misa de difuntos. Francisco Javier Ustáriz es otro nombre obligado; el músico murió a manos de los realistas en el asalto a Maturín en 1814; también José Antonio Caro de Boesi murió en Cumaná durante la famosa “Cena sangrienta” perpetrada por las tropas realistas de Boves. Debido al apogeo continental de la Escuela de Chacao, el Emperador de Austria envió, en 1789, a dos emisarios suyos a Venezuela; éstos fueron tan bien recibidos en el Oratorio del padre Sojo, que en retribución el Rey envió como obsequio una colección de instrumentos, así como también partituras de Mozart, Pleyel y Haydn, que permitieron a nuestros músicos el contacto con la música profana. Todos ellos se destacaron en el repertorio europeo con misas, motetes, salves, tonos de Navidad, pésames, himnos y ofertorios.

 

 Luego adviene un período dentro de la Escuela de Chacao denominado Segunda Generación, más influido por Mozart y Haydn. Del grupo de ésta generación el más relevante es José Ángel Lamas, caraqueño prodigio desde su niñez, cantor e intérprete del fagot. El equilibrio y la sencillez de Lamas son ya proverbiales, provistos de un brillante dramatismo. Sus obras Misa en Re, la Salve, el Ave Marís Stella y sobre todo el Popule Meus, que aún se oye por todo el país en las fiestas de Semana Santa, le han consagrado ya un espacio en nuestra música. Por cierto, también el padre de Andrés Bello, Bartolomé Bello, fue, además de legislador, un músico notable, cantor y compositor. Desempeñándose como fiscal en Cumaná compuso su famosa Misa del fiscal. Cayetano Carreño, autor de los motetes Tristis est anima mea, tan célebres como el Popule Meus de Lamas, es probablemente el más erudito y mejor profesor de los músicos coloniales. Fue nombrado maestro de la capilla de la Catedral de Caracas. Por su parte, Lino Gallardo se disputa con Juan José Landaeta la autoría de El Gloria al bravo pueblo. Gallardo fue director de orquesta, violinista y contrabajista. Una composición suya de corte patriótico, la Canción Americana (1912), tuvo mucha popularidad. Gallardo fue hecho preso por estimular los ideales revolucionarios, y recluido en las bóvedas de La Guaira. Libre ya, fundó una Sociedad Filarmónica y luego se fue de nuevo a La Guaira, donde murió, mientras se desempeñaba como empleado de aduanas. Juan José Landaeta padeció en las mismas prisiones de su contemporáneo Gallardo, y descolló en el género de las canciones patrióticas. También fundó escuelas para enseñar primeras letras y proyectó una sociedad de conciertos que llamó Certamen de música vocal e instrumental. Además de su Gloria al bravo pueblo –decretado por Guzmán Blanco como Himno Nacional- compuso obras religiosas como Salve Regina, Pésame a la Virgen y el Benedictus. José Francisco Velásquez es autor representativo de los llamados tonos festivos, temperamentales, plasmados en su pieza navideña Es María norte y guía; el espíritu de comunión con Dios experimenta en él un tamiz lírico que lo hace original y célebre. Asimismo, son conocidas sus obras religiosas Misa en mi bemol y el Te Deum. Atanasio Bello Montero, soldado de la Independencia y fundador de escuelas musicales, se destaca con su Canción a la memoria del Libertador. Juan Francisco Meserón fue flautista de la Sociedad Filarmónica de Gallardo, y el mejor de su época. Justamente, escribe una Misa para oboes, trompas y cuerdas que goza de prestigio; a éste punto inserta los instrumentos de viento como el clarín, el trombón y la flauta, en la orquesta: su Miserere acusa genialmente esta innovación personal.

 

Estos nombres bastarían para señalar al principal movimiento musical de su tiempo, equiparado en su época a los más avanzados del continente.

 

Barroco y romanticismo

 

En el siguiente ensayo del libro La expresión americana, titulado “El romanticismo y el hecho americano” Lezama Lima remite a Fray Servando Teresa de Mier como encarnando una transición del barroco al romanticismo; su peripecia muestra otro lado de las controversias teologales, sobre todo al pintar Fray Servando la imagen de la virgen de Guadalupe en el manto de Santo Tomás de acuerdo a su prédica de los evangelios, desvalorizando la influencia española sobre el indio, por medio del espíritu evangélico. Con sus encarcelamientos, sus fugas y huidas (que de modo tan magistral ha mostrado el novelista cubano Reinaldo Arenas en su novela El mundo alucinante) cree romper con la tradición cuando en verdad la agranda, al decir de Lezama, quien lo ve como “un creador en medio de la tradición que desfallece, es decir, el fraile mexicano es un personaje clave dentro de la rebelión teológica de lo americano, “antecesor ilustre que llega al final del señorío barroco.”

 

Después de Fray Servando, Lezama Lima coloca en este ensayo dentro del rango de los rebeldes a los venezolanos Francisco de Miranda, Simón Bolívar y Simón Rodríguez. No desea Lezama realizar, por supuesto, una relación cronológica de hechos ni mucho menos, aunque sí situarlos en un plano de pensamiento sumamente interesante, pero también teñido de los recelos ideológicos y de clase que predominaron durante el romanticismo. Tenemos entonces a Fray Servando “a horcajadas en la frontera del butacón barroco y del destierro romántico, aparece el ejemplo de individualismo más sulfúreo y demoníaco. A medida que Bolívar se iba al círculo mayor coronario, la gloria de Simón Rodríguez se hacía de hilo incandescente y de misterio”, anota Lezama. A partir de allí acota una relación bastante controversial y paradójica entre ambos personajes. Y digo personajes y no figuras, pues no conozco otro escritor de América que haya comparado al venezolano Rodríguez con el brasilero Alejaidinho (feo, excesivo, ambulatorio), pues al ya citado origen del arquitecto carioca, agregamos el origen del venezolano: niño huérfano y expósito, andariego, ya viejo, encuentra la ternura en una india boliviana. Observa Lezama: “Desavenencias paternales, la reclamación justa de las dos sangres formadoras, le dan sus primeras rabias. Se jura en la venganza del trueque de apellidos.”

 

Sobre los héroes venezolanos justo sería decir que el romanticismo americano protagonizado por Miranda, Bolívar y Rodríguez constituye una nueva etapa del romanticismo ilustrado, iluminista, que en América tiene unas características de rebelión distintas, por cuanto es guiado por ideas y luchas emancipadoras de negros, indios, mestizos, esclavos y criollos que desean liberarse de las coronas europeas. Son numerosas las sutilezas manejadas por el escritor cubano en el instante de abordar las complejas relaciones que se efectúan entre estos prohombres venezolanos. Nos dice Lezama que la idea del incanato está poderosamente vivaz en las mentes de Rodríguez, Miranda y Bolívar: “durante el siglo XIX, se observa en todas las figuras esenciales de la familia de los fundadores la tendencia a la aglutinación, a la búsqueda de centros irradiantes, reverso de la actitud a la atomización, características del español en su país o en la colonización.” De ahí en adelante Lezama lleva a cabo un examen de los deslices históricos que permitieron el avance de Francia en el poder europeo. Mientras Miranda tiende su mirada a Inglaterra (a Pitt, John a Turnbull, a Hamilton) a la postre ello propiciaría, dice Lezama, la venganza de Bolívar a Miranda, encarcelándole y poniéndole a merced de Monteverde. Preso, como Fray Servando, espera la muerte en un calabozo.

 

 

Sigue muy de cerca Lezama las intrigas suscitadas entre los secretarios de Miranda (como el general Valdés), Mr. Turnbull y Mr. Pitt, para después hacer el paralelo con gobernantes de México y Cuba (como Guemes y Horcasitas) en el último período barroco. En el primer cuarto del siglo XX la relación sería entre Cuba y Venezuela, como en efecto se produjo entre Juan Manuel Cajigal y los condes de Montalvo. Lezama ve a Miranda y a Fray Servando vinculados a Cuba en lo profundo aún cuando no se perciba a primera vista; puntos de contacto que se harán visibles después.

 

Lezama Lima nos habla luego de la frustración como un elemento romántico en Simón Bolívar que se “marginaliza” en cuanto ve que su sueño puede cumplirse (el de su tierra prometida, la Gran Colombia), la “huida infernal de Simón Rodríguez hacia el centro de la tierra, hacia los lagos de la protohistoria” y a Francisco de Miranda “que se mueve como un gran actor por la Europa de la Revolución Francesa (…) que al volver a América se muestra incoherente, “uniendo su nombre al primer gran fracaso de la independencia venezolana”. Lezama se atreve a decir que esa tradición romántica es la tradición del calabozo, de la ausencia, la imagen y la muerte, logra crear el hecho americano descrito por ausencias posibles que de presencias imposibles (subrayado nuestro), con lo que ha constituido esta tradición americana y donde se sitúa el hecho histórico logrado. Pone como ejemplo a José Martí en esa plenitud de la ausencia posible a través de una gran “navidad verbal” (se refiere, sin duda, al lenguaje modernista-manierista de la prosa de Martí) y lo coloca como la culminación del calabozo de Fray Servando, la frustración de Simón Rodríguez y la muerte del Miranda. Al final y para justificarlos, nos dice que su muerte pudiéramos visionarla en el Pachacámac incaico, dios invisible, más que en el ideal micénico (griego) del culto de los muertos, encauzado más hacia un conocimiento poético, más allá del perecer él mismo en el incendio de su casa, estaría más bien encauzado a tener las precauciones que se toman en el tibetano Libro de los muertos. Lleva a cabo un rito con libros, jarros, leche, maíz en el pilón, en un acto ritual y de un mito fundador que preside momentos de la expresión americana donde caben las vasijas mexicanas, la guitarra de Martin Fierro, el poeta Walt Whitman, hasta la estrella de Belén que anuncia la llegada del redentor ante un altar.

 

No es casual que el ideal de José Martí dirigido al pueblo cubano haya sido guiado a su vez en buena parte por las enseñanzas de Bolívar, Rodríguez o Miranda, y que el destino común de estos pueblos se haya intentado formar nuevo en el siglo XX en las gestiones políticas de Fidel Castro, Salvador Allende, Ernesto Guevara, Martin Luther King, Malcolm X, Angela Davis, Hugo Chávez Frías, Evo Morales o Rafael Correa; en cantores y poetas insurgentes como Pablo Neruda, César Vallejo, Roque Dalton, Víctor Jara, Javier Heraud, Alí Primera, Violeta Parra, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa, Bob Dylan, John Lennon, Silvio Rodríguez, Tony Figueras, Juan Gelman, Víctor Valera Mora.

 

Permanecen estas reflexiones de Lezama como un desafío, como reto de desciframiento y que, por las complejas características revisadas superan, creo yo, al mero hecho histórico asociado a la economía, al progreso, al desarrollo o el crecimiento materiales, para colocarse en un plano moral de lo colectivo, estético, cósmico, de alianzas firmes con el pueblo que es urgente llevar a cabo en este suelo de América, para que nos sean revelados sus mejores secretos.

 

NOTAS

 

1. Jiménez Emán, Gabriel Entrevista a José Lezama Lima, “La imagen para mí es la vida”, Talud, Revista Literaria, no. 7-8. Año IV. Mérida, Venezuela, Mayo de 1975. pp. 5-18.

 

2. Lezama Lima, José, La expresión americana, El libro de bolsillo, Alianza Editorial, Madrid, 1969.

 

3. Gómez Fariñas, Silvia Mayra, Las comidas de Lezama Lima, Edición en homenaje a José Lezama Lima, 1910-2010, Colección Sur Editores, Unión de Escritores y artistas de Cuba, Prólogo de Ciro Bianchi Ross, La Habana Cuba, 2011.

 

 

Gabriel Jiménez Emán  (Caracas, 1950). Narrador, ensayista, traductor. Página ilustrada con obras de los niños mágicos del Arte Amigo (Costa Rica), artistas invitados de esta edición de ARC.

 

http://arcagulharevistadecultura.blogspot.com.br/2017/02/gabriel-jimenez-eman-senor-barroco.html

https://www.alainet.org/es/articulo/183531
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