Las relaciones de Brasil con el FMI

13/10/2003
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Una oportunidad para comprender mejor el "enigma" del gobierno Lula la tendremos al observar como serán reformuladas las relaciones de Brasil con el Fondo Monetario Internacional (FMI). El acuerdo vigente, suscrito durante la gestión de Fernando Henrique Cardoso termina en noviembre. Razonando por los extremos, podríamos no renegociar nada, poniendo fin a un período de cinco años de monitoreo continuo de la economía brasileña por el Fondo, o aceptar un nuevo acuerdo con bases semejantes al anterior. Entre esas dos posibilidades, sin embargo, hay un amplio abanico de opciones intermedias que en este momento parecen ser más probables. El FMI dice que Brasil no necesita un nuevo acuerdo, pero señala que oirá con buena voluntad cualquier propuesta de nuestro gobierno. Nuestras principales autoridades, a su vez, inclusive Lula y Antônio Palocci (Ministro de Hacienda), confirman que las condiciones actuales son favorables para Brasil, que, también según ellos, no necesita más del dinero del Fondo. Incluso así, agregan, sólo a fines de octubre, de manera pragmática y no ideológica, decidirán que hacer. "Pasé parte de mi vida gritando 'no al FMI'", dijo Lula. "Ahora sé que no se trata de ningún fantasma. Negociaremos un nuevo acuerdo sí eso fuera del interés de Brasil". Trataremos de comprender las raíces de esa aparente indefinición de ambas partes. Trabajaremos en torno a cuatro aspectos: a) el cambio del papel del FMI en los últimos veinte años; b) el modelo patrón de los acuerdos con el Fondo; c) la nueva fase de las relaciones entre Brasil y el Fondo; d) las propuestas ya divulgadas para una nueva negociación. El cambio del papel del Fondo El FMI es una creación de la Conferencia de Bretton Woods, realizada al fin de la Segunda Guerra Mundial. El sistema monetario creado ahí previó que el dólar sería la moneda de referencia internacional, con Estados Unidos garantizando su convertibilidad en oro, a una tasa fija. Entre el dólar y las demás monedas nacionales habría un sistema de tasas de cambio también fijas (ajustables según ciertos criterios). En este contexto, cabría al FMI abrir líneas de crédito de corto plazo para países que experimentasen desequilibrios externos (comerciales y de servicios), a fin de posibilitar que ajusten sus balances de pagos con un perjuicio mínimo a los flujos internacionales de comercio. Ese arreglo se derrumbó al inicio de la década de 1970, cuando Estados Unidos decidió retirarse del tratado, anunciando el fin de la convertibilidad dólar-oro (tal decisión representó una moratoria de la reserva estadounidense de oro). Constituyéndose desde entonces un nuevo patrón monetario internacional, hoy en plena vigencia, también centrado en el dólar, pero con monedas sin lastre y tasas de cambio permanentemente fluctuantes. En este nuevo contexto, en teoría, habiendo desequilibrios en las relaciones comerciales y de servicios de un país con los demás, la tasa de cambio se valoriza o se desvaloriza automáticamente, promoviendo ajustes sin la intervención del FMI. Las funciones originales, para las cuales fue creado el Fondo, prácticamente perdieron sentido. Después de un período de incertidumbre sobre los destinos de la institución, se inició una redefinición de su papel, siempre bajo la dirección de Estados Unidos, que detenta la mayoría de las cuotas. En las décadas de 1980 y 1990, el Fondo pasó a ser utilizado para promover las llamadas "reformas estructurales" en las economías periféricas, reformas asociadas a la construcción de un nuevo orden neoliberal. En febrero de 1998, Lawrence Summers, secretario del Tesoro de Estados Unidos, fue claro al respecto, cuando caracterizó al FMI como "el más importante instrumento multilateral disponible para realizar reformas condicionadas en los países emergentes". Este punto precisa ser destacado: por sus estatutos, el FMI existe tan sólo para proporcionar líneas de crédito de corto plazo a países con dificultades momentáneas en sus cuentas externas, a fin de que ellos puedan superar esos desequilibrios momentáneos. A partir de la década de 1980, sin embargo - actuando al margen de esos estatutos, que no fueron alterados -, la institución pasó a ser el "instrumento multilateral" usado por el gobierno estadounidense para promover reformar neoliberales (o "reformas condicionadas") en las instituciones económicas, sociales y políticas de los países periféricos (o "emergentes"), en el contexto de construcción del nuevo orden internacional. En lugar de lidiar con problemas localizados de liquidez, el FMI comenzó a promover reajustes internos, profundos y duraderos, en esos países. Pasó a interferir seriamente en la reorganización de las economías (apertura comercial y financiera, por ejemplo) y de las sociedades (reformas en los sistemas de seguridad y laborales, por ejemplo), exigiendo medidas que escapan completamente a su esfera de competencia original. El proceso fue concebido para auto-alimentarse: mayores grados de liberalización de las economías periféricas, especialmente en los terrenos comercial y financiero, convierten a esas economías más vulnerables a los movimientos internacionales del capital. Con la apertura de la cuenta de capital - una de las "reformas condicionadas" a las que Lawrence Summers se refería -, el capital financiero pasa a tener un poder avasallador sobre los Estados nacionales, especialmente los de la periferia, pues los movimientos de ese capital, ahora liberados, colocan la tasa de cambio donde él desee, amenazando así desorganizar las economías locales. Éstas se tornan crecientemente dependientes del FMI, no sólo por la posibilidad de tener acceso a sus recursos (a cambios de condicionalidades), sino también porque el aval del Fondo pasa a ser la principal referencia para orientar aquellos movimientos del capital financiero. Así, una vez iniciadas, las reformas liberales exigen nuevas rondas de reformas complementarias, siempre en la misma dirección, presentadas ahora como inevitables. A partir de cierto punto, "no hay más alternativas", como Margareth Tatcher gustaba decir. Los países capturados por esa dinámica, como Brasil, terminan por encajarse perfectamente, de forma subordinada, en el nuevo orden mundial deseado por Estados Unidos. El modelo patrón de los acuerdos En el terreno estrictamente macroeconómico, la relación del FMI con los países periféricos incluye tres puntos innegociables: a) metas de superávit primario, incluso a costa de restringir gastos sociales imprescindibles, para asegurar la transferencia de recursos de la sociedad (vía recaudación de impuestos) a los acreedores (vía pago del servicio de las deudas); b) políticas monetarias contractivas, orientadas a reducir el consumo y la inversión interna (y, con ellos, las importaciones) y forzar a las empresas a realizar políticas de exportación más agresivas, a fin de generar los dólares necesarios para la solvencia externa; c) plena libertad al movimiento de capitales, para que la transferencia de esos recursos al exterior no enfrente obstáculos. Esas políticas forman el "núcleo duro" de las condicionalidades macroeconómicas impuestas por el FMI. Éste fue preservado incluso en el reciente acuerdo con Argentina. (El gobierno Kirchner logró oponerse al aumento del superávit primario y otras exigencias repugnantes, que no hacen parte de ese "núcleo duro", como indemnizar bancos extranjeros por perjuicios causados por la ruptura de la paridad peso-dólar y aumentar el precio de servicios públicos prestados por empresas extranjeras que participaron de los programas de privatización). La nueva fase de las relaciones entre Brasil y el Fondo Respecto al acuerdo con el FMI, las preguntas son casi obvias. Si esta de lado la hipótesis de una crisis que pueda conducir a una moratoria de pagos externos, ¿por qué todavía se discute la renovación del acuerdo? ¿Por qué esta cuestión no es simplemente superada, con Brasil retornando a una situación normal, sin tutela? ¿Por qué, en ese debate, ambas partes se comportan con tanta ambigüedad? Aunque menos obvias, las respuestas son claras. Las relaciones entre Brasil y el Fondo están transitando hacia un nuevo estadio, aún en vía de consolidación. Lo que caracteriza esta nueva etapa es lo siguiente: las condicionalidades tradicionales, impuestas por el Fondo, ya fueron completamente incorporadas, expresándose ahora en leyes brasileñas y coincidiendo con opciones internas de política económica. Sino, veamos: a) el superávit primario, que era de 3.75% del PIB en el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, fue aumentado por Lula al 4.25%, mientras los gastos sociales, que correspondían al 2.59% del PIB, fueron reducidos al 2.45%; esas decisiones no dependen más de negociaciones con el Fondo, pues fueron incorporadas a la Ley de Directrices Presupuestarias (LDP) que está en vigor hasta 2006; b) como mostraremos más adelante, la adopción de políticas monetarias contractivas es una secuela natural del régimen de metas de inflación, considerado como parte esencial del modelo macroeconómico adoptado por nuestro gobierno; c) la movilidad plena de capitales está asegura por la autonomía de hecho del Banco Central, dirigido por Henrique Meirelles, un hombre de confianza del sistema financiero internacional; el gobierno Lula ha anunciado que quiere transformar en ley esa autonomía, a fin de convertirla en permanente. Así, ya no son más necesarias presiones de afuera hacia adentro. El programa de ajuste estructural del FMI pasó a ser una cosa nuestra. Por eso la relación adquiere ahora una cualidad nueva, que ambas partes comienzan a construir, a tanteos. De ahí la ambigüedad que constatamos. El FMI dice que nuevas negociaciones no son necesarias, por lo menos en los términos tradicionales, pero acepta prestar más dinero para mantener el modelo en pie. El gobierno brasileño, a su vez, hace el siguiente raciocinio: si la política de rigor fiscal y monetario se mantendrá de cualquier forma, ¿por qué no contar con el aporte de recursos del Fondo, aunque innecesarios, y ofrecer así mayor margen de seguridad a los acreedores externos? O sea, si pagaremos de cualquier forma los costos de la política del FMI, pues ya incorporamos esa decisión, ¿por qué no debemos buscar la prebenda de sus recursos? De los tres puntos anteriormente anotados, tan sólo el segundo -la permanencia de políticas monetarias contractivas- exige algún comentario, pues los demás se explican por sí solos. Vamos a él. En el modelo actual de gestión macroeconómica, el Banco Central asume con el gobierno el compromiso de afectar determinada meta de inflación. Ésta pasa a ser su atribución única y exclusiva. Esto quiere decir que la inflación es considerada un fenómeno exclusivamente monetario, aspecto esencial de la teoría económica ortodoxa. Cualquier inflación -sea de demanda, inercial o de costos- pasa a ser tratada con dosis equinas de intereses, prácticamente el único instrumento disponible en el arsenal de medidas del Banco Central, incluso cuando esas dosis no obtienen casi ningún efecto sobre la propia inflación (como en el caso de los precios administrados) o presentan efectos colaterales muy serios sobre la sociedad como un todo. Comprometido apenas con metas de inflación, el Banco Central se inhibe de tomar en cuenta problemas de crecimiento y empleo. Cualquier rebrote de la inflación o cualquier posibilidad de crisis cambiaria produce un nuevo aumento en las tasas de interés, lo que, a su vez, exige metas mayores del superávit primario. Garantizándose, adicionalmente, elevado superávit comercial y cambio fluctuante, se minimiza los riesgos de crisis en las cuentas externas, al costo de mantener accionados los mecanismos que reproducen recesión. La política monetaria pasa s ser manejada sin ninguna consideración de los indicadores de la economía real y de la crisis financiera. Adquiere, por su lógica interna, el fuerte sesgo contractivo que el FMI siempre recomendó, pues la tasa de crecimiento del PIB pasa a ser una variable de ajuste. Las demás instituciones del Estado -responsables, por ejemplo, de las políticas industriales, científicas y tecnológicas, o de políticas sociales fuertemente multiplicadoras de renta y empleo, como habitación y salubridad- precisan adaptarse a un ambiente macroeconómico enemigo del gasto público y del crecimiento. Por eso, las previsiones siempre se muestran optimistas, y el crecimiento es siempre postergado para el año que viene. El crecimiento de 2003, por ejemplo, debería ser del 5%, según las previsiones de la LDP de 2001; del 4.5%, según la LDP de 2002; del 4%, según la LDP de 2003; del 3.5%, según la LDP de 2004, hecha ya durante el gobierno Lula. Hoy se espera una tasa del 0.5%, considera "muy buena" -?pues encima de cero!- por el inefable ministro Palocci. (Como la población crece cerca del 1.5% al año, la sociedad se empobrece siempre cuando la capacidad productiva crece por debajo de esta tasa). Los riesgos políticos de esa trayectoria son evidentes, pues con el tiempo la sociedad se cansa y pasa a exigir mayor atención a sus problemas sociales. Fernando Henrique Cardoso que lo diga. Por eso Lula se tornó insustituible, al conquistar la confianza del sistema financiero internacional, aceptando su agenda, y al presentarse como el político más capaz de evitar -o, por lo menos, postergar- una crisis social interna de consecuencias impredecibles. Eso está siendo crecientemente reconocido por los conservadores. "Brasil continuará siendo utilizado por el FMI como su mejor modelo actual de éxito y, si fuere necesario, la entidad no dejará de aportar recursos para mantener esa situación", decía el editorial de periódico Valor Económico el 15 de setiembre. El mismo día, O Estado de S. Paulo escribía: "No hace diferencia alguna colocar 'metas sociales' en el nuevo acuerdo. ¿Por qué, entonces, el gobierno Lula piensa en incluirlas y el FMI, en aceptarlas? Marketing de dos lados. El gobierno Lula podría presentar el programa como un 'acuerdo del PT'. Y el FMI, siempre acusado de dejar a sus clientes en la miseria, podría exhibir al mundo su nueva cara social. (...) El FMI es capaz de mandar a colocar una estatua de Lula en el inmenso zaguán central de su sede, en Washington". Es importante entender que la prensa conservadora tiene toda la razón, al punto de expresarse con tanta desfachatez y crudeza. Vamos por partes, analizando por separado las medidas innovadoras que el gobierno viene anunciando como más probables en un eventual nuevo acuerdo con el FMI. Las propuestas ya divulgadas La primera de ellas es un tratamiento más flexible a las inversiones de las empresas estatales, hoy consideradas como gastos (con excepción de Petrobras) y, como tal, sujetas a medidas de compensación general. En la absurda regla actual, si Electrobras tiene un lucro de R$ 1 millardo de reales y lo reinvierte, modernizando y expandiendo el sector eléctrico, eso es considerado como fuente de déficit, si guarda esos recursos en el Tesoro y los congela, dejando al sistema eléctrico sin inversiones nuevas, ayuda a alcanzar la meta de superávit primario, necesario para pagar los intereses de la deuda interna. Nuestras autoridades amagan con una nueva renegociación de ese tipo. No obstante, como vimos, el gobierno Lula, por su propia iniciativa, sin que el FMI lo exigiera, aumentó la meta de superávit primario al 4.25% del PIB e inscribió esa meta en la Ley de Directrices Presupuestarias en vigencia hasta 2006. Si el FMI acepta retirar la contribución de las empresas estatales para la formación de ese superávit, al gobierno le quedará dos caminos: elevar impuestos (lo que parece políticamente inviable) o recortar más recursos de otras áreas para cubrir la diferencia. El resultado líquido, desde el punto de vista de los gastos públicos, será nulo. Un segundo punto que ha sido sugerido es el fin de la prohibición - también absurda- de que el BNDES y la Caja Económica financien al sector público. Pero, independientemente de cualquier acuerdo con el FMI, los límites de ese financiamiento ya fueron incorporados en la legislación brasileña, más específicamente en la Ley de Responsabilidad Fiscal, de modo que también en este caso el Fondo puede enfriar la presión de afuera hacia adentro, sin que su política venga a ser sustancialmente alterada. La tercera idea del gobierno Lula es escandalosa: insertar "metas sociales" en el nuevo acuerdo. Pasaríamos a estar forzados, de afuera hacia adentro, por "condicionalidades positivas" en torno a temas completamente extraños a los estatutos del Fondo y que tienen que ver, única y exclusivamente, con la política interna de nuestro país. Ni Fernando Henrique imaginó tamaña demostración de vasallaje: una agencia controlada por el gobierno de Estados Unidos y siempre preocupada con las condiciones de pago a los acreedores internacionales pasaría a orientar y monitorear nuestra política social. De las dos, una: o el FMI apenas refrendaría las metas sociales del gobierno Lula (y, en este caso, la negociación sería una pantomima) o definiría otras metas. Como, habiendo un nuevo acuerdo, le corresponderá al Fondo establecer las metas que afectan las cuestiones externas, éste habrá asumido plenamente el gobierno de Brasil! Con el mismo agravante de la hipótesis anterior: cualquier meta social adoptada sin que se altere el superávit primario implicará recortes de otros gastos -que sólo podrán ser gastos sociales, las únicas que permiten ese manejo-. Así, el gobierno anunciará, con bombos y platillos, nuevas metas sociales que serán financiadas... ?con el recorte de otros gastos sociales! Estamos oscilando, como se ve, entre la tragedia y la farsa. Prosiguiendo con sus recurrentes intentos por desmoralizar a la izquierda, Lula ahora dice que siempre grito "No al FMI" como un jergón ideológico vacío e irracional. Eso es problema de él. De nuestra parte, continuamos diciendo el mismo "no", pero sabiendo exactamente lo que decimos. Como siempre supimos. * César Benjamin es economista, integrante de la coordinación nacional del Movimiento Consulta Popular de Brasil. * Rômulo Tavares Ribeiro es economista. El presente texto fue elaborado en el marco del Projeto de Análise da Conjuntura Brasileira (www.outrobrasil.net), cuya versión en español es traducción libre de ALAI.
https://www.alainet.org/es/active/5458
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