Ayotzinapa, violencia y terror de Estado

19/10/2015
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El crimen de Ayotzinapa, y el grito de ¡Fue el estado! quebró el discurso oficial en torno a la violencia que azota al país. Cuando la policía municipal de Iguala–observada de cerca por fuerzas estatales y federales–abrió fuego contra los estudiantes y se llevó a los 43, se dio un crimen del estado, de lesa humanidad, que el gobierno de Enrique Peña Nieto no ha podido ocultar frente a los ojos de la nación y del mundo entero.

 

A casi un año del crimen del asesinato y la desaparición forzada de los 43 normalistas, los hechos siguen sin ser esclarecidos, pero las implicaciones del crimen están a la vista. No se sabe el paradero de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, ni si están vivos o muertos, sus padres y madres viven en la angustia y la sociedad se ha levantado frente a un crimen que revela la profundidad de la corrupción y la violencia que antes había sido un secreto a voces en México.

 

Los hechos y las mentiras

 

Desde el amanecer el 27 de septiembre de 2014, y en las semanas siguientes hasta la fecha, la respuesta del estado mexicano ha sido una estrategia de “control de daños” –que poco o nada tiene que ver con una verdadera búsqueda de los desaparecidos o de la verdad y la justicia. En este afán, primero fue la respuesta tardía del gobierno federal que, en un mal cálculo político de su parte y con una absoluta falta de sensibilidad, intentó a lavarse las manos del crimen.

 

La respuesta del estado mexicano ha sido una estrategia de “control de daños” –que poco o nada tiene que ver con una verdadera búsqueda de los desaparecidos o de la verdad y la justicia

 

Cuatro días después de los ataques, el presidente Enrique Peña Nieto dijo que fue problema del estado de Guerrero. Hasta ocho días después, el gobierno federal empezó a colaborar en las investigaciones y tras 11 días transcurridos el presidente pronunció sobre el hecho.

 

En estos días, se permitió la fuga de los principales sospechosos y se aumentó el coraje de toda la sociedad, indignada por el terrible crimen y el dolor de las familias. Desde el inicio, la respuesta burda del gobierno ya mostraba las características de un encubrimiento.

 

Con la “verdad histórica” anunciada primero el 7 de noviembre en la versión oficial de los hechos y reiterado el 27 de enero con la fatídica frase, esta indignación se profundizó, junto a las contradicciones en la versión oficial. Se veía claramente el intento de deslindar el Estado del crimen, cargando la responsabilidad únicamente en un presidente municipal—José Luis Abarca– corrompido por el crimen organizado, y un grupo de delincuentes conocidos como “Los Guerreros Unidos”. Nada se dijo de los antecedentes de este personaje, conocidos por las autoridades, entre ellos acusaciones de homicidio en el asesinato de un luchador social Arturo Hernández Cardona, y de vínculos con el crimen organizado, demandas ya recibidas y conocidas por la PGR.

 

Para cerrar el, para ellos, bochornoso caso, el Procurador declaró muertos a los estudiantes y desaparecidos sus cuerpos en un incendio en el basurero de Cocula, creando un escenario casi sin posibilidades de corroborase científicamente. En el asunto fundamental del móvil tras un crimen de esta magnitud, dejó solo explicaciones confusas respeto a la interrupción del evento de la esposa del alcalde y o una tremenda confusión en el contexto de una pugna entre grupos de delincuentes en la zona. No explicó la falta de respuesta de las fuerzas de seguridad en todo el tiempo en que transcurrieron los ataques y la caza de estudiantes.

 

Las investigaciones independientes del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes d la CIDH (GIEI) han destacado las anomalías en la explicación oficial. Vale la pena mencionar sus hallazgos principales:

 

Sobre las declaraciones del 27 de enero de la Procuraduría, el equipo argentino señaló lo siguiente en un comunicado el 7 de febrero:

 

  1. Las imágenes del Basurero de Cocula obtenidas por el EAAF muestran que el área de fuego en la superficie del basurero de Cocula, que la PGR indica como la utilizada para quemar los restos de los 43 normalistas, ha sido utilizada en fuegos anteriores al menos desde el año 2010. Por lo tanto, reflejan una lectura parcial de la evidencia recolectada en dicho lugar.
  2. El análisis de los restos óseos recuperados en el basurero de Cocula sugiere fuertemente la posibilidad de que en la zona de fuego analizada en el basurero se encuentren presentes restos humanos que no pertenecen a los normalistas.
  3. No hay evidencia científica de que fueron quemado en el basurero de Cocula.
  4. Falta procesar una cantidad importante de evidencia, incluyendo mayor tiempo de análisis y área de análisis de los restos óseos y toda evidencia asociada a ellos.
  5. La evidencia física debe ser interpretada en todas sus posibilidades, sin dar preferencia a aquellas interpretaciones que solo incluyen una posible coincidencia con los testimonios de los imputados.
  6. El EEAF también cita: graves problemas en el envío de 20 perfiles genéticos de los familiares de los estudiantes de desaparecidos que no permiten su utilización, la recolección de evidencia fuera de los acuerdos de trabajo conjunto establecidos, el abandono de la custodia del basurero, entre otros.

 

Asimismo, el informe de 29 de agosto del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, representante legal de los familiares señala que: 1) la falta de certeza científica, 2) “ninguna autoridad estatal o federal ha sido, hasta ahora, investigada o detenida”, 3) Julio Cesar Mondragón fue torturado y asesinado en el lugar de los hechos, lo cual no concuerda con la versión del basurero, 4) la PGR no ha logrado un solo juicio penal por desaparición forzada (el cargo es “secuestro”), 5) existen serias contradicciones en el expediente, entre ellos que algunos imputados confesaron haber atentado contra los estudiantes no en Cocula sino en Pueblo Viejo y La Parota donde están las primeras fosas que resultaron contener restos humanos que no eran de los estudiantes, 6) no hay ninguna indagación sobre la responsabilidad del ejército, 7) no se han investigado los circuitos de corrupción y connivencia con el narcotráfico de la clase política guerrerense; 8) El Estado mexicano se ha mostrado incapaz para detener a quienes según su hipótesis serían responsables (Felipe Flores, jefe de policía de Iguala, y solo 5 de 15 Guerreros Unidos); 9) que el informe CNDH carece de profundidad y coherencia, y 10) no se ha investigado la acusaciones de tortura en la obtención de las confesiones que forman la base de la versión oficial.

 

Finalmente, el Informe Ayotzinapa del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes presentado en septiembre señala que a la luz de las evidencias y el análisis técnico, es imposible la tesis del gobierno de que los estudiantes fueron calcinados en el basurero de Cocula. También señala que había ropa de los estudiantes recogido en el lugar de los hechos que no fue registrado o presentado a los familiares; que se han perdido y aparentemente destruido pruebas, entre ellos un video grabado en la escena del crimen; y que el gobierno dejó completamente fuera de sus investigaciones a un quinto autobús llevado por los estudiantes. También reportaron que su solicitud de entrevistar a militares fue esencialmente negado, y que la autopsias no evaluaron importantes lesiones y es necesario hacerlas de nuevo. 

 

Ayotzinapa como Crimen de Estado 

 

Hasta ahora, los hechos principales que comprueban la acusación del crimen de estado son los siguientes:

 

  1. El crimen se lleva a cabo por elementos del Estado, directamente y en un primer momento, la policía municipal. Siendo uno de los tres niveles de gobierno y con los antecedentes e indicios de participación directa de los otros niveles, el Estado es culpable del crimen por acción y omisión. El ejecutivo, el gobierno del estado de Guerrero y los partidos políticos no pueden deslindarse.
  2. Participaron fuerzas estatales y federales en los ataques de la noche de 26 de septiembre. Hace falta esclarecer su papel y sus acciones.
  3. Hubo una decisión de alto nivel de no detener el ataque y no proteger a los estudiantes
  4. Todos los niveles del estado tenían información previa respeto a actos ilegales del alcalde y su relación con el crimen organizado y no actuaron
  5. En el transcurso de la investigación, se mostraron graves irregularidades que NO pueden ser atribuidos a errores o descoordinación, entre ellos el no presentar la ropa recogida, la desaparición de evidencias claves incluyendo videos del crimen, y las contradicciones en la explicación oficial. Esto indica un esfuerzo de encubrimiento que hace evidente la necesidad de incluir motivos políticos entre las líneas de investigación, algo que no se ha hecho.
  6. La negativa de entrevistar a los militares del Batallón 27 y el cerrazón y respuesta represiva del ejército mexicano levantan sospechas y muestran la poca transparencia de esta institución en la investigación.

 

Quizás lo más relevante es la ausencia de un móvil convincente. Los estudiantes, familiares y expertos rechazan la versión oficial e insisten en la necesidad de investigar el caso en el contexto de un padrón sistemático y constante de hostigamiento contra la escuela y sus actividades. Efectivamente, por años, si no décadas, el gobierno ha intentado cerrar las Escuelas Normales Rurales con el argumento de que son obsoletas.

 

Creadas después de la revolución mexicana en el cardenismo, enseñan los ideales de aquella época y sostienen las reivindicaciones de los sectores pobres y marginados del campo. Su ideología revolucionaria choca con el neoliberalismo. Los jóvenes se oponen abierta y activamente a las reformas educativas del presidente Peña Nieto y rechazan las privatizaciones que caracterizan el programa económico del gobierno. Es precisamente en esta coyuntura histórica del país, de la imposición de las reformas estructurales, que se da el crimen de Ayotzinapa

 

Las implicaciones de un estado criminal y el marco de análisis

 

El caso Ayotzinapa es conocido y no es el propósito analizar los hechos en detalle en esta breve presentación. Lo importante es destacar que la información que ha salido–y la que ocultan, porque también las evidencias extrañamente extraviadas en custodio del gobierno y el cerrazón a entrevistar al ejército son hechos relevantes- cada vez más perfila un crimen de estado, calculado para silenciar a un grupo en particular y enviar un mensaje a otros.

 

Para entender Ayotzinapa, es urgente cambiar el marco de análisis. Es necesario abandonar el falso discurso de la guerra contra las drogas, que habla de las fuerzas de seguridad dando la lucha contra las fuerzas del mal que trafican drogas prohibidas y “capturan” a elementos de un Estado débil o corruptible.

 

México es un país militarizado en donde un conjunto de poderes establecidos y fácticos han hecho alianzas de múltiples formas en contra del pueblo. El modelo patriarcal de la fuerza, que se ha impuesto de manera notable desde 2006, sirve para ejercer control sobre la población y el territorio para alejar las propuestas de democratización desde abajo. Y también para producir muertos, desaparecidos, fosas clandestinas y los horrores que son parte de la vida cotidiana de este país.

 

Estos hallazgos revelan un cuadro que nos permite hablar no solo de un crimen de estado, sino de la existencia de un estado criminal. ¿Cuál es la diferencia? La diferencia tiene que ver precisamente con el tema central de la Constituyente y de las conclusiones del Tribunal Permanente de los Pueblos: que estamos frente un estado en su conjunto que ha desviado el poder soberano del pueblo confiado en él hacia intereses particulares, a través de instituciones—no individuos—cuyas principal motivo es la permanencia, enriquecimiento y control por parte de la clase política en el poder y sus aliados internacionales.

 

Sin duda, Ayotzinapa muestra la complicidad que existe entre fuerzas del estado y el crimen organizado, pero va más allá de la complicidad. El crimen organizado es funcional a un estado usurpador y, evidentemente viceversa. No son alianzas ocasionales entre políticos corruptos y carteles in lugares específicos, sino un problema estructural.

 

En este contexto, la violencia no es resultado de los malos contra los buenos, y unos malos que se infiltraron entre los buenos. Es una política de estado para sembrar terror en la población, específicamente ciertos sectores de la oposición, con el fin de someterla. Este es el propósito del crimen de Ayotzinapa, si no ¿cómo se explica la tortura de Julio Cesar?

 

Y es el propósito también de la guerra contra el narco, el escenario de la violencia desatada en el país, esta alianza entre la clase política EE.UU. y la mexicana, forjada bajo el pretexto de la lucha contra el narcotráfico. La guerra ha sido el vehículo para la militarización del país en contra de la sociedad, y sobre todo en contra de la juventud que protesta frente la venta de su futuro. Sirve para una nueva y agresiva ofensiva para repartir los recursos nacionales, como son el petróleo, la minería, el agua y la droga prohibida, entre poderosos actores transnacionales, entre ellos los políticos.

 

Las reformas estructurales—la privatización del petróleo, de la educación y de la salud—forman parte de la agenda de EE.UU. desde los inicios del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Pero las reformas siempre han encontrado las resistencias del pueblo y requieren de la imposición por encima de sus intereses y la soberanía. Por eso la guerra contra las drogas, perdida desde el primer día, es un éxito para ellos. Con el ejército en las comunidades, las oposiciones al plan neocolonial están—estamos– en la mira.

 

Ayotzinapa también nos enseña que la impunidad no es solo otro problema entre los muchos que enfrenta el país. La impunidad es el mecanismo que permite la dominación por parte de los poderosos, casi sin contrapesos, y que permite el funcionamiento de un estado autoritario que se viste de democracia. El informe de Tlachinollan señala “el carácter sistémico de la impunidad en México” y señala que “el sistema de justicia es inefectivo para que los poderosos que cometen abusos sean investigados y sancionados”. A la luz de Ayotzinapa, hay que ver las supuestas fallas del sistema de justicia en sus justas dimensiones—no como fallas, sino como un sistema funcional al poder.

 

Otra vez, este cambio de marco tiene implicaciones mayores. Los millones de dólares que invierte el gobierno estadounidense en el sistema de justicia ¿para qué sirven si el problema claramente no es técnico sino político, si no hay voluntad política para crear que haya justicia? Como hay que confiar en las gestiones frente a las autoridades? ¿Qué hacemos con la revictimización y la criminalización de los y las luchadores sociales y las personas que buscan justicia?

 

Este es un cambio de marco de análisis mayor. Antes de Ayotzinapa se hablaba de vacíos de poder, como zonas en donde el estado había perdido el control al crimen organizado. En este esquema, la respuesta sería lógicamente la recuperación de territorio y de control por parte del estado. Esta es la imagen de la guerra contra el narcotráfico que vendió Felipe Calderón, junto con sus socios en el gobierno Estados Unidos, cuando lanzó la ofensiva del estado.

 

Bajo la tesis de que son las fuerzas del orden contra el crimen y que los múltiples casos de corrupción y complicidad son “unos malos”, el estado se deslinde de los actos del crimen organizado y se erige como el protector del pueblo. Sigue con la simulación de justicia que ha caracterizado el PRI desde sus orígenes. Sigue militarizando el país en nombre de una guerra que no tiene la más mínima intención de ganar, pero que le sirve a sus intereses de control poblacional y territorial. Sigue una estrategia de callejón cerrado, apoyada por el gobierno de los Estados Unidos, de revisar policías individuales en el afán de purgar y capacitar en derechos humanos a las mismas fuerzas de seguridad que son los principales violadores de los derechos del pueblo.

 

Ayotzinapa no solo rompió el mito de estado contra el crimen, sino cambió la manera en la sociedad entiende otros crímenes de estado. Ahora nadie cree que la ejecución de 22 jóvenes por el ejército el 30 de junio en Tlatlaya, Estado de México fue un acto de sólo 5 soldados actuando contra órdenes. Nadie puede creer tampoco que los otros miles de ejecuciones extrajudiciales fueron casos aislados. Nadie puede creer que los 26,000 mil—o más—desapariciones en el país, por lo menos la mitad de ellos identificados por organismos de derechos humanos como desapariciones forzadas con participación del estado—son casualidad o daños colaterales del infernal guerra contra el narco lanzado por los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Ahora se reconoce como una estrategia que tiende a incrementar, y una vergüenza nacional que demuestra un estado corrupto e incapaz de garantizar ni el derecho a la vida.

 

Nadie puede creer que con cursos en derechos humanos para policías, y capacitación para las reformas a juicios orales y otros programas de los gobiernos de EEUU y Peña Nieto se va a conseguir justicia en este país. 

 

Los informes de organizaciones locales, nacionales e internacionales sobre las ejecuciones extrajudiciales, tortura, abuso sexual y otras violaciones de los derechos humanos por las fuerzas de seguridad, dan cuenta de un país en donde no es que haya individuos cooptados, sino que el sistema se ha configurado para proteger los intereses de los grandes negocios, incluyendo el de los narcos, contra los anhelos de justicia y paz de la población.

 

En este contexto, lo que llamamos “poderes fácticos” o “poderes en la sombra” tiene otro significativo también, como una estructura paralela e imbricada de poder. La actuación del gobierno en el caso de Ayotzinapa y muchos otros revela que no se trata de meros pactos entre los poderes establecidos y el crimen, sino que el gobierno y sus instituciones y agentes se convierten en un poder en la sombra por medio de sus acciones por fuera de las leyes y de los mandatos institucionales y constitucionales. Los poderes en la sombra financian campañas políticas, pero también ponen sus candidatos; compran procesos, pero también participan conjuntamente en procesos electorales, donde lo que menos cuenta es la voluntad del pueblo. En muchos casos, deciden quién vive y quién muere, quién sube y quién cae.

 

Este proceso es parte de lo que el jurado internacional del Tribunal Permanente de los Pueblos llama “desviación de poder”. Tiene muchas expresiones—el informe de Tlachinollan habla de “usurpación por partidocracia” y el TPP analiza el fenómeno en por lo menos ocho ejes distintos. En este contexto, hay que ver las supuestas fallas del sistema de justicia en sus justas dimensiones—no son fallas, es un sistema funcional al poder, o como dice el informe de Tlachinollan, “El sistema de justicia es inefectivo para que los poderosos que cometen abusos sean investigados y sancionados”.

 

Visto así, ¿para qué sirven los millones de dólares que invierte el gobierno estadounidense en el sistema de justicia si el problema no es técnico sino político, si no existe la voluntad política para lograr justicia? En lugar de mejoras se produce una tendencia marcada hacia la criminalización de los y las luchadores sociales que les enfrentan con la verdad.

 

Sirve para continuar con el modelo militarizado, y también para distraernos de la crítica al fondo: el estado mexicano bajo el gobierno de Enrique Peña Nieto—y desde antes– es un estado criminal que protege sus intereses a través de la impunidad. Una impunidad ropada en simulación, es decir, en donde el 98% de los crímenes no se castigan.

 

Todo esto nos pone frente un gran dilema, que el crimen de Ayotzinapa reveló en todas sus dimensiones: Si es la naturaleza del estado—de este estado, corrupto, con desviación de poderes hacia intereses particulares nacionales e internacionales (e incluyendo de manera importante el crimen organizado)—como ciudadanos y ciudadanas, ¿a quién apelas?

 

En este grave contexto, la respuesta no puede ser otra que la organización de base y la refundación del estado por el pueblo.

 

La organización social frente al estado criminal

 

Algunas lecciones preliminares de Ayotzinapa:

 

  1. 1. La necesidad de la organización autónoma entre múltiples sectores. La participación activa e incansable de las familias y sus representantes, movimientos solidarios y ONG a nivel nacional e internacional son indispensables y han sido una gran lección del movimiento en apoyo a los estudiantes de Ayotzinapa.
  1. El papel de la participación de instituciones independientes de capacidad y prestigio internacional que ayudan en la investigación, visibilización, acceso a la justicia y organización del caso, como son el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), CIDH, el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Involuntarias Forzadas de la ONU.
  1. La historia cuenta. La impunidad se construye sobre impunidad. Como dice el informe Tlachinollan: “Esas concepciones generan un marco que reedita las graves violaciones a los derechos humanos en nuestro estado, que justifica la impunidad, la pobreza y marginación, la prepotencia de las autoridades y la clase política que hoy nos tiene al borde del precipicio.”
  1. Ayotzinapa revela un problema estructural que no puede resolverse sin medidas profundas. La Constituyente es un proceso necesario para ir hacia la refundación del estado que ha desviado el poder, y crea un espacio social para construir una visión integral de las fuerzas en contra y del país que queremos.

 

Si la violencia y la impunidad son instrumentos útiles a un gobierno criminal, si esto es funcional al gobierno de Enrique Peña Nieto, la única manera para que se vuelva disfuncional, intolerable, inaceptable en un país democrático y soberano es cuando los y las ciudadanos se unan y se organizan a rechazar la situación. Ayotzinapa fue un paso importante de rechazo colectivo a la violencia y abre la puerta a la construcción de una sociedad que exige justicia, que demanda la verdad y que nunca olvida.

2 octubre 2015

 

- Laura Carlsen es directora del Programa de las Américas www.cipamericas.org/es en la Ciudad de México.

Presentación de la autora en el Juicio ciudadano a la usurpación del poder y el terror de Estado en México, Museo de la Ciudad de México, 31 de agosto de 2015 del Constituyente Ciudadana-Popular.

 

Fuente: Americas Program http://www.cipamericas.org/es/archives/16749

 

https://www.alainet.org/es/articulo/173097
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