Los gobiernos del Partido de los Trabajadores: legado y futuro

23/03/2018
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Ante todo, es preciso tener en cuenta en este análisis que, en Brasil, el aparato del Estado nacional siempre fue fuertemente controlado por los intereses privados de los estratos económicos dominantes. Su carácter patrimonialista, presente desde su formación, fue reproducido por nuestro capitalismo tardío, incluso a lo largo de la historia brasileña reciente. Se trata, en esencia, de un Estado «privatizado», muy permeable a las presiones del capital, pero aún resistente a la incorporación de las reivindicaciones de los sectores populares en sus políticas y en su proceso de toma de decisiones. Con alarmante frecuencia, los movimientos sociales organizados fueron, incluso en el período de redemocratización brasileña, criminalizados, obedeciendo a la lógica represiva de la República Vieja (de principios del siglo XX) de tratar la cuestión social como «asunto policíaco», situación que ahora se repite con el reciente golpe de Estado.

 

Esas limitaciones y características del sistema político brasileño también se extienden, en alguna medida, a los partidos políticos. De hecho, las agrupaciones políticas brasileñas fueron formadas, en su mayoría, «de arriba hacia abajo» y tienen un bajo grado de inserción orgánica en la sociedad, al igual que un reducido nivel de definición política e ideológica. Se trata, en realidad, de grupos políticos formados para atender, de forma muchas veces inmediatista y segmentada, a intereses específicos de personas o grupos de personas. Hay, por lo tanto, un elevado grado de búsqueda de ventajas personales a través de la política —el llamado «fisiologismo»— en el sistema partidario brasileño. En Brasil, los partidos son, en general, estructuras frágiles, con bajo nivel de enraizamiento social, que buscan su inserción en el aparato del Estado para sobrevivir y lograr la representación de sus intereses inmediatos.

 

Tal falta de sedimentación de una estructura partidaria orgánica, bien arraigada en movimientos y clases sociales y con clara identidad política, como la que existe, por ejemplo, en algunos países de Europa, se combina con un Estado que todavía presenta un carácter esencialmente patrimonialista, limitante de la democracia brasileña y de su capacidad de llevar adelante proyectos políticos de largo plazo que den respuesta a los desafíos estratégicos de Brasil.

 

Sin embargo, el PT constituye una notable excepción de esa regla.

 

Al contrario de muchos partidos brasileños, que fueron creados por grupos políticos dominantes cuyos intereses ya estaban incrustados en el aparato del Estado, el Partido de los Trabajadores tiene su origen en la lucha específica de la clase obrera por mejores condiciones de vida y en la lucha más amplia de resistencia a la dictadura y por la redemocratización de Brasil, que reunió a diferentes organizaciones políticas y militantes de movimientos sociales, sectores populares de la iglesia y exponentes de la intelectualidad.

 

En los años setenta del siglo pasado, Brasil vivía una dictadura militar que ejercía un control férreo sobre toda la vida del país. Las fuerzas progresistas que habían apoyado el último gobierno civil de João Goulart (1961-1964) y sus reformas básicas, como la Reforma Agraria, por ejemplo, estaban desarticuladas, en virtud de la dura persecución política ejercida contra ellas. Las organizaciones de izquierda que se habían adherido a la lucha armada, en la cual participó, siendo muy joven, la presidenta Dilma Rousseff, habían sido diezmadas mediante la utilización de métodos que incluían la tortura sistemática, el asesinato y la «desaparición», los cuales también se aplicaban a los militantes de las organizaciones que habían optado por la lucha de masas como estrategia de resistencia pacífica al régimen.

 

La implacable censura previa se extendía a todos los órganos de prensa y a todas las manifestaciones culturales. Los derechos políticos y civiles estaban suspendidos. Más de dos mil sindicatos de trabajadores habían sufrido intervenciones y sus líderes habían sido sustituidos por burócratas cooptados por el régimen militar, llamados popularmente «pelegos». Además, las legítimas reivindicaciones económicas y políticas de la población eran duramente reprimidas y no disponían de canales adecuados para expresarse.

 

En el campo político-institucional, había solamente dos partidos. El partido de Alianza Renovadora Nacional (ARENA), soporte político de la dictadura, y un partido de oposición legal consentida, el Movimiento Democrático Brasileiro (MDB), más tarde denominado Partido del Movimiento Democrático Brasileiro (PMDB), que, en aquellas duras circunstancias, se constituyó en un gran frente político. Ese frente, aunque marcado por profundas contradicciones y ambigüedades, dio su contribución a la redemocratización del país. Los límites de esa oposición consentida eran, sin embargo, bastante evidentes.

 

Ya en la segunda mitad de la década de 1970, empero, en el contexto del impacto de la crisis económica internacional desatada por el «choque del petróleo», que comenzó a minar la base social y política de la dictadura, el movimiento estudiantil brasileño inicia sus primeras protestas contra la intervención de la dictadura en las universidades y por la democratización del país.

 

Casi simultáneamente, el movimiento obrero concentrado en el llamado ABC paulista, formado por municipios del gran São Paulo que albergan la industria más competitiva y moderna del país, empieza a perforar el bloqueo represivo de la dictadura militar y a articular las primeras grandes huelgas operadas ocurridas en aquel período. Esas huelgas, aunque estaban enfocadas en típicas reivindicaciones económicas, como aumentos salariales y mejores condiciones de trabajo, también tenían un evidente sello político, pues cuestionaban al régimen militar y su carácter represivo y apuntaban a la necesidad de redemocratización del país. En concreto, los trabajadores desafiaban la Ley Antihuelga de la dictadura y levantaban la bandera de la libertad de organización.

 

En ese contexto emerge el gran liderazgo de Luiz Inácio Lula da Silva. Ese líder sindical personificaba un nuevo sindicalismo, no solo más combativo y politizado, sino también más independiente en relación con el Estado. Se trataba, en realidad, de un movimiento sindical que cuestionaba la arcaica estructura sindical brasileira, heredada de los años cuarenta del siglo XX y parcialmente inspirada en la experiencia del Estado fascista italiano, que usaba a los sindicatos remolcados por el poder como instrumentos de cooptación política.

 

Ese nuevo sindicalismo, que más tarde desembocaría en la estructuración de la Central Única de los Trabajadores (CUT), tuvo éxito en sus campañas y en la articulación de los intereses de los trabajadores brasileños, principalmente los que estaban vinculados a los sectores más modernos y competitivos de la economía, pero también a los trabajadores del campo, los servidores públicos, los docentes, los trabajadores del transporte y la construcción civil, entre otros. En poco tiempo, Lula y sus compañeros comenzaron a atraer la atención de varias organizaciones políticas de izquierda comprometidas con la lucha contra la dictadura.

 

Se produjo así una confluencia de intereses entre ese nuevo sindicalismo y algunas organizaciones políticas de izquierda que actuaban en la semiclandestinidad para resistir a la dictadura y, de manera destacada, representantes de movimientos sociales, miembros de pastorales de la Iglesia Católica y de las Comunidades Eclesiales de Base inspiradas en la Teología de la Liberación, intelectuales y líderes estudiantiles.

 

La convergencia de ese conjunto de fuerzas sindicales, sociales y políticas, que luchaban contra el régimen opresor de entonces y por la democracia, resultó finalmente en la fundación, en 1980, del Partido de los Trabajadores. Sin lugar a dudas, ese fue un acto de extrema osadía: fundar un nuevo partido de izquierda, todavía en plena dictadura militar, para defender los intereses de los trabajadores y luchar por la democratización del país.

 

Muchos analistas consideraron, en el momento, que esa iniciativa inédita y sorprendente representaba una división de las fuerzas de oposición y estaba destinada al fracaso. Sin embargo, con esa iniciativa histórica los fundadores del PT trataban, mediante a la creación de esa nueva fuerza política, de darle a Brasil un partido político diferente, libre de los vicios patrimonialistas del régimen político y partidario brasileño y estrechamente vinculado a los nuevos sindicatos y a los movimientos sociales del país. En suma, se trataba de crear un partido «de abajo hacia arriba», que se nutriese de la praxis concreta de las luchas sindicales y sociales.

 

Esa marca fundamental y originaria del PT produjo algunas características básicas que se mantuvieron con el tiempo.

 

La primera atañe a la pluralidad. En efecto, el PT acogió a distintas organizaciones y tendencias político-ideológicas, que con el tiempo terminaron considerándolo su partido estratégico, al igual que los diversos intereses de sindicatos y movimientos sociales. Inicialmente, ese conjunto de fuerzas tenía como denominador común la lucha contra la dictadura y una plataforma democrática (las elecciones libres y directas, la convocatoria a una asamblea constituyente, el fin de la represión política y de la censura, la libertad de organización de los trabajadores y la reconstrucción del Estado de derecho democrático).

 

Paralelamente, las luchas sindicales y populares y los nuevos movimientos sociales siempre fueron una dimensión fundamental del nuevo proyecto partidario, especialmente en un país que arrastraba uno de los peores patrones de distribución de renta de toda la economía internacional. En un período histórico posterior, el denominador común pasó a ser la resistencia a la implantación del neoliberalismo tardío en Brasil.

 

Esa pluralidad convirtió al PT en un partido de muchos debates, que sedimentaba sus posiciones fundamentales a partir de las discusiones que se daban en sus bases.

 

La segunda característica concierne al compromiso con la democracia y su profundización. De hecho, la amalgama que unió y estructuró al PT fue justamente la lucha contra la dictadura y por la democratización del país. Por ello, el PT se definió, desde el inicio, como un partido socialista y democrático, que buscaba no solo una democracia institucional, sino una democracia sustantiva que asegurase, a todos los ciudadanos, el pleno disfrute de los derechos políticos, sociales y económicos.

 

La centralidad de la democracia en los principios del PT lo diferenció de algunos otros partidos de izquierda brasileños, que tenían, en esa época, una visión instrumentalizada de las instituciones democráticas y de las entidades sindicales. Ese compromiso con la democracia se aplicaba también a la vida interna del partido. Vale destacar que el PT siempre eligió sus cuadros de dirección en elecciones en las que participaba su numerosa y aguerrida militancia política. Hace ya algunos años que esas elecciones son realizadas mediante el voto secreto y universal de todos los afiliados y militantes, siempre con respeto al derecho de tendencia y proporcionalidad de las listas de candidatura en la composición de las direcciones partidarias.

 

La tercera y tal vez la principal característica se relaciona justamente con la profunda vinculación del PT a la praxis de la lucha sindical y de diversos movimientos sociales brasileños. Aunque el PT era un partido de amplias y largas discusiones, dada su pluralidad, era esa praxis la que, en última instancia, dictaba los rumbos del partido. Por eso, el PT nunca tuvo un modelo teórico acabado y definitivo, como otros partidos de izquierda. Las directrices del partido eran elaboradas en un proceso complejo, en el cual la lucha sindical y política de los trabajadores era determinante.

 

Por eso mismo, el Partido de los Trabajadores siempre fue un partido creativo, capaz de generar respuestas innovadoras ante los desafíos tácticos resultantes de distintos escenarios políticos.

 

Esa vinculación profunda y orgánica con sindicatos y movimientos sociales convertía al PT en un rara avis, en el escenario político y partidario brasileño. Representaba un modo diferente de hacer política, muy distante de la práctica a veces «fisiológica» de los grandes partidos brasileños. A lo largo de su trayectoria, el PT combinó la acción institucional con las luchas sociales en las fábricas y en las calles.

 

Sin embargo, esa diferenciación del PT, que estaba más vinculada al modo distinto de hacer política que a posicionamientos ideológicos, hizo al partido resistente al establecimiento de alianzas con otros agrupamientos partidarios importantes. Tal resistencia, aunque fuese justificada, limitaba bastante, de antemano, la capacidad del partido de triunfar en las elecciones o de, llegando eventualmente al poder, tener la capacidad de gobernar.

 

De hecho, la frágil y atomizada estructura partidaria brasileña obliga a los gobernantes del país a practicar lo que se dio en llamar el «presidencialismo de coalición», una composición de fuerzas multipartidaria que asegura, en el Congreso, la mayoría necesaria para dar sustentación política y legislativa al Poder Ejecutivo. Con frecuencia, esas alianzas de ocasión eran concretizadas sobre la base de la satisfacción de intereses inmediatistas en la ocupación del aparato del Estado.

 

De todos modos, esa resistencia contribuyó a las tres sucesivas derrotas que el PT sufrió en disputas por la Presidencia de la República, a pesar de ser, ya en aquella época, el principal partido de oposición.

 

No obstante, el colapso del modelo neoliberal en Brasil, que había sido implantado por el presidente Collor de Mello y, especialmente, por el presidente Fernando Henrique Cardoso (FHC), crearon una oportunidad para que el PT finalmente consiguiese aspirar con éxito a la elección al Poder Ejecutivo.

 

El segundo gobierno de Fernando Henrique Cardoso, del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), comienza en 1999 con el colapso del ancla cambiaria y la crisis del Plan Real (el plan de combate a la hiperinflación lanzado en 1994). La moneda se devaluó súbitamente, la inflación se aceleró y la economía se enfrió. Brasil, muy fragilizado y con niveles elevados de endeudamiento, se vio obligado a acudir al FMI, que aplicó al país su conocido y ortodoxo recetario recesivo. Las tasas de interés, que ya eran muy elevadas, se aumentaron aún más, lo que agravó la crisis fiscal y los niveles de endeudamiento. Todo el segundo período de gobierno del PSDB fue, así, de crisis, con recesión o bajo crecimiento, aumento del desempleo y de la informalidad y agravamiento general del cuadro social.

 

Ese escenario negativo fue también agudizado por el llamado «apagón» de 2001. En aquel año, la privatización sin regulación previa y planeamiento, la crónica falta de inversiones en el sector eléctrico, agravada por un período de pocas lluvias, obligaron a todos los consumidores brasileños a cortar su consumo de energía eléctrica en 20%, de un momento a otro, por el serio riesgo de que el país entero se quedase sin energía.

 

Con eso, la popularidad del gobierno de FHC entró en una fuerte e incontenible espiral descendente. En el terreno político, el fracaso evidente de las políticas neoliberales, que habían prometido la modernización y la mejoría de las condiciones de vida de la población, empezó a crear fracturas en el bloque de apoyo al poder, lo que permitía, en principio, la disputa del centro político por parte de una candidatura de oposición.

 

De esta manera, en 2002, el colapso del paradigma neoliberal en Brasil, evidenciado por los bajísimos índices de aprobación del gobierno del Partido de la Social Democracia Brasileña y por el claro deterioro de los índices económicos y sociales, inclusive los relativos a la inflación, creaba una oportunidad histórica única para que el PT, el principal partido de oposición, lograse al fin vencer en las elecciones presidenciales y ofrecer al país una alternativa política viable y transformadora.

 

Para finalmente llegar a la Presidencia de la República, el PT decidió practicar una política de alianzas diferente de las que había empleado hasta entonces, normalmente circunscritas a otros partidos de izquierda. Además del Partido Comunista de Brasil (PCdoB), la candidatura de Lula pasó a disputar el centro político-ideológico, aliándose con el Partido Liberal, hoy Partido de la República (PR), del gran senador y empresario nacionalista José Alencar, que sería el vicepresidente de la República. Esa alianza con un sector representativo del empresariado brasileño permitió una mayor penetración del PT en segmentos más conservadores de la opinión pública nacional, lo que fue importante para la gran victoria del partido en las elecciones presidenciales de 2002.

 

Fue también relevante para esa victoria y para esa atracción de un electorado más amplio la actitud del PT de comprometerse públicamente con la «estabilidad monetaria y económica». Ese compromiso público, manifiesto en la «Carta al Pueblo Brasileño», lanzada en julio de 2002, ayudó a neutralizar la gastada «campaña de miedo» que las candidaturas conservadoras siempre hacían contra el PT y sus aliados, argumentando que, de salir victorioso, Lula ahuyentaría a los inversionistas y a los empresarios y hundiría al país en el caos y la recesión. Es irónico observar, en perspectiva, que, en el gobierno de Lula, el país volvió a crecer y los empresarios de todos los sectores económicos obtuvieron grandes ganancias, en un proceso de construcción de un amplio mercado de consumo de masas, en contraste con lo que había sucedido con los gobiernos conservadores que lo precedieron.

 

«La esperanza venció al miedo» fue el gran lema victorioso de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, que llevó, por primera vez, a un obrero a la Presidencia de Brasil.

 

Posteriormente, Lula y el PT, frente a las vicisitudes del mencionado «presidencialismo de coalición», asumieron la responsabilidad de ampliar su base de sustentación política con otros partidos, para lograr gobernar en un difícil escenario inicial de crisis económica y de extrema fragilidad de la balanza comercial. En su inicio, el gobierno de Lula enfrentó una correlación de fuerzas en el parlamento sumamente desfavorable, sobre todo en el Senado Federal.

 

Cabe destacar, sin embargo, que desde su inicio el gobierno de Lula estuvo muy comprometido con la implantación de sus revolucionarios proyectos sociales, y enfrentó una dura oposición parlamentaria conservadora en el Congreso, que intentaba obstinadamente impedir cualquier cambio significativo de las políticas de cuño neoliberal que habían sido acríticamente sedimentadas en los gobiernos anteriores.

 

Así, el gobierno de Lula, que era minoritario, terminó apoyándose en un amplio espectro partidario, que incluía a los viejos aliados de la izquierda, como el Partido Comunista do Brasil (PCdoB), el Partido Socialista Brasileño (PSB) y el Partido Democrático Laborista (PDT), y los nuevos aliados de centro, especialmente el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), entre otros (aunque con disidencias en su bancada), además del ya mencionado Partido de la República.

 

El programa de gobierno y su realización

 

En la campaña presidencial de 2002 se presentó un programa que sirvió de base para el gobierno de Lula. Tal programa se había ido madurando a lo largo de la historia del PT, de las experiencias exitosas de gobiernos locales y del intenso debate de las campañas presidenciales que ya habíamos disputado. El Instituto Ciudadanía del PT cumplió un papel importante en ese proceso de construcción colectiva, al incorporar a intelectuales y militantes de diversas áreas, con más libertad de elaboración que el partido, y directamente coordinado por Lula. Fue en ese contexto que economistas del PT elaboraron un estudio que, desde mi punto de vista, era la síntesis de lo que vendría a ser el programa del gobierno de Lula. El documento se llamó: «Otro Brasil es Posible».

 

 El aspecto central del patrón de desarrollo propuesto en el documento consistía en la elevación de lo social a la condición de eje estructurador del crecimiento económico, por medio de la constitución de un amplio mercado de consumo de masas, con políticas de ingreso e inclusión social. Ese fortalecimiento del consumo popular y del mercado interno generaría una nueva dinámica para el crecimiento acelerado, además de la escala y la productividad necesarias para la disputa del comercio globalizado, mediante el impulso de las exportaciones y la consolidación de la trayectoria de crecimiento sostenido.

 

El programa de gobierno buscaba articular tres ejes: el social, el democrático y el nacional. Orientado a promover la inserción internacional soberana de Brasil, propugnaba una ruptura con las políticas neoliberales, que ya mostraban un desgaste profundo en toda América Latina. Esa ruptura incluía cambios estructurales en el país. Una parte de esos cambios pretendía deshacer las trampas dejadas por la agenda neoliberal. Otra parte de los cambios estructurales apuntaba a constituir un nuevo patrón de desarrollo, convirtiendo, como ya dijimos, a lo social en eje estructurador del crecimiento económico. Además, el programa proponía la articulación de tres niveles de políticas públicas: la sustentabilidad ambiental; la regionalización de las políticas de gobierno, con vistas a superar las desigualdades regionales y reconstruir sobre nuevas bases el pacto federativo; y, sobre todo, la inclusión social, con la garantía de los derechos humanos y la promoción de la solidaridad en la ciudadanía.

 

Así, el programa de gobierno asumía, en síntesis, el compromiso fundamental de impulsar la constitución de un amplio mercado de consumo de masas, que promoviese la inclusión de millones de brasileños, al universalizar las políticas sociales básicas y resolver el drama histórico de la concentración del ingreso y la riqueza.

 

Sin embargo, la grave fragilidad macroeconómica del país, agravada por la estrategia del miedo impulsada por la candidatura de la continuidad del gobierno del PSDB y las incertidumbres generadas por la eventual victoria de un candidato de perfil popular como Lula, impulsaron un poderoso ataque especulativo financiero contra el real, creciente a lo largo de toda la campaña electoral de 2002. La fuga de capitales aumentaba diariamente, el cambio se devaluaba de forma acelerada, prácticamente no teníamos más reservas cambiarias y la presión inflacionaria amenazaba lo que quedaba de la precaria estabilidad económica. Fue en esa situación y al calor de la campaña que el PT lanzó la «Carta al Pueblo Brasileño».

 

En la «Carta al Pueblo Brasileño», el compromiso con la estabilidad económica era presentado como innegociable y el régimen de metas inflacionarias, el cambio fluctuante, el superávit primario y el respeto a los contratos fueron claramente incorporados al programa de gobierno. Pero Lula dejaba claro que el «equilibrio fiscal no es un fin, sino un medio». Para el PT, solo el crecimiento podría llevar al país a contar con un equilibrio fiscal consistente y duradero. Después de afirmar que la estabilidad y el control de las cuentas públicas y de la inflación eran un patrimonio de todos los brasileños y no un asunto exclusivo de las fuerzas políticas que gobernaban el país en aquel momento, pues habían sido obtenidos con una gran carga de sacrificios de los más necesitados, la Carta sentenciaba:

 

Hay otro camino posible. Es el camino del crecimiento económico con estabilidad y responsabilidad social. Los cambios que sean necesarios se harán democráticamente, dentro de los marcos institucionales. Vamos a ordenar las cuentas públicas y mantenerlas bajo control. Pero, sobre todo, vamos a hacer un Compromiso por la Producción, por el Empleo y por la Justicia Social.

 

En el período histórico de predominio del paradigma neoliberal, la importante victoria contra la hiperinflación obtenida mediante el Plan Real no fue suficiente para revertir la creciente fragilidad del país. En efecto, diversos factores —como la lógica de apertura comercial ingenua, el ancla cambiaria prolongada y la vulnerabilidad de las cuentas externas, las privatizaciones y la obsesión con el Estado Mínimo, los impuestos incompatibles con una economía saludable y la fragilidad de las cuentas públicas, el semiestancamiento económico y el desempleo masivo, la opción por una política externa sumisa y la pasividad ante los elevados niveles de concentración de la renta y exclusión social— imponían un escenario que comprometía definitivamente «el dinamismo del mercado interno y el proceso de construcción de un sistema económico nacional» prolongando y profundizando aquello que Celso Furtado llamó la «Construcción Interrumpida».

 

Sin embargo, la campaña presidencial de Lula, en 2002, aglutinó a las principales fuerzas políticas que opusieron resistencia al neoliberalismo y a la interrupción de la construcción de Brasil. Fue en ese nuevo escenario de aglutinación de las fuerzas de oposición al período neoliberal que consolidamos el compromiso con la reanudación de un nuevo proyecto de desarrollo nacional, el intento de retomar la construcción interrumpida a la que se refería Furtado.

 

¿Hubo algún éxito en ese sentido? Tenemos la seguridad de que sí.

 

En efecto, a partir del gobierno de Lula, y hasta la primera parte del gobierno de Dilma Rousseff, Brasil pasó a combinar, de forma inédita:

 

  • Crecimiento económico sustentado, con una tasa media de expansión del do PIB que fue (durante el gobierno de Lula) casi el doble de la media histórica de las últimas dos décadas, aparte de la rápida reanudación tras la interrupción momentánea del crecimiento causada por la crisis económica y financiera global;

 

  • Estabilidad económica, con una inflación media dentro de los límites establecidos por el sistema de metas e inferior a la del período de gobierno de FHC, contención del déficit público y reducción de la vulnerabilidad extrema de la economía;

 

  • Distribución del ingreso, con los mejores indicadores de los sesenta años de historia del Instituto Brasileño de Geografía y Estadísticas (IBGE), principal instituto brasileño de estadísticas, en los que se destaca la salida de 40 millones de personas de la pobreza, si contamos los dos primeros años del gobierno de Dilma Rousseff;

 

  • Consolidación de la democracia, con respeto íntegro al Estado democrático de derecho, plena libertad de prensa, separación y armonía entre los poderes, creciente transparencia y control social de las instituciones republicanas, y participación social en la elaboración e implantación de las políticas públicas;

 

  • Liderazgo en la agenda ambiental, conquistado por la vanguardia del país en la generación de energías renovables, por la matriz energética relativamente limpia, por la enorme biodiversidad, por la abundancia de recursos naturales estratégicos, como el agua dulce y, sobre todo, por los osados compromisos relativos a la reducción de la deforestación y de las emisiones de los gases de efecto invernadero establecidos recientemente en Copenhague;

 

  • Creciente protagonismo internacional, revelado por la presencia notoria y activa de Brasil en todos los foros mundiales importantes, por la capacidad de articulación de los intereses de los países en desarrollo y por la afirmación activa de los intereses nacionales.

 

Por todo ello, en el plano externo, muchos respetados intelectuales, incluso de revistas conservadoras de economía, venían hablando, hacía algunos años, del «despegue de Brasil» y de la perspectiva del país de convertirse, pronto, en la quinta economía mundial. A decir verdad, el nuevo e inédito lugar histórico que Brasil pasó a ocupar a partir del gobierno de Lula era claramente perceptible en el escenario internacional, aunque todavía fuese cuestionado, en el plano interno, por los sectores más conservadores de la sociedad brasileña.

 

Motivos para tal percepción no faltaban. El gran énfasis del gobierno de Lula, mantenido por el gobierno de Dilma Rousseff, en la atención, en forma masiva, a las poblaciones de bajos ingresos sacó de la pobreza a cerca de 30% de las familias que vivían en esa condición. La pobreza extrema fue prácticamente eliminada y Brasil salió del Mapa del Hambre de la ONU/FAO.

 

El crecimiento económico acelerado generó alrededor de 20 millones de nuevos empleos con registro formal, casi el cuádruple de los empleos formales generados en el período 1990-2002. La masa salarial creció, en términos reales, 30,7%. El Bolsa Familia y los demás programas de transferencia de ingreso protegían, al final de los gobiernos del PT, a 72 millones de personas, más de 1\3 de la población de Brasil. Y las políticas sociales en su conjunto, que tenían consistencia y centralidad, transfirieron a los más pobres R$ 33 mil millones por año, un salto extraordinario que contribuyó decisivamente para una fuerte expansión del mercado interno de consumo de masas. También hubo importantes avances en el esfuerzo de universalización de las políticas sociales básicas, fundamentales para el desarrollo social brasileño. Esa exitosa experiencia brasileña en la reducción de las desigualdades, comprobada por varias investigaciones, sirve hoy de referencia a las Naciones Unidas en la lucha contra la pobreza extrema en otras partes del mundo.

 

 El esfuerzo de recuperación de los mecanismos económicos estatales, particularmente los relativos al apoyo al sector productivo nacional, también tuvo un papel importante en el reciente desarrollo brasileño. Petrobras, ícono de la responsabilidad del Estado en la esfera económica, se afirmó como una de las mayores empresas del sector petrolífero a escala mundial y descubrió los mayores campos de petróleo de la historia del país en la capa pre-sal, proyectando a Brasil como potencia petrolera tardía.

 

La nueva política exterior adoptada a partir del gobierno de Lula contribuyó a aumentar nuestra participación en el comercio mundial y obtener voluminosos superávits comerciales, los cuales fueron fundamentales para la superación de la vulnerabilidad externa de nuestra economía. El país evolucionó de la condición de gran deudor a la de acreedor internacional, con un acumulado de casi US$ 380 mil millones en reservas cambiarias, que desempeñaron un papel decisivo en la crisis financiera internacional desatada en 2008. Nos convertimos también, en claro contraste con el período neoliberal, en acreedores del propio FMI. Además, la nueva política externa fortaleció y amplió el MERCOSUR, sentó las bases de la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), cambiando el nivel de integración de América del Sur, articuló los intereses de los países en desarrollo en los foros internacionales y aumentó extraordinariamente nuestro protagonismo internacional.

 

En el área ambiental, se hicieron avances paradigmáticos. En la ya famosa Conferencia de Copenhague, en 2009, todos reconocieron el protagonismo de Brasil al asumir voluntariamente metas ambiciosas de reducción de las emisiones de carbono, en busca de soluciones para el grave problema del calentamiento global. En efecto, nuestro país salió de una posición defensiva en ese tema y pasó a colocarse en la vanguardia de la lucha ambiental entre los países emergentes. Para eso contribuyó mucho la reducción drástica de la deforestación de la Amazonía y el liderazgo internacional del país en la generación de energía limpia. En la Conferencia Rio+20, Brasil volvió a demostrar su firme compromiso con los grandes temas ambientales y su liderazgo en la promoción de una agenda internacional que efectivamente concilie el equilibrio ambiental y el desarrollo económico y social sostenible.

 

En el segundo gobierno de Lula, después de la consolidación de la estabilidad económica y de los fundamentos macroeconómicos, que sentaron las bases para un crecimiento sostenido, se lanzó el Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC). Este programa, coordinado con mucha competencia por la ministra de la Casa Civil, Dilma Rousseff, representó la reanudación del planeamiento estratégico del Estado, la coordinación y seguimiento de las inversiones públicas, el mejoramiento de la asociación con el sector privado y la implementación de proyectos estructurales con gran impacto regional. Las obras del Programa de Aceleración del Crecimiento, orientadas a la superación de los cuellos de botella logísticos y de infraestructura del desarrollo sostenible, tuvieron una gran relevancia en el impulso de un nuevo patrón de desarrollo. Además de eso, el PAC, junto a otros programas de incentivo a la producción y la innovación, como el Inovar Auto, por ejemplo, buscaban aumentar las tasas de inversiones, complementando, de esa forma, el incremento del consumo generado por la dinamización del mercado de consumo de masas.

 

Téngase en cuenta que todos esos avances se produjeron en un cuadro de reducción de la relación entre la deuda pública y el PIB (de 60% a 34%) y de inflación mantenida bajo un riguroso control, siempre dentro del espacio delimitado por el sistema de metas, no obstante la grave crisis internacional. Es de destacar que la reducción relativa de la deuda pública se obtuvo sin privatización del patrimonio público o la creación de nuevos impuestos. Al contrario, tuvimos una corrección de la tabla de impuesto de la renta, exoneraciones importantes en la crisis y amnistías fiscales.

 

Además, y este es un punto de gran relevancia, la emergencia de las nuevas políticas se dio en el marco de un intento de fortalecimiento de la democracia brasileña. En efecto, la transparencia administrativa y la independencia de los poderes fueron fortalecidas. No hubo debilitamiento de los poderes Legislativo y Judicial, ni se intentó establecer una relación directa entre el mandatario y el pueblo, característica de las democracias monistas y plebiscitarias vigentes en otros regímenes. Tampoco se intentó buscar una extensión del mandato, no obstante la popularidad del presidente Lula, ya al final de su gobierno, de un increíble 80%.

 

 En síntesis, Brasil aumentó su importancia económica en el escenario poscrisis, al contrario de lo que sucedió con las naciones más desarrolladas. Asumió el liderazgo internacional en energía limpia y en la explotación de la biodiversidad, en un momento en que el desafío de construir una economía verde, con bajo índice de carbono, moviliza a todo el planeta. Avanzó en su papel destacado en la producción de alimentos, en una coyuntura internacional que proyecta un déficit creciente entre la oferta y la demanda de productos agrícolas. Reveló su inmenso potencial de exportador de petróleo y derivados, tras el descubrimiento de los grandes campos petrolíferos del pre-sal. Aumentó su protagonismo internacional, gracias a una política externa osada y creativa. Construyó un importante mercado interno de consumo de masas, con la inclusión social de decenas de millones de familias, y consolidó sus instituciones republicanas y el Estado democrático de derecho.

 

La constitución de un conjunto consistente de políticas y programas sociales, construido mediante la creación de un sinnúmero de programas innovadores también destinados a distribuir el ingreso, generar oportunidades y promover la inclusión social (ProUni, ReUni, Economía Solidaria, Luz para Todos, Territorios de la Ciudadanía, Mi Casa Mi Vida, etc.) resultaron en un aumento exponencial de la organicidad, alcance y eficacia de la política social del Estado brasileño.

 

De esta manera, en los gobiernos del PT las políticas de distribución del ingreso y de inclusión social cobran una centralidad antes completamente inexistente. La visión anterior, según la cual los problemas sociales serían resueltos esencialmente por el crecimiento económico y por el mercado de trabajo, complementados marginalmente por políticas de carácter compensatorio y por la inversión aislada en la universalización de la educación, es sustituida por una acción sistemática y enfática en la eliminación del ya referido bloqueo del proceso de habilitación.

 

La transferencia masiva y condicionada de ingresos, el acceso al crédito para el consumo y la producción y a la tierra, la sistemática y sustantiva ampliación del poder de compra del salario mínimo, el acceso facilitado a la vivienda popular, la inversión en servicios públicos destinados a los sectores populares, como Luz para Todos, la ampliación de las oportunidades en el área educativa, además de muchas otras vertientes de la política social, contribuyeron decisivamente a la fuerte dinamización del mercado interno de consumo de masa, verificada en los gobiernos de Lula y Dilma, que jugó un papel decisivo en el apalancamiento de la demanda agregada y en el impulso al crecimiento económico.

 

Esa fuerte dinamización del mercado interno, construida por una amplia y consistente política social, representa una singularidad histórica en el proceso de desarrollo de Brasil. De hecho, a partir del gobierno de Lula, el crecimiento económico está acompañado de un sustantivo, consciente, sistemático y exitoso esfuerzo de redistribución del ingreso, incorporación de los excluidos al mercado de consumo y ampliación de las oportunidades para los segmentos más pobres de la sociedad. En realidad, fue ese gran esfuerzo el que dio forma, sustancia y consistencia al crecimiento económico reciente al que se asistió en aquel período.

 

El pre-sal y la inversión en educación

 

En el contexto de esa nueva era de desarrollo, las inversiones en investigación y desarrollo de Petrobras fueron recompensados de forma extraordinaria por el descubrimiento del pre-sal. Tales hechos indican que esa capa profunda contiene cerca de 176 mil millones de barriles recuperables. Inexorablemente, Brasil se convertirá en potencia petrolera tardía, en un mundo que todavía dependerá del petróleo por mucho tiempo, pues, a pesar de las recientes inversiones en energías alternativas, la matriz energética mundial aún es dependiente de los hidrocarburos en aproximadamente 65%.

 

Es evidente la importancia estratégica de ese gran descubrimiento de petróleo en el subsuelo marino. Este es importante no solo para Brasil, sino también para la economía mundial y, en especial, para los países importadores de petróleo.

 

Ante tal hecho, los gobiernos del PT introdujeron un nuevo marco para las nuevas áreas, con regímenes exploratorios basados en repartos. La diferencia no es banal. Implica una opción estratégica de profundas consecuencias. En el régimen de concesiones, el petróleo, una vez comenzado el proceso de extracción del subsuelo, pasa a pertenecer a la empresa concesionaria. En el régimen de reparto, la Unión mantiene la propiedad de las reservas y del petróleo. En este caso, el Estado tiene una flexibilidad mucho mayor para planear y efectuar las inversiones que considere prioritarias al desarrollo sostenido, así como para establecer el ritmo de la explotación, observados los límites técnicos para ello.

 

El nuevo marco regulatorio establecía también que Petrobras sería la gran operadora del pre-sal, lo que nos permitiría enfrentar los desafíos relativos al aumento de nuestra capacidad de refinación, fundamental para el equilibrio de la balanza comercial brasileña de hidrocarburos, y del proceso de sustitución de importación de equipos destinados a la producción de petróleo, como las caras y sofisticadas plataformas marítimas, así como de las inversiones en gasoductos y en la producción de las áreas del post-sal.

 

Hay que considerar que las inversiones que Petrobras venía haciendo para viabilizar el pre-sal (plataformas, buques, nuevos puertos, gasoductos, etc.) tenían un enorme impacto positivo en la industria nacional, especialmente en la naval, así como en la generación de tecnología de punta en varias áreas.

 

Además de eso, los gobiernos del PT adoptaron la decisión histórica de canalizar 75% de los royalties de esa riqueza para financiar la educación y 25% para hacer frente a los gastos de salud de su población.

 

Los gobiernos de Lula y Dilma hicieron esfuerzos extraordinarios en el sentido de expandir la educación tecnológica y la educación superior. En efecto, el legado de los gobiernos de Lula y Dilma en la educación profesional y tecnológica es impresionante.

 

Mientras el gobierno de FHC terciarizó el sector, pasando a manos de estados, municipios, empresas y organizaciones no gubernamentales la expansión de la oferta de educación profesional e inviabilizando la expansión de la oferta, los gobiernos de Lula y Dilma hicieron en trece años lo que los demás gobiernos no fueron capaces de hacer entre 1909 —cuando se crearon las primeras escuelas técnicas en nuestro país— y 2002.

 

La red federal de educación pública experimentó la mayor expansión de su historia. De 1909 a 2002, fueron construidas tan solo 140 escuelas técnicas en el país. Entre 2003 y 2016, Lula y Dilma concretaron la construcción de más de 500 nuevas unidades, totalizando 644 campus en funcionamiento. Son 38 Institutos Federales presentes en todos los estados, ofreciendo cursos de calificación, educación secundaria integrada, cursos superiores de tecnología y profesorados.

 

Además de la creación y expansión de la Red Federal de Educación Profesional, Científica y Tecnológica, otras iniciativas contribuyeron a la ampliación de la oferta, en especial el Programa Nacional de Acceso a la Educación Técnica y el Empleo (PRONATEC), el mayor programa de educación profesional y técnica de la historia de Brasil.

 

Pero la gran revolución se produjo en la educación superior. A partir de los gobiernos de Lula y Dilma, la universidad dejó de ser un espacio reservado a las élites y pasó a ser ocupada por los hijos e hijas de agricultores, empleadas domésticas y trabajadores de la construcción civil. Los hijos del albañil y la empleada doméstica tuvieron la oportunidad de convertirse en doctores. A partir de 2003, lo que antes era visto como gasto pasó a verse como inversión.

 

Esas características y singularidades del reciente proceso de desarrollo brasileño ocurrido en los gobiernos del PT, aquí expuestas de forma muy sucinta, nos permiten hablar de un proceso de desarrollo que, si bien no representó una total ruptura política con el antiguo sistema de representación y con los presupuestos macroeconómicos del tipo de intereses, cambio y generación de superávits primarios, contribuyó a generar un nuevo país, mucho más justo, igualitario y soberano que el antiguo.

 

Crisis, golpe y retroceso

 

La oposición al gobierno de Dilma no reconoció la victoria legítima de 2014 y pasó a actuar de todas las formas, junto con los medios partidarizados y el gran capital, para desestabilizar el segundo mandato de la presidenta. El propio candidato derrotado prometió, en un discurso en el Parlamento, impedirle a la presidenta gobernar, lo cual de hecho se hizo.

 

Así, enseguida después de las elecciones de 2014, ante la necesidad de alteración de la meta fiscal, la oposición al gobierno de Dilma empezó a hablar de «impeachment» y de crimen de responsabilidad relativo a las cuestiones fiscales. La oposición y los medios hegemónicos utilizaron ese momento para deconstruir todos los resultados de los períodos anteriores, ya sea en términos de crecimiento, de distribución de renta e incluso de sostenibilidad fiscal. Y se inicia un largo período de fuerte inestabilidad política, potenciado en 2015, con la elección de Eduardo Cunha para presidir la Cámara de Diputados. En esa cámara, fueron aprobados los famosos «pautas bomba», que aumentaban el gasto público sin criterio, y rechazadas medidas importantes, que podrían haber aliviado la crisis que se iniciaba.

 

Cabe señalar que los programas económicos, especialmente los llamados ajustes fiscales, necesitan estabilidad política para producir resultados. Ningún programa económico, aunque sea consistente, puede funcionar en un ambiente político de extrema inestabilidad y baja gobernabilidad, como el que vivió la presidenta Dilma en su segundo mandato.

 

Como agravante, a partir de 2014 comienza la llamada Operación Lava Jato, una operación policial y judicial inicialmente dedicada a investigar desvíos en Petrobras a favor de altos funcionarios y proveedores, pero que muy pronto se transformó en una operación político-partidaria, impulsada por la Red Globo de Televisión y todos los medios anti-petistas. Además de criminalizar, ante la opinión pública, al gobierno del PT, la Lava Jato desmanteló las cadenas productivas del sector del petróleo y gas, la industria naval, la construcción pesada y la exportación de servicios, fundamentales para la economía el país.

 

Otro factor de la crisis fue la caída brutal de los precios de las commodities —sobre todo del petróleo y del mineral de hierro—, que redujo la ganancia de las empresas y los depósitos del gobierno, contribuyendo aún más a la depreciación de nuestra moneda. En enero de 2016, los precios de esas commodities correspondían a casi la mitad de los de 2009, y eran hasta cuatro y cinco veces menores que los valores alcanzados en el período de 2011 a 2013.

 

El cambio de la política monetaria de los Estados Unidos también afectó el ambiente económico. Ese cambio acentuó la devaluación cambiaria y afectó las perspectivas de crecimiento de la economía mundial. El hecho de que los Estados Unidos volvieran a elevar las tasas de interés, después de años de tasas bajas, contribuyó de forma decisiva a la devaluación cambiaria, con efectos inflacionarios, y a la desaceleración económica en el corto plazo.

 

Se sumó a eso la desaceleración de la economía china, que pasa por un momento de agotamiento de su patrón de crecimiento, y aún no ha logrado establecer una nueva dinámica. El escenario de tasas superiores a 10% quedó atrás, haciendo cada vez más clara la imposibilidad de que se restablezcan, a corto plazo, las tasas superiores a 7% de crecimiento.

 

Además, Brasil sufrió la mayor sequía de los últimos 80 años. La reducción del régimen de lluvias en el Sudeste y el Nordeste aumentó el costo de la generación de energía eléctrica, debido a la necesidad de mantener interconectadas prácticamente todas las termoeléctricas brasileñas.

 

Frente a la necesidad de reequilibrio fiscal, el gobierno no pudo seguir absorbiendo, a partir de 2015, la mayor parte del costo de la generación de energía eléctrica, como lo venía haciendo. Esto, naturalmente, resultó en un reajuste de las tarifas de energía. Al igual que ocurrió con la modificación de la tasa de cambio, este reajuste generó un efecto restrictivo e inflacionario en el corto plazo.

 

Finalmente, no se puede dejar de hablar de la fuerte contracción fiscal realizada en 2015. El Gobierno Federal, buscando conquistar la gobernabilidad fuertemente amenazada por el cuadro político profundamente deteriorado, realizó, a lo largo de todo el año 2015, una gestión fiscal ortodoxa y de austeridad, al promover la mayor contención de gastos discrecionales (R$ 79.5 mil millones) desde la aprobación de la Ley de Responsabilidad Fiscal.

 

Ante ese escenario, en julio, el gobierno envió la propuesta de cambio de meta al Congreso Nacional, reduciendo el superávit del sector público consolidado de R$ 66.3 mil millones a R$ 8.7 mil millones. En octubre, el gobierno envió otra revisión de esta propuesta, reduciendo aún más la proyección del superávit, debido a la insuficiencia de la reducción, derivada básicamente a los cambios en los parámetros económicos estimados, tanto por el gobierno como por el mercado.

 

Fue ese intento de flexibilizar la meta fiscal, en un escenario de total incapacidad de revertir el resultado fiscal por medio de más recortes, que acabó siendo utilizado como pretexto para el golpe del impeachment.

 

Desde las manifestaciones de junio de 2013, la oposición al PT y sus aliados de la prensa en sectores del Estado y del sistema judicial venían diseminando una campaña de odio al partido y de descalificación de la política. En la contienda electoral de 2014, esa campaña creció de forma organizada en las redes sociales (donde eran demonizados los nordestinos y los pobres) y de manera sistemática en los periódicos, revistas, radio y televisión. Esa campaña de odio fue canalizada contra la presidenta desde el mismo instante en que se confirmó su reelección.

 

De ese modo, extraoficialmente, se inició, en octubre de 2014, la tercera vuelta electoral: una campaña destinada a derribar un proyecto de gobierno popular, que fue capaz de promover una gran transformación social, reconocida internacionalmente como una de las mayores revoluciones sociales pacíficas de las últimas décadas en el mundo.

 

Se cuestionó, de forma inédita y ridícula, un sistema de votación seguro y moderno, elogiado en el mundo entero y motivo de orgullo para Brasil. Más tarde, el PSDB intentó además impedir la asunción de Dilma Rousseff, minutos antes de la ceremonia oficial, sobre la base del cuestionamiento de los gastos de campaña, que ya habían sido aprobados por la Justicia Electoral.

 

La crisis fiscal, que se habría podido enfrentar con apoyo del congreso en su inicio, se convirtió en el terreno de una batalla política y de comunicación. Todas las iniciativas para recuperar las cuentas fueron saboteadas por el Congreso dominado por los golpistas y sus aliados, mientras el PSDB alimentaba la campaña por el impeachment.

 

Una conjugación que incluyó al Tribunal de Cuentas de la Unión, parte del Ministerio Público y hasta jueces de las cortes superiores cambiaron las reglas de análisis de cuentas para acusar a la presidenta Dilma de utilizar fondos del presupuesto de forma ilegal en 2014 y 2015, los llamados «pedaleos fiscales» ignorando que esas mismas prácticas habían sido válidas hasta entonces. Sobre esa base, abogados contratados por el PSDB presentaron en la Cámara un inédito pedido de impeachment sin crimen de responsabilidad.

 

Eduardo Cunha, poderoso presidente de la Cámara de Diputados, fue uno de los artífices del golpe. Usó su influencia para generar un clima de impeachment dentro del Congreso, meses antes de hacer avanzar el proceso de impedimento de Dilma en una mezcla de desesperación y venganza, después que diputados petistas anunciaran su voto contra él en el Consejo de Ética, donde se tramitaba el proceso de suspensión de su cargo.

 

La primera defensa de la presidenta, reunida en más de mil páginas, mostraba que el gobierno no había cometido irregularidades ni violado la Ley de Responsabilidad Fiscal y la Ley Presupuestaria Anual. También demostraba que los «pedaleos» eran prácticas comunes en la administración pública, ejercidas inclusive en gobiernos anteriores. Lo que había cambiado, de forma oportunista, era la interpretación del tribunal.

 

Mientras Eduardo Cunha entretejía acuerdos con la oposición para iniciar un proceso en el momento más oportuno, Michel Temer marchaba de la vicepresidencia a la traición. Primero renunció a la función de coordinador con el Congreso, después publicó una carta con críticas a Dilma, hasta lanzar un programa de gobierno neoliberal y diametralmente opuesto al que había sido aprobado por las urnas.

 

El día 2 de diciembre de 2015, horas después que tres integrantes del PT en el Consejo de Ética votaran a favor de abrir un proceso contra Cunha, el Presidente de la Cámara, usando una prerrogativa exclusiva del cargo, determinó la apertura del proceso de impeachment, dejando claro que se trataba de un acto de venganza.

 

Estimuladas por la televisión, se realizaron marchas a favor del impeachment en fines de semana los meses de marzo y abril. El día 17 de abril de 2016, el mundo asistió, perplejo, a una votación patética donde las señoras y señores diputados federales pro-impeachment explicaban sus votos haciendo dedicatorias a sus familias con motivos de aniversarios, nacimientos, fallecimientos, de contenido moral y de fundamento religioso, incluida una apología a la tortura y una invocación a un torturador.

 

Así, el golpe quedó con un serio problema mundial de imagen. Y le tocó al Senado, en la votación final del impeachment, intentar darle una apariencia de normalidad al golpe, alegando obediencia a los ritos procesales, pero igualmente sin conseguir señalar un crimen de responsabilidad de Dilma Rousseff. El 31 de agosto de 2016, por 61 votos contra 20, el Senado consumó el golpe del impeachment.

 

Un año y medio después de la expulsión definitiva de la presidenta inocente por el Senado, al mando de una pandilla dirigida por Eduardo Cunha y Michel Temer, Brasil está en un proceso acelerado de destrucción en todos los niveles. Nunca se destruyó tanto en tan poco tiempo.

 

Las primeras víctimas fueron la democracia en el sistema representativo. El golpe continuado, que se inició después de las elecciones de 2014, tuvo como primer blanco el voto popular, base de cualquier democracia y fuente de legitimidad del sistema político representativo.

 

Esa fragilidad democrática y el secuestro de la política por el «mercado» permiten la destrucción de todos los legados sociales de Brasil. En efecto, el golpe no busca solo destruir el legado social específico del PT, sino también el legado social de la Constitución Ciudadana, que instituyó el Estado de Bienestar brasileño, y hasta el mismo legado social del laborismo, consagrado en la protección de la Consolidación de las Leyes Laborales (CLT). La Enmienda Constitucional nº 95 impedirá las inversiones públicas en educación, salud y previsión social, haciéndonos retroceder al siglo pasado, en términos de servicios públicos. Combinada con la cruel Reforma Previsional, que inviabilizará las jubilaciones y pensiones de los más pobres, tal enmienda destruirá el Estado de Bienestar creado por la Constitución de 1988 y todo un conjunto de derechos sociales a ella asociados. A su vez, la Reforma Laboral, al «flexibilizar» la protección laboral asegurada en la CLT, nos hace retroceder a los tiempos de la República Vieja, cuando la «cuestión social» era un mero asunto policíaco.

 

Todos los programas sociales relevantes están siendo destruidos o fragilizados por el gobierno no electo: Farmacia Popular, Mi Casa Mi Vida, Más Médicos, Ciencia sin Fronteras, Luz para Todos, Bolsa Familia, etc., ninguno escapa a la tijera criminal del austericidio golpista.

 

Tal destrucción, masiva y persistente, se expresa, entre otros indicadores, en el hecho de que más de un quinto de los hogares de Brasil (15,2 millones) ya no tienen ingresos procedentes del trabajo, formal o informal. Se manifiesta también en el ignominioso retorno de la pobreza y de la desigualdad. Se expresa en el inadmisible regreso de Brasil al Mapa del Hambre.

 

Sin embargo, el mayor daño económico lo sufrieron los mecanismos de que disponíamos para apalancar nuestro desarrollo. Así, Petrobras y su política de contenido local, que había recuperado la industria naval y la construcción civil pesada, ahora son vendidas y desmanteladas. Pozos del pre-sal, del post-sal, refinerías, gasoductos y demás son vendidos a precios de remate y las plataformas y embarcaciones que antes generaban empleos en Brasil ahora generan empleos en Holanda y Singapur. El crédito público, particularmente el del BNDES, que fue fundamental para la superación de la crisis de 2009, ahora es asfixiado por un gobierno que no logra contener sus déficits ocasionados por las constantes caídas de las reservas y de la actividad económica.

 

Con la negativa austericida de retomar las inversiones públicas y con la imposibilidad del retorno de las inversiones privadas nacionales, el golpe recurre a la venta depredadora del patrimonio público al capital internacional y a la destrucción de la soberanía como último recurso para mantenerse e intentar tapar temporalmente sus gigantescos agujeros financieros, cebados por las más altas tasas de interés reales del mundo.

 

Así, el golpe puso a Brasil en venta. Y por precios en rebaja. Además de la cesión de Petrobras y el pre-sal, están en venta las tierras, la Amazonía y sus vastos recursos estratégicos, las riquezas minerales, puertos, aeropuertos, bancos públicos, la estratégica Eletrobras, una de las mayores empresas de electricidad del mundo y hasta la misma Casa de la Moneda, responsable de la fabricación de nuestro dinero. En el fondo, es la vuelta a un Brasil colonial, que se integrará a las «cadenas productivas globales», como mero productor de commodities, sin agregación de valor alguna y sin desarrollar ciencia y la tecnología propias.

 

A ese proceso depredador y miope de desnacionalización de nuestro patrimonio y de nuestra economía, se suma una política externa que, al contrario de la política externa activa y altiva del gobierno anterior, se muestra desvergonzadamente omisa y sumisa. De país cortejado y con amplio protagonismo en todos los foros regionales y globales, con Lula habiéndose convertido en un auténtico líder mundial, nos transformamos en paria de las relaciones internacionales, con Temer siendo ignorado y despreciado donde osa aparecer. De país que afirmaba sus intereses propios en la integración regional, en la geopolítica Sur-Sur y en la articulación de los BRICS, nos convertimos en mero satélite de los intereses de los Estados Unidos y sus aliados.

 

Nunca Brasil descendió tan bajo a los ojos del mundo.

 

A pesar de todo ello, el golpe no destruyó, y no destruirá, el mayor activo de Brasil: el pueblo y su inmensa capacidad de luchar. Es el pueblo brasileño que rechaza claramente al gobierno golpista, reprobado por más del 80% en todas las encuestas. Es el pueblo brasileño que manda su mensaje de esperanza al apoyar la vuelta a la democracia y el Estado de derecho, la restauración de la soberanía nacional, la reconquista de los derechos, y exige elecciones libres y democráticas, con la participación de todas las fuerzas políticas. Es el pueblo brasileño que quiere elegir una vez más elegir a Lula presidente, para que Brasil vuelva a ser un país de oportunidades y de justicia social.

 

El legado del PT y el futuro

 

Brasil creó, pese a todas las limitaciones políticas y económicas, un ciclo interesante, que supo combinar crecimiento con distribución de ingresos, reducción de la pobreza y ampliación de oportunidades. En efecto, en los años de gobierno del PT, bajo la conducción, en un primer momento, de Lula, el primer obrero que gobierna el país, y, en un segundo momento, de Dilma Rousseff, la primera mujer que comanda la nación, Brasil pasó por grandes y profundos cambios, cambios que se mantuvieron incluso con la crisis, hasta la eclosión del golpe de Estado.

 

A contramano de lo que ocurrió y ocurre en muchos países industrializados, Brasil venía pasando por un proceso que combinaba, en una sinergia virtuosa, crecimiento económico, eliminación de la pobreza extrema y rápida reducción de las desigualdades sociales y regionales. Estábamos logrando, en un tiempo histórico muy corto, modificar el perfil estructural de nuestra sociedad y revertir, a pesar de las dificultades creadas por el recrudecimiento de la crisis, el cuadro estagnación que se había instalado en el país desde el inicio de los años ochenta.

 

Se puede argumentar, está claro, que otros países de América Latina y de Asia también pasaron por procesos semejantes de crecimiento económico con reducción de las desigualdades. Sin embargo, la experiencia de Brasil tenía algunas importantes singularidades que merecen ser destacadas.

 

En primer lugar, al contrario de lo ocurrido en algunos otros países de América Latina que también pasaron por períodos recientes de distribución de ingresos y reducción de la pobreza, la experiencia social brasileña se dio en el contexto de una política económica que, aunque divergente de la ortodoxia dogmática, mantuvo el equilibrio macroeconómico, el control férreo de la inflación y el estricto respeto a los contratos. No hubo fáciles concesiones. Eliminamos la pobreza extrema y redujimos nuestras históricas desigualdades sociales disminuyendo, al mismo tiempo de modo sustancial, nuestra deuda interna y las tasas de inflación. Construimos elevados superávits comerciales y acumulamos voluminosas reservas, superando, así, la histórica vulnerabilidad externa de nuestra economía. Esa es una diferencia importante, en un escenario mundial de incertidumbres y de agudos cuestionamientos, que tiende a inhibir las inversiones y la reanudación del crecimiento. Sin embargo, esa es probablemente una característica irrepetible, dadas las actuales características de la economía mundial y de la economía brasileña.

 

En segundo lugar, esa experiencia se desarrollaba en el contexto de un continuo perfeccionamiento de nuestra joven democracia y de sus instituciones republicanas. Al contrario de lo que ocurre en otros países emergentes importantes, Brasil disfrutaba de plenitud democrática, con entera libertad de prensa, separación y equilibrio entre los poderes y creciente fortalecimiento de la transparencia administrativa y de los órganos de control.

 

En tercer lugar, el desarrollo reciente de Brasil iba de la mano de una creciente integración regional, con repercusiones positivas para nuestros vecinos y la creación de un ambiente de paz y prosperidad en toda América del Sur. La consolidación y expansión del MERCOSUR, en especial, propició el definitivo vaciamiento de las tensiones con Argentina y el enfrentamiento conjunto de muchos problemas económicos y sociales de la región. Además, a pesar de su gran diversidad étnica y religiosa, Brasil es un país cohesionado y pacífico.

 

En cuarto lugar, el desarrollo de Brasil en este último decenio venía combinado con la reducción creciente y sustancial de la deforestación de la Amazonía y la disminución significativa de nuestras emisiones de gases de efecto invernadero. De hecho, Brasil ya tiene una matriz energética bastante limpia y renovable, basada esencialmente en hidroeléctricas, para el suministro de electricidad, y parcialmente en biomasa, particularmente etanol, para el transporte. Así, nuestra gran fuente de emisiones de gases de efecto invernadero provenía de las quemas realizadas para desmontar grande áreas, especialmente en la región amazónica. Con la creciente y sustancial reducción de esas quemas y con el compromiso internacional voluntario, asumido en la COP-15, de reducir nuestras emisiones de gases de efecto invernadero entre 36% y 39% hasta 2020, Brasil se convirtió en uno de los países que más contribuye, entre los países emergentes, al combate al calentamiento global. El reciente desarrollo brasileño era, pues, crecientemente sostenible, algo que lo diferenciaba enteramente de otras experiencias de desarrollo. Y Brasil pretendía colocarse en la vanguardia de la economía verde, explotando, de forma sostenible, el enorme potencial de su inmensa biodiversidad.

 

Todas esas son diferencias importantes, que distinguían el desarrollo reciente de Brasil de las experiencias semejantes de otros países emergentes. Un estudio del Boston Consulting Group destaca que el desarrollo reciente de Brasil fue el que tuvo mayor calidad, entre los 150 países objeto de la investigación. El diferencial de Brasil estaba en la calidad de su desarrollo, y no en sus tasas de crecimiento. Por eso, Brasil despertaba curiosidad. Por eso, la experiencia brasileña debe ser estudiada y comprendida.

 

Pues bien, después de la emergencia de ese nuevo período de desarrollo, quedó patente la posibilidad de ser de izquierda sin perder el horizonte de la democracia y de su necesaria profundización, sobre la base de la universalización de los derechos económicos y sociales. Participamos de una construcción histórica colectiva que estaba siendo paulatinamente moldeada por nuevas fuerzas políticas, inéditos escenarios internos y externos y demandas sociales seculares; un complejo proceso en curso que lleva, todavía, el distintivo sello personal del liderazgo del presidente Lula y de la presidenta Dilma.

 

El análisis de ese período histórico se hace aún más necesario en esta coyuntura de agudización de la crisis mundial, en la cual las políticas ortodoxas de austeridad vienen fallando en hacer retomar el crecimiento e inviabilizando el funcionamiento de las democracias.

 

Así, el legado de los gobiernos del PT, más que ofrecer la memoria de un pasado de grandes realizaciones, puede ofrecer la memoria del futuro de un modelo que extrapole la repetición fracasada del neoliberalismo hegemonizado por el capitalismo financiero.

 

 

Gleisi Hoffmann es presidenta nacional del Partido de los Trabajadores de Brasil.

 

Este artículo fue publicado en la antología Los gobiernos progresistas y de izquierda en América Latina, Roberto Regalado (compilador), Partido del Trabajo de México, Ciudad de México, 2018.

 

 

https://www.alainet.org/en/node/191809
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